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Santander, julio de 2011.

 

Aprovechando los días libres, Teo se había desplazado a la casa de Los Castros, donde había quedado con el contratista, que había enviado David, y el arquitecto, al que había encargado los planos y la remodelación. Les había dado el visto bueno y estaba contento con el resultado: habitaciones amplias y con baño. Había antepuesto la comodidad a obtener un número mayor de habitaciones; odiaba los sitios pequeños y estrechos en los que no había espacio para revolverse. Comprendía que sus medidas no eran las naturales pero, aun así, se negaba a vivir como los japoneses. Llegó andando porque el aparcamiento era un imposible en esa zona por esas fechas y descubrió que ya lo estaban esperando. Se alegró de que no estuviera Lucía para reprenderlo por su falta de puntualidad.

Había salido casi todas las noches de esa semana, que si los fuegos artificiales por Santiago, que si las casetas, que si la afición lo reclamaba, como decía Mariano. El día que más había disfrutado fue el que se encontraron con Valvanuz, Alicia y Blanca. María se hallaba trabajando en la caseta que había contratado el hotel de Francisco. Valvanuz le agradeció lo que hacía por sus hijas, participó en la charla de las mujeres y siguió las bromas con más humor que Alicia, pero se mantuvo distante y alerta con él. Alicia, aunque había aceptado la invitación al curso de formación, al igual que la madre, permaneció tensa, y eso que Bernardo se empleó a fondo: insinuaciones, miradas y atenciones sin fin; pero la nota discordante vibró fuerte en la despedida, cuando Bernardo le pidió el número de teléfono para llamarla y ella lo eludió sin explicarle que carecían de él. Al día siguiente, Teo compró un iPhone 4 para él y una tarjeta nueva que colocó en su iPhone antiguo. Había quedado con Blanca para visitar a Grey en la perrera policial y aprovechó para entregárselo con la excusa de estar comunicados a causa del perro. Le explicó que era un teléfono viejo que tenía por casa pero que serviría, y se sintió satisfecho de su mentira cuando brillaron los ojos de Blanca. Le enseñó cómo podía chatear con Lidia gratuitamente con el whatsapp. No se olvidó de Bernardo, a quien facilitó el número con la recomendación de que fuera despacio, que Alicia no era de las que se desmayaban por cuatro tonterías susurradas en el oído pero que, si le gustaba, merecía la pena el trabajo. Hablando con él, descubrió que las muchachas habían sido tema preferente en las conversaciones de sus amigos, aunque no le sorprendió. Comprendía que el inusitado embarco de tanta fémina hubiera suscitado comentarios.

Tras los saludos y las presentaciones con el arquitecto y el contratista, se internaron en la casa y extendieron los planos encima de la mesa del comedor.

—Comenzaremos las obras en el edificio de detrás —propuso el arquitecto.

 

Alicia salió de la habitación rosa preparada para la playa y se reunió con Lidia y María en el salón.

—¿Dónde hemos quedado?

—En la primera playa, pero cada uno baja a una hora —explicó Lidia.

—¿Bajará Bernardo? —se interesó Alicia.

—No lo sé. ¿Hoy es viernes? Creo que cerraban el despacho hasta septiembre así que, hasta que todo esté en orden, no podrá salir. Con eso de que su madre es la jefa, no respeta horarios. Bernardo dice que la va a demandar por abuso laboral.

—¡Qué suerte! Ya gana dinero —comentó María.

—No te quejes —la reprendió Alicia—. Tú vas a cobrar en pocos días. Ya termina la Semana Grande.

—Ya estoy —asomó Blanca—. Vámonos. Por la tarde te haremos una visita a la caseta —prometió Blanca antes de abrir la puerta.

María las vio marchar con sus bolsas de la playa, mientras tanto ella disfrutaría de la hora que le quedaba libre antes de entrar a trabajar. Era el pequeño tributo que tenía que pagar por conseguir un poco de dinero para el bolsillo. Le gustaba el cambio de vida que había experimentado, aunque al principio hubiera despotricado un poco ante el negro panorama que le ofreció su padre. Santander había significado la ruptura con el pasado y un nuevo horizonte que explorar. La casa era pequeña y vieja, pero su madre había sacado el mayor partido de ella; era difícil mejorarla. Se sentía libre, fuerte, con ganas de comerse el mundo. En la caseta, mientras servía pinchos y copas, había advertido cómo la miraban los hombres, y los chicos siempre estaban dispuestos a bromear con ella. Había aprendido cuánta satisfacción produce la atracción física y el poder que ejercía una sonrisa o una palabra amable. No se hacía ilusiones, pero ayudaba en la autoestima, en la inseguridad. Había perdido el miedo que le producía llegar a casa. Ahora la explosión de colores, las risas y comentarios de sus hermanas habían alejado los encierros solitarios en una aséptica habitación. Vivían y se movían por el piso sin temor a reprimendas o a un trabajo suplementario, y lo más importante: hasta que llegó a Santander no fue plenamente consciente de todo ello, ni del odio que le generaba la visión de su padre.

Entró la brisa por la puerta del balcón abierta y agitó su larga cabellera. Suspiró y abandonó el rato de holgazanería para vestirse e incorporarse al trabajo. Con pequeños trabajos eventuales como ese, podría modernizar y mejorar su ropero que consistía en un par de vaqueros y unas bermudas que combinaba con camisetas variadas y manoletinas baratas, que estaban de moda. Oyó un ruido en la sala y prestó atención, pero no escuchó nada más y terminó de vestirse. Cuando bajó hacia la cocina para vaciar la papelera del baño, vio el fuego en la sala y el humo le atenazó la garganta. Corrió nerviosa al baño, cogió una toalla, la mojó en la ducha y bajó de nuevo a la sala. Trató de apagar el fuego que había prendido la ropa de la mesa camilla y la propia madera con la toalla mojada. Ante la imposibilidad de lograrlo, decidió no esperar más, bajó saltando las escaleras y corrió al Chupi gritando fuego. Damián salió con el extintor de la cocina, acompañado por algunos parroquianos, mientras Sole llamaba al 112.

—¡Dios mío, Sole! ¡Fuego! ¡Nos quedamos sin casa! —exclamó María, entre aturdida y aterrada por la magnitud del desastre.

—¿Cómo ha sido? —indagó Sole en cuanto colgó.

—No lo sé. Estaba vistiéndome y lo vi cuando salí del cuarto —explicó atropelladamente.

—¿Dejaste algo en el fuego?

—No, no. En la sala, el fuego era en la sala —corrigió, jadeando de ansiedad.

—Tranquilízate, muchacha, te va a dar un mal —aconsejó Sole y la instó a salir del local para ver lo que estaba sucediendo.

El fuego había prendido el marco de madera de la puerta del balcón. Los hombres salieron precipitadamente a causa del humo y las sirenas anunciaban la inminente llegada de los bomberos.

—Hay que desalojar la vivienda —recordó alguien—, la señora Vargas está imposibilitada.

Al tiempo que llegaban los bomberos, los vecinos sacaban a la mentada señora. Para entonces, el callejón se había llenado de mirones que aguardaban el desenlace de la tragedia. María fue consciente de la dimensión de la catástrofe: no era sólo un mero incendio, era su vida hecha pedazos y sus ilusiones consumidas en una enorme pira, el pasado le hacía una mueca grotesca y se burlaba de ella. Unos bomberos se adentraron en la casa mientras que otros permanecían fuera con la manguera extendida, aguardando instrucciones. María se sintió de pronto muy mareada, incapaz de asumir el desastre se precipitaba hacia el suelo cuando un brazo la cogió por detrás, mientras que otra mano le tapaba la boca y la obligaba a respirar por la nariz, pero no era suficiente para ella, necesitaba aire a bocanadas y, aterrorizada, notó que se ahogaba.

—Está hiperventilando —reconoció la voz de Teo a su espalda, el dueño de la mano que la asfixiaba—. ¿Tiene una bolsa de plástico? —Y vio a Sole que adentraba en el bar y salía con una.

—Respira con la bolsa en la cara —ordenó Teo—. Tienes que reducir el oxígeno y aumentar el dióxido de carbono —explicó a la vez que la sentaba en una silla de la terraza —. ¿Qué ha sucedido?

—La chica dice que el fuego empezó en la sala —informó diligente Sole.

—¿Había algún aparato eléctrico encendido o enchufado? —preguntó Teo, extrañado porque le había llamado la atención la carencia de ellos el día que subió.

María negó con la cabeza mientras seguía respirando a través de la bolsa, cada vez más despacio.

—Estuvieron arreglando la instalación eléctrica cuando pintaron —intervino de nuevo Sole.

 

Teo se levantó y se fue a hablar con los bomberos y uno de ellos lo reconoció.

—Doctor, es una suerte tenerlo aquí, aunque no ha habido ningún percance grave. Ha sido atajado a tiempo, aunque el daño es inusual.

—¿Qué quiere decir?

—Está el técnico inspeccionando la casa para encontrar la causa, pero la llamada se realizó a poco de declararse el fuego y nosotros hemos tardado quince minutos. El daño tendría que haber sido menor.

—¿Estará habitable?

—No he estado arriba, no lo sé. Le hemos dado bien a la manguera, el barrio es antiguo. Tendrán que buscar un sitio, al menos para esta noche.

—Ya —contestó Teo meditabundo. Sacó su móvil y llamó a Pedro—. Necesito un favor, ¿puedes personarte en el Chupi? Sí, es por la alarma de fuego —respondió a su amigo—, ha tenido lugar en casa de Valvanuz y de las chicas. Vente para acá y luego te cuento.

Teo regresó junto a María, que había prescindido de la bolsa y respiraba con regularidad.

—Tienes mejor cara —comentó con una sonrisa. Se sentó a su lado.

—¿Se ha perdido todo? —preguntó en un hilo de voz.

—No lo sé, no se puede subir.

—No quiero volver a Madrid —dijo y rompió a llorar—. No puedo… no puedo —tartamudeó hipando.

—Se va a volver a poner mala —se preocupó Sole—. Voy a llamar a su madre, además, habrá que comunicarle lo que ha sucedido.

—No lo haga todavía —rogó Teo—. No puede resolver nada aquí hasta que los bomberos despejen.

—¡Teo! —llamó Pedro desde lo alto de la escalera de acceso al callejón.

Teo se levantó y se llegó hasta él. Le contó lo poco que sabía sobre el divorcio de Valvanuz, la situación de las chicas y lo que intuía, y le pidió que averiguase lo que fuera posible sobre el incidente. Regresó junto a la angustiada María y observó a su amigo que, tras hablar con uno de los agentes de policía que habían acudido para controlar la situación mientras los bomberos trabajaban, se internó en la casa. Tardó un rato en volver a salir, más serio de lo habitual, hablando, esta vez, con uno de los bomberos. Le hizo una seña para que se acercara al cabo de un rato.

—Ha sido provocado —le susurró de pasada para que los mirones no captaran sus palabras—. Llama a Valvanuz, tendré que hablar con todas. Mientras tanto, he de hacer unas gestiones.

Teo también se alejó para llamar al Maremondo, habló con el dueño para comunicarle el incendio de la casa de su empleada, aunque sin facilitarle explicaciones, y pedirle que le diera el día libre. Luego llamó a Blanca y, sin ofrecer ninguna razón, le dijo que ella y su hermana Alicia regresaran a casa cuanto antes. Finalmente, se acercó al arquitecto y al contratista que se habían quedado en lo alto de la escalera, contemplando el espectáculo y comentando los incidentes entre ellos.

—En cuanto se pueda entrar en la casa, ya que están aquí, me gustaría que evaluaran los daños y me hicieran un presupuesto de la reparación, si no hay inconveniente.

Ambos negaron algún inconveniente y aceptaron el inesperado encargo.

—Lo mejor será que hablemos con los bomberos —propuso el arquitecto e inició la marcha—. Sus observaciones nos servirán para una primera evaluación.

Teo no se movió del sitio pues vislumbró la llegada apresurada de Valvanuz con las chicas y las aguardó.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó angustiada Valvanuz—. Me he encontrado con las niñas, que subían corriendo de la playa.

—¿Nos hemos quedado sin casa? —indagó Blanca asustada ante el gentío curioso que se agolpaba en el callejón.

—¿Cómo ha podido incendiarse? —inquirió Alicia más práctica.

—Tranquilizaos —rogó Teo—. Lo importante es que María no ha sufrido daño.

—¿María estaba en casa? —se alarmó Valvanuz.

—¡Si se iba a la caseta! —exclamó Alicia.

—Gracias a que se hallaba en casa —explicó Teo— y dio la alarma, los daños no han debido de ser muchos. Nadie puede entrar hasta que los rescoldos se enfríen y lo permitan los bomberos y la policía. Por cierto, Pedro está aquí y quiere mantener una conversación con vosotras.

Mientras hablaba, tuvo que seguirlas porque Valvanuz buscó a su hija y se dirigió hacia ella en cuanto la descubrió sentada con Sole. La abrazó y María se desmoronó, llorando de nuevo.

—Teo, ¿dónde podemos hablar sin que nos molesten? —preguntó Pedro al tiempo que miraba en derredor—. No creo que les hiciera mucha gracia a los del Chupi que les cerrara el local, con la de parroquianos que van a concentrarse a lo largo de la mañana por esta movida. Enseguida llegará la televisión regional.

—Me encontraba en casa con el arquitecto y el contratista cuando oímos todo el folklore. Podemos reunirnos allí —propuso Teo.

—Necesitarán un sitio donde dormir, por lo menos un par de días —recordó Pedro.

—De acuerdo. Te esperamos en el salón de casa.

Teo se dirigió a las mujeres y les comunicó que en su casa les contaría Pedro todo lo que quisieran saber sobre el incendio. Con una sonrisa y con firmeza arrancó a las mujeres de las garras de Sole, quien se mostraba reacia a perder la oportunidad de enterarse de más detalles. Cruzaron la calle y las instó a subir las escaleras de acceso a la vivienda. Una vez en el vestíbulo las guió al salón. Había sido una suerte que las limpiadoras, enviadas por Francisco, ya hubieran realizado su trabajo.

—¡Vaya casa! —exclamó Blanca agarrada a su madre.

—Sentaos —ordenó Teo y dispuso sillas en semicírculo.

—¿Por qué no vives aquí? —requirió Blanca.

—¡Blanca, por Dios! ¿No puedes callarte? —reprendió Alicia nerviosa—. Es muy serio lo que ha ocurrido y no estamos para sandeces.

—Porque es muy grande —respondió Teo sin atender las razones de Alicia.

Era curioso constatar lo diferentes que eran las hermanas. En los momentos de peligro afloraban las personalidades desnudas: Blanca, asida a su madre, divagaba sobre cosas ajenas al problema, como los avestruces intentaba negar lo que estaba sucediendo; María se había derrumbado en cuanto se le torcieron los planes, no podía volver a Madrid ¿por qué?, se preguntaba Teo, ¿qué había sucedido allí?; Valvanuz era fuerte, pero la vencía la preocupación por las hijas; Alicia era la gran incógnita, hermética, seria y dura, permanecía aparentemente tranquila y con el gesto adusto. Teo presentía que su mente estaría procesando todos los datos de que disponía para aclarar y solucionar la situación en la que se hallaban. Intuía que, a pesar de su juventud, había decidido ser quien cargara con el peso de las hermanas, con un sentido de la responsabilidad demasiado agudizado.

 

Tú, como el viento sur
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