16
Santander, mayo de 2011.
El perro cambió los hábitos de Teo. Los sábados y los domingos madrugaba para bajarlo a la playa, antes de que los deportistas y los playeros invadiesen la arena y se quejasen del perro suelto. Avanzaba la primavera inexorablemente junto con el buen tiempo y tendría que idear algo nuevo para Grey, nombre que había decidido por el color del pelaje del lomo. Lo primero que había hecho en cuanto decidió quedarselo fue buscar información en Internet. Lo que leyó, no lo tranquilizó mucho. Lo describían como un perro muy sociable y unido a la familia, pero independiente y con ideas propias, lleno de energía y alegre, es decir, que el adiestramiento se las traería; por otro lado, no le gustaba estar solo y encerrado sin realizar ejercicio y apreciaba la compañía de otro perro. Por eso no pasaba, con uno ya tenía suficiente. La parte positiva se ceñía a que era mejor que viviera en una caseta en el exterior y que no debía hacer mucho ejercicio en verano.
En Leroy Merlín compró la caseta, que instaló en la terraza; en el Corte Inglés completó el ajuar con una manta, collar, correa y comederos; en el supermercado se abasteció de pienso y otras tonterías para perros. No faltó la visita de rigor a la clínica veterinaria de Los Castros: vacunas y papeles en regla, como buen ciudadano.
Con el chándal, la correa, la bolsa preceptiva para excrementos y el perro salió esa mañana de domingo a correr por la playa. Ése era otro punto positivo: ahora corría obligado y acompañado, lloviera, hiciera frío o calor, no había excusa. El perro era inteligente porque, para lo joven que era y los pocos días que llevaba en la casa, había comprendido la rutina de Teo: entre semana, carrera por la noche; los fines de semana, por la mañana. Así que, en cuanto asomaba por la puerta después del trabajo, el perro se le echaba encima loco de alegría. Y eso lo sentía porque le fastidiaba reconocer que David llevaba su parte de razón, le hacía compañía. A la que no le hizo tanta gracia fue a Rita quien lo sacaba a mediodía e incrementaba las tareas diarias.
Siempre había apreciado la belleza de la ciudad pero, desde que salía a correr, comprendió que cada día era diferente: cambiaba la luz, el color, el olor, incluso en los días de lluvia encontraba belleza. Al igual que la bahía, el mar cambiaba de color y comportamiento según la estación del año. Era un paisaje en movimiento, con amaneceres envueltos en brumas marinas. Dejaba a Grey suelto por la playa y, mientras él corría por la orilla en línea recta, el perro iba y venía a su antojo, recorriendo el doble de metros. Era un cachorro precioso, de aspecto limpio, brillaba una mirada inteligente en sus ojos azules, nervioso en sus evoluciones y casi se atrevería a decir que sonriente. Cuando lo contó en el barco, hubo choteo entre los amigos y luego le llovieron las recomendaciones, los consejos y la promesa de ayudarlo en su cuidado si saliera de viaje por alguna circunstancia.
Sobre las nueve de la mañana solía subir al Maremondo a desayunar, cuando comenzaba a apretar el sol, y entonces surgían los problemas: Grey había comprendido que el paseo concluía y no estaba por la labor de dejarse atar y, como era de ideas propias y sólo obedecía las órdenes con sentido para él, enseguida aprendió que aquella no tenía ninguno. Tras una agotadora cacería, esa misma mañana Teo se planteó muy seriamente la cuestión del adiestramiento. Una vez atado, subió al balneario, para calzarse. El aire era caliente y, después del ejercicio, se convirtió en sofocante. Teo escrutó el cielo con alma de meteorólogo, ciencia muy extendida entre los santanderinos de pura cepa. Las nubes se deshilachaban por la fuerza del viento sur. Aunque el Sardinero, orientado al nordeste, quedaba al reguardo de las ventoleras ardientes que barrían las calles del centro. La falta del característico frescor de la mañana se dejaba sentir y el sudor perlaba su frente.
Valvanuz se adaptó enseguida al trabajo. La única complicación fue la enorme variedad de formas que existía de tomar un café: ¿cómo un término tan simple como café se convertía en algo tan complejo a la hora de degustarlo? Podría escribirse un ensayo sobre ello. Por lo demás, las comandas no revestían ninguna complicación que una buena memoria y cortesía con el cliente no consiguieran superar. Era cierto que regresaba derrengada físicamente por las tardes, pero animada. El trato directo con la gente le había devuelto la jovialidad perdida durante tanto tiempo de encierro en casa; la amabilidad de los compañeros de trabajo había afianzado la confianza en sí misma y en las personas; el servir a mediodía las mesas al aire libre había tintado las mejillas y los antebrazos que ofrecían ahora un aspecto más sano. Aunque llevaba pocos días, no se había encontrado con nadie conocido. Tras veinte años de ausencia, su mundo y su generación se habían esfumado. Tanto mejor, pues no le agradaba que la vieran en semejante situación. Lo que le disgustaban eran esos días de surada. El calor y el viento le alteraban los nervios y perdía el dominio de su cabeza, que la sentía etérea e inestable, similar a la sensación de vértigo, por no hablar del persistente dolor de cabeza. Los días de sur eran los días de los locos. Envuelta en esos pensamientos mientras pasaba la bayeta por las mesas de la terraza, no vio la correa del perro juguetón que se había aproximado a ella; sólo notó el tirón, el suelo le faltó de debajo de los pies y fue derribada cuan larga era. El estrépito de la bandeja al caer, junto con la mesa a la que se agarró en un último esfuerzo por mantener el equilibrio, atrajo la atención de los parroquianos y de los compañeros que pululaban por allí.
—¡La que he organizado! ¡Cuánto lo siento! No se mueva hasta que esté segura de no se ha roto algo, soy médico —le advirtió una voz del pasado.
Acabó la carrera de medicina, dedujo Valvanuz al reconocer a Teo agachado sobre ella y el aroma a colonia cara y embriagadora la penetró hasta lo más hondo del alma.
—Mueva poco a poco las piernas, luego la cabeza, y ahora trate de incorporarse sin prisa. Así, eso es. Parece que no hay nada roto afortunadamente, lo que no quita que le salga algún buen hematoma —comentó preocupado—. Soy el dueño del perro por si quiere denunciarme.
—No será necesario, señor Van Der Voost, nuestros trabajadores están asegurados y tampoco ha habido daños que lamentar —intervino prestamente el encargado, que se había aproximado corriendo.
—Aun así, no dejen de comunicarme el estado de…—y se fijó en la chapa con el nombre que lucía en su blusa al tiempo que la ayudaba a ponerse de pie— Valvanuz.
—Así se hará si fuera necesario, señor.
Valvanuz, evitando mirarlo de frente, se adentró en el bar para adecentarse en el baño. El corazón le latía desacompasado. ¡Por Dios Santo! ¡Era Teo! Más corpulento, más hombre, pero igual que hacía años. De lo blanca que tenía la piel, no se le apreciaban las arrugas, de lo rubio que era el cabello, las canas pasaban desapercibidas. ¡Tan alto! ¡Tan apues…! No, tan feo, seguía siendo feo, sólo que a ella no se lo parecía. Cuando la cogió para levantarla, notó la fuerza de su antebrazo, musculoso, de hueso grande y levemente moreno. Hacía ejercicio al aire libre. Se lavó la cara acalorada y sudorosa, las manos sucias y con rasponazos, y se recompuso el pelo más que peinarlo porque no disponía de un cepillo. ¡Qué horror! Y ella allí, de camarera. Pero ¿qué tonterías estaba pensando? Siempre había sido la hija de los panaderos. ¿A qué venía eso ahora? Se sacudió la falda negra y ajustada del uniforme y se miró en el espejo por última vez. Salió nerviosa y con sentimientos encontrados. ¿Por qué se había alborotado tanto?
—¡Valvanuz! —la llamó el encargado que se hallaba junto al dueño, Juan Manuel.
—El señor Van Der Voost nos ha pedido permiso para que usted se tome algo con él —le comunicó Juan Manuel—. Se siente culpable, sea amable con él, es alguien importante dentro del sector hotelero. Si sufriera alguna secuela del golpe, nosotros nos haremos cargo de ello.
—No se preocupe, ha sido más aparatoso que doloroso; el orgullo es el que está un poco maltrecho, ¿lo cubrirá el seguro?
—Le agradezco que conserve su sentido del humor —respondió Juan Manuel sonriendo—. Pida lo que quiera en la barra y se lo servirán en la mesa, la casa invita.
Teo hurgaba en sus recuerdos mientras observaba alejarse a la mujer hacia el interior para recomponerse. Los escasos curiosos que había a una hora tan temprana volvieron a sus asuntos y un camarero arregló el desastre. Se levantó cuando vio a Juan Manuel, el dueño, y le salió al encuentro.
—Soy el culpable de este desaguisado —se acusó.
—No te preocupes, Teo. ¿Desde cuando tienes perro? —se interesó Juan Manuel.
—Desde que me lo regaló David, y ahora me estoy preguntando por qué me odia tanto —bromeó.
—Es muy joven.
—Cuatro meses y de carácter independiente. ¿No querrás un perro?
—No, no, y menos un husky por muy bonitos y fieles que sean.
—Vista la actuación de hoy, buscaré un educador o entrenador de perros o como quiera que se llamen.
—La policía adiestra perros. ¿Has preguntado a tu amigo Pedro?
—No se me había ocurrido. Gracias por la idea. No hay mucha clientela todavía, ¿puede sentarse un momento conmigo la camarera agredida?
—Por supuesto, pero no es necesario que te tomes tantas molestias, hasta ahí podríamos llegar —le concedió Juan Manuel y se despidieron.
Teo regresó a su mesa, donde le aguardaba Grey ajeno al problema que había causado a su dueño. Se sentó y le acarició la cabeza.
—Buena la has hecho, jovencito —reconvino con amabilidad.
Estuvo pendiente de la puerta del bar para observar a la camarera en cuanto saliera. Estaba casi convencido de que era ella, el nombre coincidía, pero le extrañó que no dijese nada cuando era más fácil que ella lo reconociera a él. La vio salir, esbelta, con la falda tan ceñida que impedía esconder cualquier imperfección del cuerpo, con el pelo recogido con dos horquillas de fantasía. Los movimientos eran nerviosos, azorados, y la mirada huidiza.
—Me han comunicado que quería verme.
—Tengo muchos defectos: soy demasiado alto, demasiado rubio y demasiado feo; pero la vista me funciona perfectamente. ¿Cómo es posible, a pesar de los años transcurridos, que no recuerdes una figura como la mía? —preguntó con una sonrisa mientras con la mano le indicaba la silla.
Los años habían hecho mella en ella, como en todos, las arrugas alrededor de los ojos y de la boca se habían acentuado y la conferían una atractiva madurez, se teñía el pelo de un color bastante natural, el cuello y las manos denunciaban el trabajo y la edad; pero en conjunto conservaba la delgadez de una estructura ósea fina. Los ojos castaños, otrora llenos de vida, más tristes, profundos, sabios; la nariz respingona denotaba firmeza y retaba a quien la desafiara; y la sonrisa pícara, que recordaba tan bien, se había transformado en un rictus irónico.
—¿Y quién dice que no me acuerde? —rebatió Valvanuz.
—Antes nos tuteábamos, ¿qué ha cambiado?
—La edad, el tiempo. No sabía si te acordarías de mí. ¿Ahora ligas con ese retrato caricaturesco que ofreces de ti mismo?
—Estás igual que siempre, con unos añitos más, pero muy guapa. Y no, no ligo; últimamente no me como un rosco, por eso me muestro tan demoledor conmigo mismo. Recuerdo que te casaste, tus padres lo pregonaron por todo el barriuco. Seguro que tu marido es más guapo que yo.
Teo detectó el cambio que experimentó la expresión de Valvanuz, más dura y de regusto amargo. Un camarero dejó un café sobre la mesa para ella.
—Hay cosas con las que no deberías bromear. Hablas de tópicos cuando la realidad es muy diferente. Yo no te encuentro tan feo. Es muy bonito tu perro, ahora en verano, ¿no lo pasará mal con tanto calor?
—Por eso madrugo, aunque mientras el sur persista es en balde. Reírse de uno mismo es una buena terapia para superar los traumas —expuso Teo.
—¿Tú? ¿Traumatizado? Ésta sí que es buena —concluyó sarcástica, revolviendo el azúcar de forma exagerada.
—No sé cómo te habrá tratado la vida para que la veas tan oscura, pero yo procuro sobrellevarla con humor. ¿Qué ha ocurrido? ¿Unos cuernos? ¿Otra más joven? Muchas lo celebran, lo he vivido en el hospital.
—¿Te has casado? —le preguntó, inclinando la cabeza hacia delante.
—No he tenido esa suerte.
—Perdona, no has querido —corrigió Valvanuz—. ¡Ojalá hubiera sido por algo tan trivial! Lo siento por las niñas, son las que están pagando mis errores.
—Como decís vosotras: se me pasó el arroz o nunca llegué a enamorarme; no lo sé. ¿Cuántos hijos tienes?
El rostro de Valvanuz recuperó la antigua e ingenua sonrisa; y sus ojos, la alegría y la viveza de la juventud olvidada.
—Tres chicas. La mayor, Alicia, estudia enfermería, está en segundo año; María, empresariales, acaba de empezar; y Blanca es todavía menor de edad, primero de bachiller.
—Y se parecen a ti.
—No, Alicia es guapísima, con un pelo muy negro y un cutis muy fino con las cejas bien perfiladas. Se parece a su padre.
—¿Ves como era guapo? No falla —se chanceó Teo.
—Sí, es guapo y un inteligente seductor, como Dorian Grey, y al igual que él, abriga el alma de un monstruo que se alimenta con el sufrimiento de los demás —dijo Valvanuz con ira contenida, la boca apretada y una mirada entre desamparada y asustada—, por eso he regresado, huyendo de él y rezando para que se olvide de mí.
Valvanuz se levantó bruscamente y, sin despedirse ni volver la mirada, entró en el bar. Teo se quedó tan sorprendido que no encontró palabras para detenerla en su huída. ¿Se había casado con un desgraciado?, ¿un sádico?, ¿o había entendido mal? Bajo el aturdimiento de la revelación se levantó, tiró de la correa para que Grey lo siguiera y emprendió el regreso a casa. Por el camino repasó la conversación y evocó los años de adolescencia. Recordaba a la hija de los panaderos como una chiquilla que, sin ser guapa, era bastante resultona con su nariz tan personal, de buen cuerpo, y con una alegría y una confianza muy atractivas. Se la encontraba frecuentemente ya que eran vecinos… de pronto la imagen de un prado le cruzó la mente. ¡Ay, madre! Había sido ella la que le había preguntado si seguía siendo virgen. Lo había olvidado y se rió al recordarlo. Había sido muy indiscreto por su parte presionarla para que le hablara del marido, y las miserias se le escaparon por la boca incontenibles. A esas horas estaría arrepintiéndose de haberse expuesto así; sin embargo, él celebraba que siguiera siendo tan sincera y tan espontánea. Cuanto más pensaba en la conversación que habían mantenido después de tantos años sin encontrarse, más gracia le hacía. Había sido más propia de dos amigos que no han dejado de verse: le siguió las bromas y las ironías; y también dijo que no lo consideraba feo, aunque no lo dijo por él mismo, sino al contrastarlo con la fealdad del alma de su marido.
Paco renovaba la electricidad de las habitaciones mientras Valvanuz encintaba y lijaba. La sala de estar, melocotón, decidió Valvanuz; la habitación de Blanca, rosa palo; la suya, azul pálido; el cuarto de estudio, verde; y cada puerta del mismo color que la habitación. Había rebajado la pintura con blanco para que los colores quedaran como pastel, suaves y cálidos. Remi luchaba con las cañerías en la cocina y había tenido que levantar el suelo. En un centro Reto consiguieron unos azulejos de color lila que horrorizaron a los hombres, pero que se los dejaron a muy buen precio si se llevaban otros de color naranja. Valvanuz aceptó y añadió otros blancos para intercalar y suavizar el impacto visual. Así la puerta de la cocina fue naranja dulce y la del baño, lila pastel. Trabajaban de siete de la tarde a once de la noche con fines de semana incluidos, pero en diez días lo terminaron.
—Luminoso, limpio y alegre —dictaminó Paco satisfecho.
—Y operativo y muy original —añadió Remi, contemplando la faena desde el vestíbulo.
—Este sábado necesitaremos la furgoneta de nuevo. Nos vamos a Ikea —anunció Paco a su amigo.
—Papel y lápiz —pidió Remi—: habrá que tomar medidas.
—Pondremos literas —exigió Valvanuz—. Ahorran espacio.
—Además de los muebles habrá que hacer una lista de todo: vajilla, toallas, edredones… —intervino Asun.
—No olvidéis los radiadores de aceite para el invierno —señaló Paco—. Los muebles de la cocina y del baño los pongo yo. En el almacén de la empresa se acumulan sobrantes de errores de cálculo o cambios de opinión del cliente. Quedará un poco ecléctico, pero nuevo y funcional.
—Pasará desapercibido ante la explosión de color de las puertas y de las habitaciones —vaticinó Remi.
Valvanuz se aplicó a la lista con su prima a la que no había revelado que ella había sido la protagonista del horrible encuentro con Teo Van Der Voost. Cada vez que recordaba su metedura de pata se ponía mala. Seguía haciendo gala de una gran seguridad, sus movimientos eran pausados, como fruto de la meditación, medidos, como si economizara el espacio. Imaginó que era deformación profesional, el resultado de tantas horas de bisturí por lo que había oído contar en el restaurante, pues esa mañana fue el centro de las conversaciones a causa del incidente. ¿Cómo había podido decirle aquello? ¿Qué le importaba a él su vida? Mal, el recordarlo; peor cuando pensaba que se encontrarían de nuevo, que él sabía dónde localizarla.
—¿Te pasa algo? Estás pálida y distraída. ¿Has tenido noticias de Madrid? —se interesó Asun.
—No, no he tenido noticias. Es cansancio, el sur me agota, y ganas de ver terminado todo esto. Estoy gastando más de lo que pensé.
—No te angusties por el dinero. Lo importante es que tengáis un hogar. Anímate, pronto estarán las chicas contigo.
—Blanca seguro, pero Alicia y María ignoro cómo lo van a conseguir, no es tan fácil. Teresa es un cielo y está en ello. No sé cómo podré compensaros a todos los que me estáis ayudando.