Capítulo 48
El doctor Blake circulaba lentamente por la calle Charles, alerta a la presencia de los patrulleros. A la altura de Pinkney giró a la derecha y se detuvo en la esquina de la plaza Louisburg. Como allí estaba prohibido aparcar, plantó en el tablero un letrero que anunciaba: «Médico de emergencias».
Desde allí veía bien la casa. Sólo había una luz encendida, en la planta baja, la que ocupaba Jordan. Puesto que él iba camino al hospital, eso significaba que la mujer estaba sola en la casa.
Se quitó la fina chaqueta de mezclilla y la arrojó al asiento vecino.
Lo llenaba de ira pensar en lo que había hecho Mary Mallory. Lo había puesto al descubierto, echando a perder su plan magistral, arruinando su meticulosa vida. Le temblaban las manos. Las hundió en los bolsillos; sus dedos ciñeron el cuchillo, con su vaina plástica.
Pasó algunos minutos vigilando la casa, hasta asegurarse de que no había ningún agente acechando entre las sombras. Nadie entraba ni salía; no había nadie en las proximidades. Cruzó la calle a paso tranquilo. Había luz en la gran ventana salediza de la izquierda; las cortinas estaban corridas y se oía a Sade cantando Operador frío. Sonrió con aire lúgubre; la música era adecuada.
Subió los anchos peldaños de la entrada y tocó el timbre, echando una mirada intranquila a la calle iluminada por las lámparas. Adentro ladró un perro.
—Quieto, Squeeze —ordenó Mal, sujetándolo por el collar. Echó una mirada nerviosa a la puerta, preguntándose quién sería. El timbre sonó por segunda vez. Squeeze, erguido sobre las patas traseras, ladraba como loco—. ¿Quién es? —preguntó, estremecida.
—Policía, señora. Soy el oficial Ford. El Profe llamó al jefe y le pidió custodia para usted. Si no le molesta, señorita Malone, tengo que entrar para revisar la puerta trasera y asegurarme de que usted no corra peligro.
Mal dejó escapar un suspiro de alivio. Debía de ser cierto, pues había llamado “el Profe” a Harry.
Encerró a Squeeze en el dormitorio. Aún lo oía gimotear mientras cruzaba el vestíbulo para abrir la puerta de calle.
Él puso un pie adentro. Le estrelló la puerta en el pecho, empujándola hacia atrás, y cerró con violencia. Un segundo después la tenía sujeta con un brazo, con la espalda apretada contra él y la boca cubierta. El perro ladraba a todo pulmón en el dormitorio.
Mal trató de forcejear. Él sonrió, disfrutando de tenerla así, inerme. Era uno de los momentos que más disfrutaba.
—Se te ha ido esa larga lengua, Mary Mallory —le susurró al oído—. Te advertí que te mataría si hablabas. Todo iba bien. Tú me dejabas en paz, yo te dejaba en paz. Ahora lo has arruinado todo —estaba ceñudo como un pequeño petulante al que le han quitado un caramelo—. No digas que no te lo advertí.
Cuando sacó el puñal del bolsillo aflojó la presión durante una fracción de segundo. Ella impulsó los codos hacia atrás, con toda la fuerza posible. Se hundieron en algo blando. Él quedó sin aire.
Lo había golpeado en el plexo solar, justo debajo del esternón, donde hay una vulnerable red de nervios. Blake la soltó, doblado por el dolor y sin poder respirar.
Mal iba hacia la puerta, gritando a todo pulmón. El perro seguía ladrando. Él se aterrorizó. Tanto ruido llamaría la atención; vendría alguien...
Se lanzó tras ella en una entrada de rugby y logró sujetarla por los tobillos. Mal se estrelló contra el suelo, retorciéndose y tironeando. Él la aferró del pelo, tirándole la cabeza hacia atrás, y le clavó la rodilla en la base de la columna.
—¡Quieta! —bramó.
Pese al cuchillo que le rozaba el cuello, Mal no dejó de gritar. Blake sudaba por el esfuerzo. Con las otras no había sido así; ella era más fuerte de lo que esperaba. Deslizó el cuchillo por la carne blanda, a lo largo de la clavícula.
Mal sintió el acero frío en el cuello y el fluir de la sangre. Se vio catapultada hacia atrás en el tiempo, hasta esa noche remota, en la ruta desierta, donde la neblina era un sudario entre los árboles deshojados. Por su mente cruzó una fea imagen de él, medio desnudo después de haberla violado. Recordó la presión de aquel otro acero frío sobre su piel, la calma con que él lo había pasado por su cuello, como si lo probara...
Sintió sus ojos clavados en ella, ardientes, deseando que lo mirara antes de matarla. La atraían como un imán. Debía mirarlo. Él se dio cuenta de que por fin la había dominado.
—Bueno, Mary Mallory —dijo, relajándose. Ahora comenzaba a disfrutar—. Veo que has aprendido un par de cosas desde la última vez que nos vimos. —Dejó escapar una risa que fue como un ladrido—. ¡Qué pequeñez insignificante eras entonces! ¿Cómo pudiste creer que un hombre como yo iba a fijarse en ti? Lo que te perdió fue esa barata vanidad femenina, Mary Mallory.
Mal miró fijamente los ojos que invadían sus sueños desde hacía casi veinte años. Parecían taladrarla, en tanto él recordaba cuánto la había despreciado en aquellos tiempos, sabiendo que sería una presa fácil.
El odio se desplegó dentro de ella como una flor gigantesca. El cuchillo seguía apoyado en su cuello, pero ya no tenía miedo. Se sentía inmune a sus pullas, inmune a su malignidad.
Cerró los ojos, pidiendo fuerzas, obligándose a recordar lo que ese hombre le había hecho, la angustia que le había causado. Pensó en Rachel, en Mary Ann, en Summer, en Suzie. Luego, en su propia hija desconocida, que había estado a punto de ser la víctima siguiente. Y comprendió que debía matarlo. Como fuera.
Él se entretenía en detallar lo que pensaba hacer. Se lo describía con lujo de detalles: cómo sería el dolor, el infierno en que estaba por entrar.
—Recuerda que soy patólogo —susurró—. Soy un experto. Sólo que, por lo general, hago estos trabajos cuando la víctima ya ha muerto.
Y rió para festejar su propio chiste. Luego le indicó gráficamente qué partes iba a cortar y qué haría con ella.
Mal cerró los oídos a sus obscenidades, concentrada en reunir fuerzas. Como ruido de fondo oía los ladridos de Squeeze, sus uñas contra la puerta del dormitorio. Pero no tenía tiempo para arrepentirse de haberlo encerrado. Ya se veía muerta.
«¡Oh, Harry, Harry! —pensó—. Cuánto me gustaría volver a verte».
Él levantó la vista, ceñudo. Ese perro iba a causarle problemas. Los vecinos acabarían por venir a quejarse o por llamar a la policía. Tenía que sacarla de allí. Se irguió sobre las rodillas.
—Levántate, puta —dijo, tirando del brazo.
Mal vio entonces su única oportunidad. Giró en redondo y le clavó los dedos en los ojos. Blake la soltó con un grito de dolor. Ella quiso patearlo, pero el hombre le sujetó el pie, haciéndola caer. Lanzó un alarido y luchó con los codos, las rodillas, los puños. La alfombra se plegó y Black cayó estruendosamente, junto a ella. La alcanzó con un toque de puñal en la mejilla, pero Mal ni siquiera lo sintió. Estaba invadida por la ira.
Ya no luchaba por salvar la vida. Luchaba para matarlo. Squeeze dio un último brinco hacia el picaporte y lo movió con la pata, como al botón del reloj despertador. Por fin pudo abrir la puerta.
Salió disparado por el pasillo, mostrando los colmillos en un gruñido.
Blake lo vio venir, pero ya era demasiado tarde. Squeeze surcó el aire y le hundió los dientes en el hombro.
Mal se levantó trabajosamente. Harry le había dicho que el perro era como Houdini, capaz de escapar de cualquier parte, incluido su dormitorio. Pero ella aún no había terminado: sólo quería matar, matar... Corrió a la cocina en busca de un cuchillo.
El perro clavó los dientes en el cuello de Blake, arrancándole un grito. Buscando a tientas en la alfombra, encontró el puñal. Era más astuto que el perro, se dijo; era más astuto que todos ellos. Y clavó el arma en el pecho del animal.
Mallory apareció corriendo, con un cuchillo de carnicero. Oyó el gemido de Squeeze y lo vio retroceder, tambaleante. Le temblaban las patas; bajó la cabeza y, con un lloriqueo, cayó al suelo.
—¡Oh, Dios! —exclamó, horrorizada. El perro se sacudió en sucesivos espasmos que agitaron el denso pelaje plateado. Blake se estaba incorporando, cubierto de sangre, con el cuello desgarrado por una mordedura.
Durante un momento que pareció interminable, se miraron con fijeza.
Mal esperaba con el cuchillo en alto, lista para atacar. Ahora que había sido debilitado podría matarlo. Blake giró para caminar hacia la puerta, tambaleándose. Le echó una última mirada, llena de odio, y desapareció.
El cuchillo cayó al suelo dando un golpe. Mal escondió la cara entre las manos, gimiendo. No podía matarlo. Si lo hacía sería tan mala como él.
Corrió a cerrar la puerta y le echó llave. Con los ojos llenos de lágrimas, miró a Squeeze. La sangre estaba empapando la alfombra a su alrededor. Cayó de rodillas para tocar el pelaje suave. Esos hermosos ojos azules se movieron hacia ella. Respiraba en jadeos breves y rápidos, con la lengua colgando.
Corrió al teléfono para llamar a la policía.
—El doctor Blake estuvo aquí. Trató de matarme, pero acabó hiriendo gravemente al perro. Avise al detective Harry Jordan que el asesino está suelto otra vez. Y necesito un veterinario. Es urgente.
El doctor Blake sabía que le quedaba poco tiempo para hacer lo que debía, pero se lo había prometido a su madre y el cumplía siempre sus promesas.
Después de subir al Volvo, cubrió la herida del cuello con su costosa chalina de seda, se puso la chaqueta y se alisó el pelo.
Era imperativo tener un aspecto sereno y normal, como cualquier ciudadano que vuelve a su casa. Aunque supieran el número de su licencia, el único domicilio registrado en sus documentos era el pequeño apartamento de Cambridge. Pero el conserje del edificio les daría la dirección de su casa. Por eso debía llegar primero.
El tránsito era mínimo, los semáforos estaban en verde y no se cruzó con ningún patrullero. Se dijo, sonriendo, que era como si su madre estuviera ayudándolo. Cuando vio que la sangre empezaba a empapar el jersey, se ciñó la chaqueta. Trató de concentrarse en el volante, sin pensar en el dolor.
En un abrir y cerrar de ojos llegó a su pulcra calle suburbana. Allí no había ningún coche de policía. Cuando entró en la cochera se sentía nuevamente invencible. Estaba en casa. Les había ganado de mano, al fin y al cabo.
Cerró con llave la cochera y la puerta trasera de la casa. Luego caminó tambaleándose hasta la cocina para llenar de vodka un vaso grande. Se sentía letárgico y débil; le temblaba la mano. Había perdido mucha sangre. Por su profesión sabía lo que le estaba sucediendo; era preciso darse prisa. Después de beber todo el vaso de vodka, subió la escalera lentamente, peldaño a peldaño.
Ante la puerta del cuarto especial cayó de rodillas, respirando con dificultad. La sangre manaba en abundancia de la herida del cuello; estaba manchando la alfombra, pero eso ya no importaba. Buscó a tientas la llave, bajo la camisa, y tentó con ella hasta que encontró el agujero de la cerradura. Necesitó de todo su esfuerzo para hacerla girar.
El cuarto estaba a oscuras, exceptuando el leve resplandor verdoso del gran acuario, que ocupaba toda una pared. Gateó penosamente hacia ese tanque de luz glauca. El gorgoteo del líquido era sedante; su luz tenía una extraña cualidad subacuática.
Por fin estaba allí. Se incorporó sobre las rodillas, levantando las manos en una súplica.
—He venido a casa, madre —dijo—. He venido a casa, tal como te prometí.
La mujer que giraba lentamente en ese límpido líquido verde no podía responderle, pues tenía la boca cosida. Tampoco podía verlo, pues tenía los párpados cerrados con puntos de sutura. Ya no lo amamantaría, pues sus pezones habían sido amputados. Y estaba muerta desde hacía muchos años.
Su cuerpo se mantenía en condiciones tan perfectas como el día en que él la embalsamara. La boca cerrada parecía sonreír como nunca lo había hecho en vida.
Él siempre había sabido que acabaría por detener, de una vez por todas, sus palabras malignas. Era uno de los motivos por los que había elegido la medicina. Los médicos podían hacer impunemente cosas que no estaban al alcance de la gente común. Tenían acceso a venenos y drogas; determinaban la causa de una muerte y firmaban el certificado sin que nadie hiciera preguntas. Cuando descubrió la patología forense fue como si le entregaran un regalo. Siendo patólogo sabría exactamente qué hacer con un cadáver.
La mató en una luminosa tarde de verano, a la orilla de una horrible laguna de Washington. En los últimos tiempos ella no se había sentido bien; él ofreció llevarla a pasear en coche. Le había estado mezclando pequeñas cantidades de arsénico en el zumo de naranja, no tanto como para matarla, pero suficiente como para que comentara con las vecinas que no se sentía bien.
Se sentaron a la orilla del lago y él escuchó sus habituales protestas: «Después de todo, eres médico. Y no sabes siquiera curar a tu propia madre. De niño no servías para nada. Y de grande eres todavía peor. Tampoco sirves como hombre».
No lo pensó dos veces. Con una mirada tan glacial como su corazón, giró en redondo y le cortó el cuello. Ella le clavó los ojos grandes, asombrados, y se hundió en la nada. Él la sacó del coche, le desgarró el vestido y empezó a golpearla con los puños, con la cabeza gacha, como los boxeadores. Puñetazo tras puñetazo. Se incorporó para tomar aliento. Luego se arrojó contra ella para morderla y arañarla. Finalmente la violó. La penetró una y otra vez, pero no consiguió llegar al orgasmo. Ella tenía razón: él era un fracaso.
Enloquecido de cólera y humillación, le practicó un corte en la muñeca con el bisturí. Al ver la roja sangre que brotaba, la excitación creció dentro de él. Le cortó la otra muñeca. Y mientras ella moría, sus propios humores manaron igual que la sangre.
Se estremecía de exaltación. Ahora mandaba él. Desde entonces le daba las gracias todas las noches por haberle mostrado, por fin, el camino.
Después de envolverla en la bolsa para cadáveres que había llevado, la escondió en el maletero del Lincoln blanco que ella conducía y volvió lentamente a su casa, con la radio encendida, acompañando con un alegre canturreo el concierto para violín de Brahms.
Una vez en la cochera, con la puerta cerrada, la sacó del maletero y la llevó a la cocina. No había sangre ni suciedad alguna; todo quedaba dentro de la bolsa. En la cochera tenía todo el equipo necesario: los instrumentos, los fluidos para embalsamar, los recipientes. Cubrió el suelo con láminas de plástico, se puso los guantes de goma y dio comienzo a la tarea.
Un par de días después informó a los pocos amigos de su madre que ella había sufrido un ataque fatal mientras dormía. Respetando sus deseos, se la cremaría sin funerales. Pidió a quienes deseaban recordarla que enviaran una donación a alguna obra de caridad.
Pocas semanas después les dijo que le habían ofrecido un empleo fuera del estado. Puso la casa en venta y se despidió de todos. Después cargó el cuerpo embalsamado en el coche, junto con su equipaje, y se marchó a Chicago.
Con lo obtenido por la venta de la casa compró una bonita vivienda en Bloomington Hills, donde ella tendría un cuarto propio, como antes; allí la instaló, en un acuario, para poder verla cuando hiciera falta. Le brindaba un gran placer verla girar lentamente en ese fluido, sonriéndole sin decir nada, cuando le hablaba de sus chicas.
Más adelante se mudó a San Francisco; después pasó un tiempo en Los Angeles. Siempre se radicaba en ciudades con universidades importantes, donde hubiera muchachas en abundancia. Y finalmente se mudó a Boston.
Se arrodilló ante ella, con las manos mansamente cruzadas. Su cuello seguía manando sangre.
—Ya he terminado, madre —dijo.
Se tendió frente al acuario. Luego sacó del bolsillo el bisturí manchado de sangre y lo limpió con esmero. Contempló un largo rato sus palmas vueltas hacia arriba. Por fin hizo un limpio corte con el instrumento: primero en una muñeca, luego en la otra. El perfecto patólogo, hasta el final. Levantó las manos ensangrentadas para mostrárselas.
—Ya está, madre —gritó—. Ya está.
Se le aflojaron las rodillas y cayó al suelo. Quedó tendido de espaldas, contemplando la sangre y la vida que se iban a borbotones, como tantas otras veces. Giró lentamente la cabeza para mirarla. El odio manó de él igual que la sangre.
—Puta —dijo.
Harry se lamentó de no ir al volante del Jaguar; aunque el Ford se abría paso por el tránsito con la sirena a todo volumen, no alcanzaba la velocidad suficiente. Trató de relegar al fondo de su mente la imagen de Mal para concentrar sus energías en Blake. Mal estaba bien. Y prefería no pensar en lo que habría hecho con Blake si él la hubiera matado.
El Ford giró bruscamente a la izquierda, con un chirriar de cubiertas, y los coches policiales lo siguieron ruidosamente por la bonita calle suburbana. Varias luces se encendieron en los pisos altos, mientras los vecinos saltaban de la cama, sobresaltados, para averiguar qué estaba sucediendo. Pero la casa del doctor Bill Blake permanecía a oscuras, silenciosa.
—Es ésta, Rossetti. —Harry abrió violentamente la portezuela y manoteó la pistolera. La Glock se ajustó a su palma como un guante, suave y letal. Caminando entre las sombras, fue hacia la casa, seguido por su compañero, mientras los del equipo especial rodeaban la casa, rodilla en tierra y apuntando sus armas hacia las puertas y las ventanas. Se enfocaron reflectores encendidos hacia la pulcra vivienda de Blake. Los agentes apostados calle abajo detuvieron al creciente grupo de vecinos, que habían salido en bata, atónitos ante el drama que se desarrollaba en su respetable vecindario.
Todas las salidas de Boston habían sido inmediatamente bloqueadas; las patrullas estaban sobreaviso. Harry no sabía si Blake estaba allí, pero no podía correr ningún riesgo. Tomó el micrófono,
—Doctor Blake, está rodeado. Le ruego que abra la puerta de calle y salga con las manos en alto. Es lo que más le conviene.
El silencio de la casa era palpable. Un avión pasó zumbando, muy arriba. Las estrellas parpadeaban en el cielo claro.
—Es su última oportunidad, Blake —dijo Harry al micrófono. Los del equipo especial cambiaron de posición, acercándose. Había algunos apostados en el techo de la casa de enfrente; otros habían franqueado el muro de la parte trasera.
El silencio hería los oídos. Harry miró a Rossetti y se encogió de hombros.
—Te apuesto cien dólares a que está ahí adentro.
—Bueno, vamos —dijo su compañero. Harry dio la señal. Sonaron los disparos, destrozando las ventanas del piso alto. Nada sucedió. Harry hizo volar de un disparo la cerradura de la puerta, pero aun así no pudo abrirla.
—El condenado ha puesto tantos cerrojos que esto parece una fortaleza —murmuró Rossetti, forcejeando.
Corrieron hacia un costado, siempre pegados a la pared. Rossetti rompió una ventana y se aplastó contra el muro, alerta. El silencio era tan absoluto que Harry oía su propia sangre latiendo en sus oídos. Después de retirar precipitadamente los trozos de cristal, entraron cruzando sobre el alféizar.
Los reflectores iluminaron la cocina con un fulgor irreal. El frigorífico estaba abierto; en la encimera había una botella de vodka casi vacía. La sangre que manchaba los azulejos blancos era visible desde lejos. Con la vista clavada en el suelo, Harry siguió el rastro, que cruzaba la puerta hacia el vestíbulo, e hizo una señal a Rossetti.
El equipo especial entró calladamente, apretándose contra la pared. Tres de sus miembros echaron una rodilla en tierra, con las armas apuntadas a la zona oscura de arriba, al tope de la escalera.
Harry apretó la boca en un gesto decidido al recordar las últimas palabras de Summer Young. Lo enfermaba recordar en qué estado habían encontrado a Suzie Walker. Y al doctor Blake destrozándola otra vez en la mesa de autopsias, canturreando. Pensó en lo que había sufrido Mal por su culpa.
Subió de prisa los peldaños, seguido por Rossetti. Al llegar arriba giraron en redondo, alertas. El vestíbulo superior estaba desierto, con todas las puertas cerradas y en completa oscuridad. Rossetti le dio un codazo, señalando con los ojos un débil resplandor verdoso que se filtraba por debajo de una puerta.
Se oía un leve gorgoteo. «Como el de una piscina», pensó Harry, intrigado. Mostró el pulgar en alto al equipo especial, que se lanzó escalera arriba. Él abrió la puerta de par en par y cargó junto con Rossetti, con las armas prestas.
Harry levantó la mano para detener a los hombres. Blake yacía en un charco de su propia sangre, con los ojos abiertos. No hacía falta ser un genio para saber que había muerto.
—Qué mierda... —exclamó Rossetti, estupefacto.
Harry apartó los ojos del cadáver tendido en el suelo y se encontró con la mujer mutilada que giraba lentamente en el acuario. Ésa era, sin duda, la enfermedad que William Ethan Blake había escondido en su alma.
—¡Cristo! —exclamó Rossetti, estremecido—. Esto parece una película de horror.
Los policías, agolpados en el vano de la puerta, observaban atónitos aquella escena espeluznante.
—Bueno, muchachos —dijo Harry—, se acabó.
De pronto se sentía vacío de toda emoción. No lograba comprender que un hombre pudiera hacer semejante cosa, vivir tantos años con esa desolación y esa malignidad.
—Dejad pasar al forense —ordenó, mientras un médico se abría paso entre los policías—. Y volvemos a lo de costumbre.
Se iniciaba la rutina familiar: el fotógrafo, el médico forense, el laboratorio criminológico. Así era la vida del policía.
—Tendrás que disculparme —dijo a Rossetti, súbitamente formal—. Quiero ver a Mal. Si el jefe pregunta por mí, dile que he salido por asuntos personales.
En ese momento le importaba un bledo lo que pensara el jefe. Después de ver lo que Blake había sido capaz de hacer, necesitaba verificar con sus propios ojos que Mal estuviera sana y salva.
Rossetti comprendió que su compañero estaba tan asqueado como él.
—Summer Young tenía razón —le dijo—. Era el peor de los cerdos. Pero las chicas ya pueden descansar en paz, Profe.
Y se persignó, pidiendo a Dios que fuera verdad.