Capítulo 35
A la mañana siguiente Mal despertó antes que Harry. Eran apenas las cinco y aún estaba oscuro. Él estaba de espaldas, despatarrado, con un brazo extendido y el otro curvado sobre ella, que lo tenía inmovilizado con una pierna. El leve resplandor de la ventana permitía ver el contorno de su cuerpo delgado y musculoso, su rostro dormido, con la boca entreabierta. Respiraba con suavidad; los ojos, firmemente cerrados, le daban un aire juvenil e inocente.
Ella se estiró contra su cuerpo, deslizando los dedos por el pecho y el vientre plano. El vello oscuro se rizó bajo sus yemas. Sonrió al ver que él se estremecía y apoyó una mano en su miembro que respondió en seguida. Le pasó la lengua por los labios; luego besó su boca abierta: con levedad al principio, con apetito después, cuando él la estrechó contra sí.
Después de un minuto levantó la cabeza; él no había abierto los ojos. Se deslizó entre sus brazos camino abajo, saboreándolo, haciéndole el amor. Harry gimió:
—Espera, Mal, espera, nena, por favor...
Antes de que fuera demasiado tarde, se incorporó para encerrarle la cara entre las manos, mirándola al fondo de los ojos.
—Necesito hacerte el amor —susurró. La sentó sobre sus piernas y le besó los pechos, rodeándole los pezones con la lengua hasta hacerla temblar de placer. La ceñía con los brazos como si no estuviera dispuesto a soltarla jamás. Luego le hizo el amor, lenta y magníficamente.
Mal se quedó escuchando ese corazón que latía contra el suyo, sintiendo el sudor mezclado que se enfriaba en los cuerpos acalorados. Aún tenía su sabor en la boca, en la nariz el olor del sexo. Era como si lo hubiera absorbido por los poros y ahora flotara en un espacio plateado, que les pertenecía con exclusividad. Harry le deslizó las manos por la espalda, palpando los pequeños bultos de la columna, maravillado por la delicadeza de ese cuerpo, sus deliciosas curvas, su dulce perfume.
—Dime, Malone, ¿estamos en el paraíso? —susurró, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
Ella le rodeó el cuello con un brazo. Quería retenerlo allí eternamente.
—Nunca me he acercado tanto a él, detective —murmuró, feliz, todavía en ese espacio donde el aire mismo parecía cargado de pequeñas corrientes eléctricas.
La habitación comenzaba a delinearse; la luz del amanecer se filtraba a través de las cortinas de seda color crema. Harry murmuró, asombrado:
—Parece que el mundo se ha convertido en plata mientras dormíamos.
Ella abrió los ojos para echar una mirada. Luego sonrió.
—Yo pensaba que eras sólo tú —murmuró, volviendo a descansar la cabeza en el hueco de su cuello—. ¿Te das cuenta de que hemos dormido juntos? Como es debido. En una cama de verdad y no en la alfombra.
—Lo de la cama lo he notado, pero no recuerdo haber dormido mucho.
Se tendió de espaldas y ella se acomodó en el abrazo, todavía entrelazada con él. Era seda, terciopelo y perfume, mujer de pies a cabeza. Harry echó un vistazo al reloj. El indicador digital mostraba una cifra fatídica: tenía que ponerse en marcha si no quería perder el primer avión. La miró.
—Ya lo sé, ya lo sé —suspiró ella—. Debes irte —se sentó, sacando las largas piernas de la cama—. Esta vez no me he olvidado de comprar panecillos.
—¿Cómo sabías que iba a pasar la noche aquí?
—Por intuición, digamos.
Se puso de pie, desperezándose con un movimiento felino que renovó los deseos de Harry. La vio andar desnuda hasta el armario, con la gracia de una bailarina... hasta que ella, por volverse a mirarlo, se golpeó el pie con una silla. Asió el pie dolorido, saltando y quejándose, mientras Harry reía.
—No entiendo, Malone. Parece que eres propensa a los accidentes.
Se levantó para ir al cuarto de baño; en el camino le dio un beso en la cabeza. Ella lo siguió con una mirada fulminante.
—¡Cretino insensible! —y de inmediato soltó la risa.
El agua de la ducha ya estaba corriendo. Vestida con un pantalón corto y una camiseta gris, se dirigió a la cocina.
La comida de la noche aún estaba en la mesa, salvo el pan con mantequilla, que habían comido entre arrebatos de amor, y el vino que les había servido como combustible durante la noche.
Puso a filtrar el café y cortó unos panecillos para tostar. Luego sacó queso cremoso, mermelada de fresas, leche descremada y un pote de azúcar morena, que dejó en la encimera junto con unos jarros floreados.
El agua había dejado de correr. Preparó la tostadora y se quedó esperando, sonriente, hasta que él entró ya vestido.
Primero la miró a ella; luego observó las velas consumidas y los restos abandonados en la mesa; por fin, los panecillos tostados que esperaban en la encimera.
—Haces milagros —dijo, riendo—. Me doy una ducha y ¡abracadabra! El desayuno está preparado.
—No se aficione demasiado, detective. Esta mañana estoy portándome muy bien, pero eso es todo —sonrió de oreja a oreja—. Siempre servimos mucha comida, pero, ¿has notado que nunca llegamos a comerla?
—Lo he notado. Y estoy hambriento.
—Hay pasta fría en abundancia. Y ensalada.
—Lo lamento, Mal. Era una comida estupenda, la mejor que recuerdo haber probado en mucho tiempo. Pero lo otro tenía prioridad.
—No lo he olvidado —aseguró ella, en voz baja, mientras untaba un panecillo con queso cremoso—. ¿Mermelada de fresas?
—¿En el panecillo? —se extrañó él, dilatando los ojos.
—¿Por qué? —preguntó ella, intranquila—. ¿Qué sueles ponerle?
—Bueno... salmón, salame, atún...
—La mermelada no tiene grasa. —Mallory, con firmeza, le puso el panecillo en la mano.
—Sí, señorita Malone. —Harry le dio un mordisco y puso cara de entusiasmo, haciéndola reír—. Apenas tengo tiempo —bebió el café a grandes tragos... solo; ella había recordado que le gustaba así.
Mal se apoyó en la encimera, cruzada de brazos.
—Tienes que darme todo lo que puedas sobre el caso —dijo, súbitamente seria.
—En cuanto llegue a Boston —prometió él.
—Los detalles de cada asesinato. Más aún: detalles sobre las chicas. Quiénes eran, qué hacían. Y sobre las familias. Quiero concentrarme en las familias. Los que miran televisión después de cenar, en una casa limpia y cómoda, sabiendo que tienen la hija sana y salva a su lado, deben comprender que a ella también podría haberle tocado.
Comenzó a pasearse, absorta en la planificación del programa. Harry notó que estaba dedicada de lleno a eso y se sintió agradecido.
Al acabar su café recogió la chaqueta.
—Lo siento, Mal. Llevo prisa.
Ella regresó de donde estaba, con un suspiro.
—Está bien.
—No, no está bien, pero no hay remedio —se puso la chaqueta y la tomó de la mano, sonriente—. ¿Nadie te ha dicho que eres adorable?
Ella asintió.
—Sí, alguien me lo ha dicho.
—Aunque seas malvada —concluyó él, riendo. Luego la besó en la boca y se fue de prisa.
Mal oyó el pirig del ascensor al llegar. Las puertas se abrieron y volvieron a cerrarse, apartándolo de ella. Se llevó un dedo a los labios, en los que aún sentía el beso. Harry volvería. Estaba segura.
Los asesinatos en serie de Boston estaban teniendo mucha cobertura. Con un cuarto homicidio entre las manos, el periodismo nacional lo aprovechaba a fondo. Las palabras del jefe de policía y el alcalde aparecieron en todos los informativos de la red, junto con el funeral de la enfermera Suzie Walker; los periódicos sensacionalistas añadían detalles gráficos de las puñaladas y truculentas representaciones de las supuestas escenas de los crímenes.
«No había sucedido nada como esto desde que el Estrangulador de Boston puso a todas las mujeres de la ciudad en estado de pánico. Y en un municipio donde hay muchas universidades, con una alta proporción de mujeres jóvenes en su población, la mayoría vuelve a vivir con miedo», se comentaba en los informativos.
Llegó el jueves por la mañana; todo estaba listo para grabar el programa y Mal tenía toda la información necesaria. Sus investigadores y asistentes habían estado trabajando tiempo extra; la policía de Boston estuvo muy dispuesta a colaborar y el alcalde la llamó para darle personalmente las gracias.
—No me agradezca nada todavía, señor —respondió ella, secamente—. Espere a ver el programa. Después, si tiene algo que agradecer, dígaselo al detective Harry Jordan, porque yo no habría aceptado esto a no ser por su insistencia.
Mientras se preparaba para grabar, trató de no pensar en sus propios miedos y en sus malos presagios. Estaba totalmente concentrada. Se dejó maquillar en silencio, perdida en sus pensamientos. Mientras le secaban el pelo repasó sus notas.
Cuando bajó al plato todo estaba listo. Vio a Harry entre las sombras, detrás de las cámaras, pero ya no pensaba en él. Toda su energía, toda la fuerza de su personalidad se canalizaba hacia lo que debía decir a esas familias de todo Estados Unidos.
Ocupó su lugar en el pequeño sofá de respaldo recto, que no estaba diseñado para la relajación, y puso sus notas en la mesita de café, junto al florero lleno de rosas claras. Esa noche, contra su costumbre, vestía de negro: un sencillo vestido de mangas largas, con escote en V, medias negras y zapatos de gamuza. Las únicas joyas eran un par de pequeños pendientes de perlas. Parecía estar de luto.
—¿Lista, Mal? —preguntó el director.
Ella hizo un gesto afirmativo y el hombre hizo una señal a las cámaras.
Lo habían ensayado previamente, pero dejando afuera la emoción. Ahora desbordaba; era visible en sus ojos, en la tensión de su cuerpo; se la oía en el tono suave de su voz.
—Esta noche voy a pediros que sufran conmigo y con cuatro familias, cada una de las cuales ha perdido a una irreemplazable hija. Sé que algunos de vosotros habéis padecido también esa pérdida terrible. Vosotros sabéis lo que se siente. Otros tenéis ahora a vuestras hijas en casa, durmiendo sanas y salvas. O tal vez haciendo su tarea, protestando porque no quieren acostarse.
»Los padres recordaréis cuando las tuvisteis en brazos, recién nacidas, tan pequeñas: vuestras niñas. Lo que sentisteis en ese momento. Apuesto a que jurasteis amarlas siempre, guiarlas y protegerlas.
»Eso mismo sintió el padre de Suzie Walker. El de Summer Young. El de Rachel Kleinfeld. Y el de Mary jane Latimer.
»Veamos a estas familias, ¿queréis? Podemos comenzar con Suzie.
Comenzó a pasar una filmación casera: el primer cumpleaños de Suzie Walker. Terry, la hermana de tres años, apagó las velas por ella. La bebé la miró con ojos grandes; luego hizo unos pucheros y se echó a llorar. «Creo que quería apagar las velas ella misma», se oyó la voz riente de la señora Walker.
Había más: instantáneas de Suzie en sus primeros pasos; en el zoológico, de la mano de su padre. Suzie con el hueco de los dientes caídos. Adolescente desgarbada, bonita y satisfecha de su vaporoso vestido azul, con su pareja en el baile de graduación. Durmiendo acurrucada en el sofá, con un libro de texto abierto a su lado.
—Quiero agradecer al matrimonio Walker por la generosidad con que han compartido los recuerdos de su encantadora hija —dijo Mal con suavidad—. Y también por permitirnos mostrar las fotos que siguen.
Siguió un montaje del exterior de la casa, rodeado de cinta amarilla; los corpulentos agentes que custodiaban la puerta, los patrulleros; luego, la camilla con el cadáver en su bolsa negra, subido de prisa a la ambulancia. Por fin, el funeral, los padres afligidos, los hermanos llorosos.
—Una sencilla familia norteamericana, buena como el pan, se podría decir. Tan normal como la vuestra y no muy diferente de cualquier otra familia. Pero el matrimonio Walker ya no tiene a su hija. Vosotros sí, padres de Estados Unidos.
»Ya no tienen a su hija menor y no podrán verla progresar en la carrera que eligió... y era una buena enfermera, abnegada y responsable. No podrán verla casada y con hijos, sus nietos. Si han perdido la alegría, si su vida está devastada, es por culpa de este hombre. Señoras y señores padres: echad una buena mirada.
El retrato robot llenó la pantalla; durante algunos segundos se hizo el silencio. Luego la voz en de Mal dijo:
—Este hombre, este asesino, fue visto por tres testigos. Todos coinciden en su descripción. De raza blanca, de unos cincuenta años, bajo y fornido, de una estatura aproximada de un metro setenta. Abundante pelo oscuro; la policía sabe ahora que es gris, aunque lo tiñe de negro. Ojos oscuros, fijos y apasionados. Conducía un vehículo utilitario oscuro, posiblemente un jeep Cherokee o una furgoneta familiar.
La voz de Mal no temblaba al hablar del criminal. Miraba directamente a la cámara, pensando sólo en las víctimas y en el hombre al que debían atrapar.
—Os lo pido yo. Os lo pide la familia Walker. Por favor, si creéis conocer a este hombre, si os parece haberlo visto, poneos en contacto con el Departamento de Policía de Boston llamando a este número especial de emergencia. La llamada será gratuita y las líneas están abiertas desde ahora.
La cámara volvió a enfocar su cara.
—Y ahora, me gustaría presentaros a Gemma y Gareth Young, los padres de Summer Young.
La cámara planeó hacía el costado para tomar a Gemma y a Gareth, sentados en el sofá, tomados de la mano, pálidos, pero compuestos, ella les agradeció su presencia en el programa, diciendo que comprendía lo difícil del momento y que admiraba su valor. Y luego les hizo hablar de su hija.
De pie entre las sombras, detrás de las cámaras, Harry se preguntó cómo habría logrado que los padres se presentaran en el programa. Al ver cómo los trataba, comprendió que debía de haberles pedido ayuda personalmente, comprometiéndose a hacer todo lo que pudiera, a través de su programa, para atrapar al hombre que había asesinado a su hija.
Admiró la habilidad con que los guiaba entre los recuerdos.
—Era hija única; nació en el verano de nuestra vida —dijeron ellos, sonriendo—. E iba a alegrarnos el corazón en nuestro invierno.
Mal alargó el brazo para tocar esas manos fuertemente entrelazadas y les dio las gracias, con los ojos brillantes de lágrimas contenidas.
El hombre bebía su vodka puro, sentado frente al televisor, con los ojos clavados en la cara de Mallory Malone. Apretó con fuerza la fina copa de cristal, en tanto ella pasaba a la historia de Rachel Kleinfeld. Ahora aparecía la hermana gemela de Rachel.
Luego volvió a mostrar su retrato. Y a hablar de él. Y repitió ante todos lo que él había hecho.
Después, Mary Jane Latimer, la bebé más bonita de todas, apareció retozando entre las olas en una playa y apagando las velas. Sus padres no habían podido presentarse para hablar de ella, aunque habían ido los abuelos; con voz suave y actitud digna, dijeron que ella era un tesoro, una alegría para ellos.
—Claro que todos pensamos lo mismo de nuestros pequeños, ¿verdad? —comentó la abuela, melancólica.
—¡No! —aulló él, de súbito—. ¡Todos no, vieja bruja!
Y arrojó el vodka a la pantalla.
Pero era su propia cara la que estaba de nuevo en la pantalla, y el vodka chorreó por su propio pelo, por sus propios ojos. Apretó con tanta fuerza la copa de cristal que la hizo trizas.
Se repitió la descripción del asesino; se dio, una vez más, el número telefónico de emergencia. Mal dijo:
—Por favor, si creéis conocer a este hombre, si tenéis alguna información, cualquiera sea, os suplico que llaméis a este número. O simplemente, comunicaos con el departamento de policía de vuestra zona.
Después de agradecer a los familiares la ayuda prestada, dijo que ellos necesitaban con urgencia ver detenido a ese hombre, para que no pudiera matar otra vez. Eso, dijo, los había hecho apartar su íntimo dolor para descubrir el alma ante sus compatriotas.
—Cuando llegue el momento —dijo Mal—, quieren que sus hijas sean recordadas como personas vivas, no como meras víctimas. Porque la condición de víctimas las ata al asesino. Él las convirtió en tales, pero en verdad eran tres jóvenes encantadoras, en la flor de la vida. No olvidemos eso cuando llegue el momento de condenar a este hombre terrible. Recordemos que ellas no son víctimas: todas son hijas nuestras.
A través de la cámara, Mal miró directamente a los ojos de sus televidentes, con el alma reflejada en los suyos.
—Cuidad a vuestras hijas, padres —dijo en voz baja, profundamente conmovida—. Las jóvenes que salís a la calle, estad en guardia. No volveréis a estar seguras mientras este hombre no esté entre rejas.
Luego, su cara fue reemplazada por las manos de Gemma y Gareth Young, fuertemente entrelazadas. También esa imagen se esfumó, en tanto pasaban los títulos finales.
—¡Puta mentirosa! —rugió él, levantándose de un salto—. ¡Puerca mentirosa! ¡No eres nadie! ¡Soy yo quien decide quién vive y quién muere, no tú!
Temblaba de ira; tenía la cara abotagada y purpúrea. Dio un paso adelante y pisó el vidrio roto. Miró hacia abajo. Había sangre en la alfombra. Retrocedió bruscamente otra vez, espantado, mirándose la mano herida y los restos de la copa.
Ni siquiera tenía conciencia de haberla roto. Entonces se echó atrás, a tropezones, con un grito de pánico. Había sangre en su alfombra, sangre suya...
Corrió a la cocina para poner la mano bajo el chorro de agua fría. La observó, tembloroso... Luego sacó de un cajón un par de pinzas para retirar las astillas de cristal y volvió a examinar la herida. No era profunda; no había necesidad de sutura. La envolvió con gasa, sin preocuparse por una posible infección; sabía que el vodka actuaría como antiséptico.
Quitamanchas en mano, volvió a la sala y se arrodilló para frotar la mancha. Cuanto más frotaba, más empeoraba la cosa. Por fin se levantó, derrotado. No podía vivir así, no lo soportaba. Si no podía sacar la mancha, tendría que cambiar toda la alfombra.
De pie, bamboleándose apenas, miró la pantalla del televisor. Estaban pasando el informativo; se encontró mirando otra vez sus propios ojos. Hablaban nuevamente de él, de lo que había hecho. Otra vez.
Claro que el retrato robot no se le parecía en absoluto, salvo en vagos detalles como el peso y la estatura.
Había tenido razón al pensar que convertiría en estrella a Suzie Walker. A todas sus chicas les había dado sus quince minutos de fama. Si no había arrestos ni otros asesinatos, el periodismo abandonaría muy pronto el tema. Estaba seguro; siempre era así.
Lo de Mallory Malone era otra cosa. Ella nunca abandonaba un tema. Tendría que hacer algo con ella.
Después de apagar el televisor y las luces, subió pesadamente la escalera. Necesitaba pensar en todo eso. Necesitaba consejo.
En lo alto de la escalera sacó la llave que pendía de su cadena de plata, bajo la camisa, y abrió la puerta del cuarto especial.