Capítulo 25
Suzie entró en el cuarto de baño, quitándose los zapatos mientras caminaba. Se lavó los dientes y la cara. Luego se puso el paño frío sobre la frente palpitante; esto la calmaba. Decidió ponerse hielo.
Volvió lentamente a la cocina, descalza, y abrió el frigorífico. Era un modelo viejo, sin heladora automática, y la cubitera estaba vacía. Suspiró; seguramente se había olvidado de rellenarla.
Entonces recordó que tenía una bolsa con dos kilos de guisantes congelados, comprada dos meses antes para aliviar un tobillo con esguince. Daba tan buen resultado como una bolsa para hielo de las más caras, pues era flexible. Podía envolverla en una funda y ponérsela en la cabeza.
Con la bolsa de guisantes en la mano, entró en el dormitorio. Las píldoras acentuaban su sensación de mareo. El cabo de enfermeros le había dicho que le darían sueño: «Lo más probable es que te pases la mayor parte del día durmiendo». Mejor así; mientras durmiera no vería esas luces deslumbrantes frente a los ojos; Y era de esperar que se fuera ese dolor triturante.
Pero si se quedaba dormida no podría encontrarse con su hermana. Echó una mirada vacilante al reloj. Era muy tarde, pero Terry estaría aún paseando con su novio. Decidió llamar y dejarle un mensaje en el contestador automático.
Dejando la bolsa de guisantes, comenzó a desabotonarse la bata blanca. El gato corrió hacia ella y subió de un salto a la cama. Luego se agazapó, moviendo la cola sin dejar de mirarla.
—¿Qué te pasa, Quentin? —preguntó ella, sorprendida—. Acomódate, ¿quieres?
Se quitó la bata y el sujetador. Luego, sentándose en la cama, rotó lentamente el cuello, en un intento por aliviar el dolor. Por fin, ya cansada, marcó el número de Terry y aguardó con paciencia que el contestador se pusiera en funcionamiento.
Él salió del armario. La chica estaba de espaldas a él. Se acercó de puntillas.
—Hola, Terry, soy yo —dijo ella al aparato—. No me siento muy bien; otra vez la migraña. En el hospital me dieron unas píldoras que me harán dormir, así que no creo que pueda verte mañana... Bueno, hoy, en realidad...
El gato se puso rígido, mirando asustado más allá de su hombro, con el lomo erizado; sus ojos parecían brasas rojas a la luz de la lámpara.
—¿Qué te ha dado, Quentin? —Suzie giró para ver qué miraba el animal. A veces los gatos se asustan por nada—. Oh, Dios mío —dijo, en un susurro estrangulado—. ¿Qué hace aquí? ¿Qué...?
De un manotazo, él tiró el teléfono al suelo y la sujetó. Con un grito aterrado, Suzie se escabulló entre sus brazos y echó a correr. El hombre se lanzó tras ella y la sujetó por una pierna, arrojándola al suelo.
Suzie gritó, gritó y gritó.
Él, sentado en el suelo, aferró su densa cabellera roja para arrastrarla cruelmente hacia él, hasta que la cabeza de la chica quedó junto a su entrepierna. Estaba tendida de espaldas entre sus muslos, indefensa. Había perdido el color y tenía los ojos tenebrosos de espanto.
El hombre se envolvió la mano en su cabellera, tirando más y más, hasta que ella gimió de dolor. De pronto rompió a gritar otra vez: un alarido agudo, gemebundo. Él apoyó la punta del cuchillo sobre el cuello de Suzie.
—Si gritas, te mato —susurró.
Suzie calló y quedó inmóvil. El hombre se estremeció de alivio. Una vez más tenía la situación controlada.
En la casa vecina, Alec Klosowski volvía de su trabajo en el bar. Cuando estaba poniendo la llave en la cerradura, oyó un ruido y se volvió para escuchar. Habría jurado que era un alarido... y que llegaba de la casa vecina.
Notó, sorprendido, que el coche de Suzie estaba allí. ¿No le tocaba trabajar de noche? Además, había luz en la cocina. Probablemente había vuelto temprano y el grito era sólo un maullido del gato. Había muchos gatos de albañal en el vecindario y a menudo armaban bulla por la noche. Suzie había adoptado a uno, aunque decía que aún se portaba como un gato callejero.
Abrió la puerta para entrar. Había sido una noche larga.
Suzie había caído sobre la bolsa de guisantes; su frío le estaba congelando la espalda. Cambió apenas de posición. Él le apretó la punta del cuchillo en el cuello, haciendo correr un hilillo de sangre hasta sus pechos. Lo miró fijamente, enmudecida por el terror. Estaba loco; se le veía en los ojos. Se dio cuenta de que debía hacer algo, pero no se atrevió a gritar. Temblaba violentamente; supo que estaba en shock y que no tardaría en perder la conciencia. Ésa era su última oportunidad. Deslizó la mano derecha debajo de su cuerpo y, arqueando apenas la espalda, sujetó la bolsa de guisantes.
El hombre tenía los ojos cerrados; estaba pensando su próximo paso, disfrutando como siempre de ese momento definitivo de poder. Aunque las cosas no sucedieran exactamente como él las había planeado, Suzie Walker era suya.
La chica asió la bolsa, su única arma. Si lograba distraerlo, aunque sólo fuera un momento, podría correr a la calle y gritar pidiendo ayuda. Alguien acudiría a salvarla.
Ahora o nunca: incorporándose bruscamente, le arrojó la bolsa a la cara. El plástico se abrió por la fuerza del golpe y los guisantes repiquetearon por el suelo.
Él dejó escapar un rugido, llevándose automáticamente las manos a los ojos. Suzie estaba ya de pie, pisando guisantes. La puerta de calle nunca le había parecido tan lejana...
Oyó que él gritaba. Le faltaban sólo tres pasos... Oh, Dios, no lograba quitar el cerrojo.
El hombre la sujetó desde atrás, tirando de su cabeza hacia abajo. Suzie clavó en el asesino los ojos negros de horror.
—No —imploró—. No, por favor.
Luego él levantó el brazo y le cruzó velozmente el cuello con su cuchillo.
De ella brotó un grito borboteante. Él la soltó precipitadamente al ver el chorro de sangre. Sin dejar de hacer ese ruido terrible, como de arcadas, la chica caminó hacia el dormitorio, tambaleándose. Al llegar a la puerta se aferró de ella pero cayó de rodillas; sus manos ensangrentadas dejaron un rastro rojo. El hombre la observó un momento. Luego se plantó junto a ella.
Suzie ya no podía levantar la cabeza. Arrodillada en el suelo, clavó una mirada vacía en los zapatos del asesino. Estaba ahogándose en su propia sangre y jamás podría levantarse otra vez. Fue cayendo lentamente, hasta que su cabeza se posó sobre los zapatos negros Gucci.
Él la miraba con frialdad. Por fin estaba inmóvil. Pero lo había visto. Tenía que asegurarse.
Asió un mechón de pelo para levantarle la cabeza y le cortó la carótida. Para mayor seguridad. Luego la dejó caer nuevamente y se irguió, respirando con pesadez. La chica estaba desnuda, salvo las bragas pero no se sentía excitado. Ese no era su modo de hacer las cosas.
Miró hacia abajo y vio sangre en su camisa, en los pantalones, en los zapatos. Estaba cubierto de sangre.
El pánico le hizo temblar violentamente. De pronto era como si sufriera las etapas finales de la malaria: sudaba y se estremecía. Todo había sido por su culpa. Ella había hecho mal en volver a casa cuando no debía. Si hubiera mantenido su conducta habitual las cosas habrían sido exactas, limpias y satisfactorias. Él lo tenía todo planeado.
Enloquecido de ira, se dejó caer de rodillas para apuñalarla. La tajeó una y otra vez.
—Puta —tartamudeó, mientras las lágrimas corrían por su cara—, sucia, cerda, mala puta...
Pasó en un minuto. Ya dominado, se levantó y retrocedió un paso para contemplar su obra. Luego se miró las manos ensangrentadas. Aún llevaba puestos los finos guantes de goma. Había actuado con astucia, después de todo.
Entró en el cuarto de baño para lavar los guantes. Después de secarlos, quitó la sangre de la ropa con la toalla mojada, limpió el puñal y lo guardó en su bolsillo.
Apagó la luz del cuarto de baño; luego, la del dormitorio. Echó una última mirada a Suzie, tendida en el hueco de la puerta. Luego pasó por sobre su cadáver para ir a la cocina. Con la luz encendida, echó un vistazo nervioso por la ventana hacia la calle. Estaba desierta. Los guisantes congelados crujieron bajo sus pies, camino hacia la puerta principal.
El gato aterrorizado huyó de su escondite, bajo la mesa del vestíbulo, e hizo tropezar al hombre, quien lo maldijo. El puñal escapó de su bolsillo y cayó al suelo, en tanto él, sin darse cuenta, abría la puerta de calle.
La cerró suavemente detrás de sí, escuchando el chasquido de la cerradura. Después de echar sendos vistazos a derecha e izquierda, cruzó precipitadamente la calle hacia la sombra de los autos aparcados.
Alex Klosowski lo vio al abrir la ventana de su dormitorio y sonrió. «Así que era por eso que Suzie volvía temprano», pensó mientras se metía en la cama, bostezando. Oyó el ruido del motor al ponerse en marcha; luego el coche pasó frente a su casa. Pero por entonces él estaba casi dormido.
—He echado de menos a Squeeze —comentó Mal, acurrucándose en el asiento de cuero crudo, mientras Harry conducía por la calle casi desierta rumbo al Ritz.
Él meneó la cabeza, incrédulo.
—¡Pero si apenas lo conoces!
—A ti no te conozco mucho más.
—Pero seguramente me conoces mejor que yo a ti.
Ella le echó una mirada cautelosa.
—¿Volvemos a las andadas?
Harry se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Bueno, prometo que este fin de semana te contaré toda mi historia. No tiene nada de fascinante, pero supongo que en las montañas no hay mucho que hacer.
—Es un buen lugar para purificar el alma —como ella guardara silencio, añadió—: A cambio de tus confidencias te permitiré llevar a Squeeze a dar un largo paseo.
—Gracias.
—Hemos llegado, Cenicienta —detuvo el coche delante del hotel. Ella había insistido en regresar al Ritz antes del amanecer, aduciendo que no podía entrar a la hora del desayuno con ropa y maquillaje de noche, aunque todo hubiera sido inocente.
Mal sonrió. Luego se estiró para besarlo en la boca.
—Hasta mañana. Hasta luego.
—A las siete —dijo él.
—Casi no vale la pena acostarse.
—Sola no, por cierto... y en el Ritz.
Ella reía mientras se alejaba hacia la entrada del hotel, con ese tentador movimiento de crema sobre melocotones. Harry llevaría ese recuerdo hasta sus sueños.
El hombre se obligó a conducir lentamente el Volvo. No podía correr el riesgo de que la policía lo detuviera en ese estado.
El trayecto hasta su casa parecía durar una eternidad. Ni siquiera puso la música clásica que habitualmente disfrutaba al regresar de sus cacerías; saciado y feliz. Las cosas nunca habían sucedido así, con tanto descontrol. Apenas podía concentrarse en el tránsito. Sabía que, si lo detenían, estaba perdido.
Con un suspiro de alivio, viró finalmente hacia su calle y entró en su casa. Las puertas de la cochera se cerraron tras él.
Después de apagar el motor, cayó sin fuerzas contra el volante. Estaba temblando.
Se apeó del vehículo y caminó precipitadamente hacia la puerta, para retirar con manos entumecidas la batería de cerrojos y cerraduras. Por fin se encontró adentro. Durante un minuto permaneció recostado contra la pared, jadeando como si tuviera un ataque cardíaco. Luego subió dando tumbos la escalera hasta la puerta cerrada.
Tenía la llave especial colgada del cuello con una larga cadena de plata, escondida bajo la camisa para que nadie la viera. La buscó a tientas y sus dedos encontraron la sangre de Suzie; húmeda, picante, pegajosa. Entonces aporreó frenéticamente la puerta con los puños, gimiendo.
—Déjame entrar. Por favor, déjame entrar...
Se echó a llorar.
Después de arrancarse la camisa ensangrentada, se arrodilló frente a la cerradura, tratando de embocar la llave con las manos trémulas. Por fin la puerta se abrió de par en par. Se levantó trabajosamente, con la garganta desgarrada por los gemidos, y entró en la habitación, cerrando con un portazo.