Capítulo 19

A las siete de la mañana siguiente, Harry cruzó la plaza Louisburg, llevando la bicicleta a pulso. Squeeze trotaba a su lado, jadeante. Habían recorrido doce kilómetros, hasta el zoológico. A él le habría gustado seguir un poco más aún, pero no tenía tiempo, como de costumbre.

Dejó la bicicleta en el vestíbulo, y llenó un cuenco de agua para el perro, que lo bebió ruidosamente. Luego tomó el teléfono para llamar a Mal. No veía la hora de decirle que las redes nacionales se habían ocupado del caso. Pero atendió el contestador. Él frunció el entrecejo, desencantado.

—Soy yo —dijo de prisa—. Te llamo más tarde.

Luego se duchó, pasó una afeitadora eléctrica por su barba crecida, se vistió de prisa y llamó a Squeeze con un silbido. Estaba ya en el umbral cuando se acordó. Volvió rápidamente al baño para pasarse un peine por el pelo y segundos después estaba otra vez en la calle.

En Ruby se mezclaba la nicotina de la noche anterior con la correspondiente cuota de esa mañana. Tomó asiento en la barra y pidió café, dos huevos, jamón y patatas fritas a la francesa y un panecillo tostado. Se preguntó exactamente cuánto humo de segunda mano inhalaba cada día al desayunar. Y durante las meriendas ocasionales, la cerveza a la salida del trabajo y, en algunas oportunidades, también la cena. Luego se dijo que eso no venía al caso, pues no estaba dispuesto a renunciar a Ruby. No recordaba haber comido en todo el día anterior; estaba famélico.

Esa mañana Doris no estaba de turno, así que el perro se quedó sin su bocadillo. Escurriéndose entre el taburete y la barra, se echó para esperar.

Harry bebió el café a grandes tragos y pidió otro. Luego fue al teléfono público instalado cerca de la entrada. Quería hablar con Mal, pero otra vez atendió el contestador automático.

Sonrió; la voz de Mal sonaba como si se muriera por un llamado: «Déjame un mensaje, por favor, aunque sea pequeñito». Era terriblemente insegura, aunque nadie pudiera creerlo. Era un secreto bien guardado, que había compartido con él y sólo con él.

—Son las siete y media, madrugadora —dijo—. Parece que te has escapado. Espero que hayas sobrevivido al minihuracán de ayer. Te llamaré más tarde a la oficina.

Mientras devoraba los huevos con patatas fritas se dijo que, si ella se decidía a revelarle el resto de sus secretos, tal vez fuera una mujer más feliz. Y él, por cierto, sería un hombre más dichoso.

Durante ese día llamó varias veces, siempre dejando mensajes. No pudo comunicarse con ella en la oficina; le dijeron que había salido. Y no, no sabían dónde encontrarla. Al anochecer volvió a atender el contestador.

—Escucha —dijo, exasperado—, eres demasiado difícil de encontrar. Ya no me quedan monedas para el teléfono público. Quería preguntarte por esa cita, ¿te acuerdas? La que teníamos pendiente. Sé que esto puede parecerte repentino, pero el viernes es el cumpleaños de mi madre y habrá fiesta. Tengo que ir, por supuesto, y me gustaría que me acompañaras. Es un poco prematuro para presentarte toda la familia, pero ya que conoces a mi perro, bien puedes ver al resto. Así lo sabrás todo sobre mí.

»Se me ocurrió que después podría llevarte a un pequeño club que conozco y a uno o dos lugares más. Y al día siguiente, si quieres, viajaremos a las montañas de Vermont. Allí tengo una cabaña. Podríamos hacer una buena caminata y quedarnos a pasar la noche. Sin compromisos. De veras —añadió con una sonrisa—. Llámeme, señorita Malone, por favor. Esta noche, después de las nueve, estaré en casa. Con un poco de suerte.

»A propósito, ¿viste el retrato robot en la cadena nacional? El cretino es un asesino en serie, ahora ya lo sabemos.

Ese día Harry recibió más noticias del laboratorio. El jersey era de marca escocesa, Pringle, y había sido vendido en Boston por Neiman-Marcus. Era una prenda negra de cuello alto, que costaba trescientos sesenta y cinco dólares. El artículo se había vendido bien; no fue necesario ofrecerla en rebajas. Por desgracia, hacía un par de años que la tienda no la reponía y no tenían registros de los posibles compradores.

—Decididamente, nuestro hombre tiene un buen pasar, Rossetti —comentó Harry esa noche, mientras tomaban una cerveza en el bar de la calle Charles.

En realidad, el que bebía cerveza era él. Rossetti había pedido un martini de vodka: batido y con una cebolla en vez de una oliva. Harry le echó una mirada de soslayo.

—¿Esta noche te sientes James Bond o algo así, Rossetti?

—Estás atrasado, Profe. En la actualidad la gente bien bebe martini. A las mujeres les gusta, ¿sabes? Dicen que tiene encanto.

—¿Y qué fue de la copa de vino blanco?

Su compañero se echó a reír.

—A eso me refiero. Estás atrasado. Ni siquiera llegaste a los margaritas. ¿Qué vas a ofrecerle a Malone si ella te acepta esa cita?

—Champán —dijo él—. Nos gusta a los dos.

Se preguntó si ella lo habría llamado y si estaban condenados a no comunicarse jamás. Él quería ir a casa temprano para acostarse, pero Rossetti estaba empeñado en presentarle a su nueva novia.

—Mi nueva mujer —especificó—. Y aquí está.

Después de enderezar el nudo de su corbata de seda amarilla, se alisó el pelo con las manos. La mujer que avanzaba hacia la barra era menuda, morena, muy joven y muy bonita. Rossetti la tomó posesivamente de la mano, depositó un beso en su boca y luego le pasó un brazo sobre los hombros para llevarla hacia adelante.

—Vanessa —dijo, con orgullo—, quiero presentarte a mi compañero de la policía. Se llama Harry; generalmente viene con un amigo inseparable al que conocemos por el nombre de Squeeze, pero aquí no se permiten perros. Además, Squeeze es demasiado fino para este tugurio.

Ella rió.

—¿Y yo?

—Tú eres demasiado fina para cualquier lugar que no sea el paraíso —respondió él, mirándola a los ojos con admiración.

—Encantada de conocerlo, Harry —dijo ella, ofreciéndole la mano—. Lamento lo de Squeeze.

Harry la encontró tan simpática como bonita.

—Vida de perros, sí —confirmó, tomándole la mano para acercarle los labios.

Rossetti emitió un silbido estupefacto.

—Eh, eh, el amante latino soy yo, ¿de acuerdo? Bueno, Vanessa, ¿qué quieres beber?

—Agua mineral con lima, por favor.

Rossetti enarcó una ceja, echando una mirada interrogante al martini. Ella aclaró:

—No estaría bien que sorprendieran a un policía haciendo beber alcohol a una menor.

Él se dio una palmada en la frente.

—¡Lo había olvidado! Mejor dicho, no lo sabía. ¿Cuánto hace que salimos?

—Dos semanas.

—¿Y qué edad tienes, exactamente?

—Cumplo veintiuno el mes próximo.

—Estupendo —dijo Rossetti, aliviado—. Daremos una fiesta. Y puedes invitar a Harry. No le vendría mal un poco de vida social.

Ella evaluó a Harry con una mirada.

—Me parece perfectamente capaz de llevar una vida social por su cuenta. Pero si hay fiesta, está invitado, por supuesto.

Harry terminó su cerveza.

—Gracias por la confianza, Vanessa. Bueno, los dejo para que discutan los detalles de la fiesta. Ha sido un gusto conocerte.

Les dio las buenas noches y echó a andar calle abajo, hacia donde había aparcado el Jaguar; ya veía a Squeeze asomando el hocico esperanzado por la ventanilla. Mientras lo llevaba a dar una rápida vuelta a la manzana vio el Volvo gris oscuro y reconoció de inmediato el número de licencia que había apuntado mentalmente en el aparcamiento del hospital. «Qué pequeño es Boston —pensó, mientras tomaba nota del restaurante frente al cual se encontraba—. En cualquier esquina te encuentras con un conocido».

Se detuvo en Au Bon Pain para comprar un bocadillo de pavo y queso suizo, recordando el que Mal había preparado aquella noche. Luego volvió velozmente a su casa para revisar el contestador automático. Estaba parpadeando. Oprimió con impaciencia el botón.

Sonrió cuando oyó la voz de Mal.

—Gracias por la invitación, detective —dijo, en un tono tan cortante como la escarcha en el cristal de una ventana—. Por desgracia, este fin de semana pienso estar sumamente ocupada. Una cosa más: el retrato que usted dejó en mi casa... ¿quería que apareciera en mi programa? Supongo que la cuestión ya no viene al caso, puesto que ha logrado cubrir todas las redes nacionales. Buen trabajo, detective. Eso demuestra que nunca está de más cubrir todos los frentes.

Él lanzó un gemido.

—Ay, Harry, mira lo que has hecho.

Volvió a escuchar el mensaje para asegurarse de haber oído bien. Sonaba aún más cortante que la primera vez.

Entonces marchó sobriamente a la cocina para servirse una liberal medida de whisky. Se paseó de un lado a otro, echándose un trago de vez en cuando, mientras se preguntaba cómo iba a salir de ésa.

—¿Qué diablos le pasa, Squeeze? —preguntó.

El perro lo miró, ansiosos los ojos azules.

—Está chiflada —resolvió él, recorriendo otra vez el perímetro de la cocina—. Majareta. Primero le pido ayuda y ella me rechaza sin explicaciones. Luego le pido una cita y actúa como si yo fuese un advenedizo impertinente, sólo por haber mencionado que me gustaría salir con ella.

Ardiendo de ira, tomó el teléfono para llamar al número particular de Mal.

—¿Hola? —dijo ella.

Después de pasar dos días en comunicación con el contestador automático, aquello lo dejó mudo de asombro.

—¿Hola?

—¿Qué diablos querías decir con ese mensaje? —aulló Harry—. Así que, por desgracia, este fin de semana piensas estar sumamente ocupada. ¿Qué significa eso, señorita Gran Estrella? ¿Que estás enfadada conmigo porque te dejé el retrato? Y en ese caso, ¿por qué no me lo dices directamente?

—¡Te lo estoy diciendo! —respondió con el mismo tono ella—. ¡En este mismo instante!

—¿Por qué no me dices qué pasa con ese condenado retrato? Desahógate, mujer.

Ella apretó el auricular con fuerza al responder entre dientes:

—No pasa nada. Y en todo caso, no es asunto tuyo.

Harry seguía paseándose, con el teléfono pegado a la oreja.

—Conque todo este follón es por nada, ¿eh? Bueno, ya estoy harto de tus nadas, Malone. Te pedí una cita y aceptaste. Te llamé... un poco tarde, lo admito, porque las circunstancias estaban contra mí, pero te llamé. Y te invité a pasar el fin de semana juntos. ¿Vendrás o no?

Mal estaba en su sillón favorito, frente al fuego. Miró el otro extremo de la mesa de café, el que Harry había ocupado la otra noche, y recordó lo agradable que había sido aquello.

—Sí —dijo, en voz baja.

—¿Sí qué? —Harry se pasó la mano por el pelo, ceñudo. No entendía si ella aceptaba o no su invitación.

—Sí, Harry, por favor.

Apartando el auricular, lo miró con fijeza. Luego, a Squeeze. No podía creer lo que estaba oyendo. «Está como una cabra decía yo», pensó. Luego le dijo:

—¿De veras? ¿Vendrás el viernes?

—Me gustaría ir, Harry —dijo ella, con voz débil—. Sé que debes creerme loca, pero había algo en ese retrato, en el hecho de que fuera un asesino en serie. No podía hacerlo. De cualquier modo, ya no me necesitas para eso.

—¿Eso es lo que pensaste? ¿Que te estaba utilizando?

—¿Y no es cierto?

—En un principio, tal vez. Pero después no. Ya no.

—Te creo —dijo Mal, sinceramente.

Harry dejó de pasearse y se desplomó sobre el sillón. Squeeze se echó a su lado, agradecido. La voz de Jordan sonaba otra vez sonriente.

—¿Por qué nos lo pasamos riñendo, Malone?

—Por tu culpa. Me irritas.

—Qué curioso, yo pensaba que era culpa tuya.

Mal se recostó en el sillón; la tensión empezaba a aflojar en la espalda y en el cuello.

—¿No crees que nos pasaremos el fin de semana peleando?

—Si puedo evitarlo, no. ¿Estás de acuerdo con el itinerario?

Ella lo pensó un minuto.

—¿Fiesta, clubes nocturnos, una casa en las montañas? Tal vez sea el fin de semana más movido que haya pasado en mucho tiempo —recogió las piernas desnudas bajo el cuerpo, acurrucándose en el sillón.

—Bueno, no nos hagamos demasiadas ilusiones. Las fiestas de mi madre son muy formales; vienen todos los viejos estirados de Nueva Inglaterra. Y los clubes nocturnos no son exactamente de buen tono; más bien, tugurios pintorescos. Y la casa de las montañas es sólo una cabaña de troncos. Te conviene traer pijamas abrigados y botas para caminar.

—Lo tendré en cuenta.

Harry vaciló, sin saber cómo expresarlo. No quería que Mal se sintiera obligada a nada sólo porque iban a pasar el fin de semana juntos. Aún había en ella un elemento desconocido que él no comprendía. Y no quería asustarla.

—Cuando dije “sin compromisos”, Mal, lo dije en serio. Sólo un fin de semana entre amigos.

—De acuerdo —pero era evidente que se estaba riendo—. A propósito, ¿a qué hora es la fiesta?

—A las ocho; cenaremos a las ocho y media. Y como dijo mi madre, eso significa a las ocho en punto, para cenar a las ocho y media en punto. Ella es muy puntual.

—Una mujer de las que me gustan.

—De las que me gustan a mí también, supongo, aunque no por la puntualidad.

—Estaré en el Ritz-Carlton. Nos veremos en el bar. Dime sólo a qué hora.

Cualquier idea loca de que ella quisiera compartir su cama desapareció de inmediato. Harry dijo, con un poco de pena:

—A las siete.

—Harry...

A su voz había vuelto el ronroneo. Él sonrió de oreja a oreja.

—¿Sí, Malone?

—No podré esperar.

Mal cortó, sonriente. Se había quitado un peso de encima. No era lo que ella había pensado hacer. En realidad, estaba muy decidida a no atender el teléfono. Pero de algún modo su mano se había estirado sola, sin que ella tuviera nada que ver. Y con unos cuantos gritos se había desahogado, por suerte.

Rió al recordar. Era famosa por su autodominio, pero Harry Jordan tenía la facultad de hacérselo perder. Era cierto: no podría esperar la hora de saber qué encerraba ese fin de semana.