Capítulo 12
Eran las ocho y media del lunes y las oficinas de Producciones Malmar, en la avenida Madison, estaban ya en plena actividad. Mal entró despreocupadamente, con calzas negras de ciclista, gorra negra y camiseta blanca, con un logotipo de Tucson en la pechera.
Beth Hardy, que estaba hablando por teléfono, movió la silla giratoria para mirarla de arriba abajo, con las cejas alzadas.
—¿Qué te ha sucedido? ¡Estás radiante!
Mal se echó a reír.
—Mil doscientas calorías diarias. Una caminata de seis kilómetros a las seis de la mañana, todos los días. Ejercicios de abdominales, glúteos y muslos a las nueve. A las once, unos ejercicios aeróbicos aterradores. A mediodía, un poco de elongación yoga... —hizo una pausa para adoptar una pose atlética— ...y tú también podrás estar así.
Beth suspiró melancólicamente, era menuda y rellena, de cabellera oscura y busto generoso.
—Aunque me mate de hambre y haga caminatas de veinte kilómetros, no hay modo de reducir estas tetas —dijo, lúgubre—. Qué me importa. Mientras la ropa me vaya bien...
—En general, las mujeres queremos quedar bien sin ropa.
—Bueno, yo no. Me conformo con ser una esposa tipo Vogue.
Mal se echó a reír.
—A tu esposo no le gustaría que cambiaras.
Beth volvió hacia arriba los expresivos ojos pardos.
—¡Oh, los maridos! —luego ella también rió—. Hay que conformarse con lo que Dios te da y sacarle el mayor provecho posible.
—Mientras tanto, estás estupenda. Me encanta ese traje. —Beth llevaba un conjunto de falda y chaqueta de color crema que realzaba sus curvas.
—Es de Calvin. Lo compré el año pasado en las rebajas. Hoy es nuestro aniversario de casados y Rob va a llevarme a celebrar: cena, champaña, todas esas cosas tan románticas. Su risa expresaba lo feliz que era.
—¿Cuántos años de casados llevan ya?
—Siete. Nos casamos en cuanto salimos de la universidad. Vamos a batir el récord.
—¡Qué suerte tienes! —Dijo Mal en voz baja, con sinceridad.
—He llamado a reunión para las nueve —dijo Beth—. Pero primero reuniré mis papeles para ponerte al día con respecto al programa del martes. Así podremos aprovechar la reunión para solucionar cualquier problema. Como ya sabes, tenemos los temas para las seis semanas próximas. Podemos repasarlos; los de investigación te pondrán al tanto de lo que puedan haber descubierto.
—De acuerdo —Mal giró hacia su propia oficina.
—Ah, a propósito... Llamó el detective Harry Jordan. Varias veces. Le dije que habías salido de vacaciones, pero me parece que no me creyó. Probablemente no cree que tengas derecho a vacaciones. Le dije que volverías hoy. Y también hice que los de Investigación averiguaran la historia de su vida. Tienes el informe en tu computadora.
Mal hizo una pausa, con la mano en la puerta de la oficina.
—¿Te dijo qué deseaba?
—Sí. Tu número de teléfono —Beth le echó una mirada curiosa—. ¿Y bien? ¿No me dirás qué pasó en Boston?
Mal le volvió las espaldas, encogiéndose de hombros.
—Una búsqueda sin sentido. Eso era todo. El detective Jordan no tiene material.
Beth la miró con aire especulativo.
—Conque es un asunto personal entre ese detective y tú, ¿no?
Mal asomó la cabeza por la puerta.
—Desde luego que no —dijo, indignada—. No tengo absolutamente nada que decir a ese hombre.
Su oficina era amplia y luminosa; las ventanas, desde el suelo al techo, brindaban una vista de pájaro del tránsito que corría por Madison. El escritorio italiano, de acero y palo de rosa, no tenía ningún papel a la vista, aunque eso cambiaría cuando llegara su personal para la reunión de las nueve. En un extremo de la habitación había una mesa ovalada de palo de rosa, con las sillas distribuidas alrededor y una bandeja con galletas de chocolate de bajas calorías.
Mal se sentó ante el escritorio, quitándose la gorra para deslizar los dedos por el pelo. Pensaba en Harry Jordan. Se había comportado como una estúpida al marcharse de ese modo; sin duda a él le había parecido extraño. Se sirvió un vaso de zumo de frutas. Jordan la había pillado desprevenida; eso era todo.
Cuando comenzaron a llegar los asistentes a la reunión, resolvió apartar de su mente ese episodio, junto con Harry Jordan. Después de todo, jamás volvería a verlo.
Estuvo muy ocupada durante todo el día. En la reunión revisó el guión para el programa del día siguiente e hizo varios cambios. Agregó un seguimiento del programa sobre el multimillonario, que había provocado sensación en el periodismo. Tenían imágenes nuevas de la grandiosa casa de campo y la infame escalera jacobina, más fotografías tomadas por algún paparazzi en las que se veía al viejo en su yate, zambulléndose desnudo en el mediterráneo, en compañía de tres chicas también desnudas.
Mal sonrió de oreja a oreja cuando oyó el comentario que hizo Beth al ver las fotografías:
—Menos mal que tiene dinero, porque con sus otros atributos no llegaría a ninguna parte.
Después de la reunión, Mal se puso un traje de pantalón gris claro para ir a comer con el presidente de la cadena en el Four Seasons, con quien analizó sus planes para el futuro.
—Si a ti te sirve, a nosotros también —le dijo él, entusiasmado con las mediciones de audiencia, sobre todo con las del programa anterior.
Al volver al estudio hubo otra reunión del personal de producción, que le llevó más tiempo de lo esperado. Después pasó una hora haciendo ejercicios en el gimnasio.
Cuando regresó a la oficina eran las seis y ya no había nadie, salvo Beth, que estaba pintándose los labios. Se perfumó y miró a Mal con una sonrisa, alisándose la falda.
—¿Qué tal estoy?
—Estupenda. Estás encantadora. Rob es un hombre de suerte.
—Eso es lo que le digo todas las mañanas, cuando despierta.
—¿Y él te lo dice todas las noches antes de dormir?
—Entre otras cosas —Beth guiñó un ojo, riendo—. Bueno, ¿necesitas algo más, antes de que me vaya?
Mal sacudió la cabeza, pero estaba melancólica. La secretaria vaciló.
—¿Qué planes tienes?
—Acabo de regresar. Supongo que me acostaré temprano para reponer fuerzas.
Las dos giraron la cabeza al unísono cuando sonó el teléfono. Mal clavó en el aparato una mirada furibunda.
—Vete —dijo a Beth—. Recuerda que estabas por salir.
—Nunca he podido resistirme a un teléfono que suena. Podría ser algo importante, vital, de vida o muerte —atendió—: Producciones Malmar.
—Hola, Beth —dijo Harry Jordan.
Las cejas de la joven treparon hasta la línea del pelo. «Harry Jordan», dijo sin voz, moviendo los labios. Mal sacudió negativamente la cabeza.
—Merece un sobresaliente por su persistencia, detective —dijo Beth, sonriendo.
—Gracias por la nota, pero lo que me gustaría es hablar con la señorita Malone.
—Eh... bueno, está... está ocupada —miró a Mal, que la alentaba con gestos afirmativos—. Me parece —añadió, dubitativa. Mal oyó resonar la risa del policía en el teléfono.
—Me alegro de saber que ya ha regresado. Dígale que la he echado de menos.
—Dice que te ha echado de menos —repitió Beth, cubriendo el micrófono con la mano.
Mal puso los ojos en blanco, suspirando.
—También puede decirle que estoy abajo, en el vestíbulo y que me encantaría verla.
Mal volvió a sacudir la cabeza.
—¿Por qué no? —susurró su secretaria.
Ella, ceñuda, se pasó un dedo por el cuello.
—Lo siento, detective, pero está demasiado fatigada. Como apenas hoy ha regresado al trabajo...
—Esperaré —dijo él, con firmeza.
Beth cortó, posando en Mal una mirada inquisitiva.
—¿Por qué no lo recibes? Después de todo, él está cumpliendo con su trabajo. ¿Qué te cuesta dedicarle unos minutos y permitirle que explique su caso? La verdad es que tiene una voz maravillosa. Sensual, diría yo.
Mal se dejó caer en el sillón y puso los pies sobre el escritorio, clavando en Beth una mirada flamígera.
—Es viejo, decrépito y feo. Y tú vas a llegar tarde —dijo con firmeza—. Anda, no hagas esperar a tu marido.
Beth suspiró. Para ser una gran celebridad de la televisión, su jefa parecía estar horriblemente sola.
Giró al oír la campanilla del ascensor. Se le ensancharon los ojos al ver el hombre que salía de él. Era alto, delgado, de pelo oscuro y barba de un día. Vestía una ruinosa chaqueta de cuero negro y unos tejanos gastados que parecía no haberse quitado para dormir. Transmitía confianza en sí mismo y era decididamente atractivo.
—El detective Jordan —adivinó, estrechando la mano que él le extendía—. ¿Cómo entró aquí?
Él la deslumbró con una sonrisa.
—Con una credencial de policía se puede entrar casi a cualquier parte, señora Hardy.
Mal observó, con voz glacial:
—Me asombra que no haya traído al perro.
Harry le echó una mirada serena, reparando en las largas piernas bronceadas por el sol de Arizona, la gorra de béisbol y las zapatillas, estaba bien así, informal y sin maquillaje.
—Squeeze no es muy afecto a volar. Y no creo que Nueva York se corresponda con su estilo.
—¿Y con el suyo sí, detective?
Beth los miraba alternativamente, con mucho interés.
—Me voy —murmuró, recogiendo su bolso—. Encantada de conocerlo, detective.
A espaldas de él enarcó las cejas en un gesto admirativo dedicado a Mal. «¡Qué hombre!», dijeron sus labios.
Y siguió riendo mientras esperaba el ascensor.
Como Mal no le ofrecía asiento, Harry se recostó contra la pared en actitud perezosa, con las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarla.
—Usted es demasiado insistente para ser un policía rico —comentó ella, gélida—. Debería saber aceptar las negativas. Sobre todo las de una dama.
—No suelo darme por vencido muy fácilmente, señorita Malone —dijo él, con una sonrisa en la voz—. En realidad, he venido para invitarla a cenar. Es una invitación personal. No tiene nada que ver con mi trabajo.
Ella le echó una mirada escéptica.
—Mis ojos azules le han llegado al corazón, ¿eh?
—Eso... y el hecho de que tratara bien a mi perro.
Ella se echó a reír.
—¿Me está ofreciendo algo como Ruby's?
Él le sostuvo la mirada; tenía los ojos bien demarcados y de un hermoso tono de peltre. Mal vio en ellos hasta el detalle más pequeño. Bajó los ojos para cortar el contacto.
—Conozco un pequeño restaurante francés en Greenwich Village. Creo que a Madame le gustaría. ¿Quiere acompañarme, por favor?
Quizá fue el «por favor» lo que la indujo a aceptar. O tal vez lo hizo porque se sentía sola y él la hacía reír. Pero impuso una condición:
—Nada de trabajo.
—Prometido —Harry puso su mano en el pecho con expresión sincera.
Mal, riendo, accedió reunirse con él en el Bistro Arlette a las ocho y media.
Pensando en la vieja chaqueta de Harry, Mal se vistió con mucha sencillez: pantalones negros y un jersey.
En cuanto entró en Arlette se dio cuenta que había cometido un error. El restaurante era pequeño y muy elegante, con altas ventanas en arco, decorado sobrio e interesantes pinturas en las paredes. Y Harry Jordan se había vestido para la ocasión.
Estaba esperándola en el pequeño bar. Parecía un cruce de Harrison Ford con John Kennedy, con una americana ligera que parecía de Armani, pantalones de hilo color canela y una suave camisa blanca. Hasta llevaba corbata.
—Me alegro de que haya venido —dijo, y parecía sincero—. Tenía miedo de que se arrepintiera.
—Obviamente no tenemos la misma longitud de onda —dijo ella, irritada por su error—. Si hubiera sabido me habría vestido bien.
Él suspiró exageradamente.
—Supuse que usted conocería Arlette. Es el nuevo restaurante favorito de la gente bien.
—Claro. Como Ruby's.
Él le sonrió provocativamente.
—Puede que la próxima vez nos pongamos de acuerdo —dijo, mientras los acompañaban hasta una mesa próxima a la ventana—. En cuanto a vestimenta, digo.
—¿La próxima vez? —ella tomó asiento, echándole una mirada interrogativa—. ¿No estamos adelantándonos un poco?
—Soy un gran partidario de planearlo todo por anticipado.
Mal cedió, riendo. Los ojos del detective tenían un brillo travieso y una sonrisa acechaba en la comisura de su boca.
Harry, sentado frente a ella, pensó que nunca había visto una mujer tan atractiva... aunque su nariz fuera decididamente abultada en el medio, los ojos excesivamente separados y la mandíbula, quizá, demasiado redonda. Pero su boca era generosa, de labios gruesos y aspecto vulnerable, y la rodeaba un fulgor dorado. Le gustaba su energía desenvuelta y la expresión inteligente de sus ojos. Y su actitud directa. En realidad, le gustaba todo de ella. Hasta sus orejas, pese a que era muy exigente con las orejas. Las de ella eran hermosas: pequeñas y pegadas a la cabeza, de formas perfectas.
Lástima grande que fuera tan desconfiada con lo del retrato robot. De lo contrario él habría podido pasarlo bien.
Llamó al camarero y pidió champaña sin consultarla. Ella elevó las cejas, sorprendida.
—Si no le gusta, pediré otra cosa —dijo Harry—. Sólo quería que probara éste. Es de una bodega pequeña que descubrí en Francia. Una de las mejores.
—¿Y si yo prefiriera un martini?
—Se lo haré traer.
—Comprendo. A usted le gusta hacerse cargo de todo. —Él apoyó los codos en la mesa y el mentón en los puños. Luego se inclinó hacia ella para mirarla a los ojos.
—Sólo cuando estoy seguro de que a mi acompañante le gustará.
Mal, imitándolo, apoyó la barbilla en las manos y lo miró a los ojos. Notó que había unos bordes más oscuros alrededor del gris peltre. Lo encontraba atractivo. Lástima que fuera tan autoritario. Además, estaba segura de que él seguía buscando lo del famoso retrato. Y ella no quería saber nada de eso. De otro modo habría podido sentirse atraída por él.
—Dígame, detective —inquirió, desafiante—, ¿por qué me ha invitado a salir?
—Me pareció una buena oportunidad para conocernos.
Ella sonrió con astucia, como el gato de Alicia.
—Será mejor que se cuide. Tal vez yo lo conozca mejor de lo que usted piensa. Pero ya que usted es de los que toman todo a su cargo, ¿por qué no pide para los dos?
Él enarcó las cejas, sorprendido.
—¡Cuánta confianza!
—La palabra “confianza” no existe en mi vocabulario.
Él le echó una escéptica mirada de soslayo, pero Mal se limitó a sonreír. Harry llamó por señas al camarero, pidió la comida y se volvió hacia ella.
—Eso de “detective” es demasiado formal entre dos personas que van a compartir una experiencia culinaria —dijo—. Además, alguien podría pensar que estamos aquí por un asunto de negocios. ¿Por qué no me llama Harry?
Ella probó el champaña que el camarero acababa de servir y lo miró con aprobación.
—Parece que sabe de vinos.
—Entre otras cosas —acordó él.
—No se puede decir que sea usted muy modesto, detective.
—Con respecto a las cosas de las que estoy seguro, no. Y me llamo Harry, ¿de acuerdo?
Ella inclinó la cabeza, reflexiva.
—No creo que pueda habituarme a llamarlo Harry. Tampoco es necesario, puesto que esta será nuestra única experiencia culinaria compartida, según su elegante expresión.
—Lamentaría pensar que este será nuestro último encuentro y no sólo el primero, señorita Malone.
—¿Señorita Malone?
Él alzó una ceja.
—¿Prefiere que la llame “señora”?
Mal se echó a reír.
—Ignoraba que las bromas provocativas figuraran en el manual de los detectives.
—No figuran, pero usted no me ha invitado a llamarla Mallory, Señorita Malone, señora.
Ella levantó la copa en un brindis.
—Por usted, Harald Peascott Jordan Tercero. Vástago de una adinerada familia de eminentes abogados, perteneciente a la clase alta —en sus ojos azules bailaba una risa burlona—. Hijo de uno de los más grandes abogados criminalísticos de su época, experto en interrogatorios ante el jurado, conocido por su capacidad de hallar artilugios legales para que el cliente pueda zafar, aun cuando todo el mundo sepa que es más culpable que el diablo... y también por su destreza para negociar cuando el cliente no tiene esperanzas de zafar.
Harry gruñó:
—No saquemos a relucir los secretos de familia.
Ella le sonrió con malignidad.
—Pero usted, Harry Tercero, desoyó la tradición familiar. Ingresó en la Universidad de Michigan y se convirtió en un astro del fútbol, un representante académico del deporte norteamericano, con notas excelentes. Ese año fue el objetivo de todos los reclutadores de futbolistas, pero no aceptó ningún ofrecimiento —lo miró a los ojos con curiosidad—. ¿Por qué, Harry? ¿Qué sucedió?
Él bebió un sorbo de vino, encogiéndose de hombros.
—No me diga que no lo sabe.
—Ni siquiera yo puedo averiguar los pensamientos íntimos, el razonamiento personal de un hombre. Pero puedo tratar de adivinar. ¿Fue por su padre?
Harry asintió.
—Estaba envejeciendo. Se casó ya cuarentón; cuando yo ingresé en la universidad ya tenía más de sesenta años. Quería tener la certeza de que, cuando él se fuera, todo continuaría exactamente como siempre. Por eso hizo lo que mejor sabía hacer: negoció conmigo. «Me estoy haciendo viejo, Harry, me dijo, apelando a mi sensibilidad y a mi culpa. A mi edad uno nunca sabe cuánto tiempo le queda. Y recuerda que debemos pensar en tu madre; su vida debe tener continuidad cuando yo me vaya. Necesito saber que la firma quedará en tus manos, en la familia, sin peligro de que se la lleve un ladrón de tumbas».
Sonrió.
—Se refería a sus socios —continuó—. Siempre pensó que ellos estaban esperando para quedarse con todo. Y supongo que tenía razón. De cualquier modo, me pidió que primero me recibiera de abogado. Después se vería lo del fútbol. «No creas que no me siento orgulloso de ti, hijo, aseguró. ¿Qué padre no estaría orgulloso de verte jugar como lo hiciste contra Notre Dame? ¡Pero si me reventé la garganta gritando con los demás! Pero las cosas son como son. Los años pasan. Enfréntate a tus responsabilidades, Harry. Piensa en tu madre».
—Así que usted se inscribió en Harvard para estudiar abogacía... y estuvo a punto de fracasar en el primer año. Probablemente fue un intento de vengarse de su padre.
Él se quedó estupefacto.
—¿No hay vida privada que se respete, Mallory?
—Por supuesto —replicó ella, pudorosa—. Pero cuando hay registros públicos, no. Usted dedicaba más tiempo a salir con las chicas de primer año que a estudiar. Chocó dos veces con su Porsche. Frecuentaba demasiados bares y sus clasificaciones eran pésimas. Lo suspendieron.
Harry levantó las manos, desesperado.
—Esto no es exactamente lo que uno espera cuando sale con una mujer por primera vez: un repaso de todos sus errores juveniles. ¿Trata deliberadamente de hacerme sentir inseguro?
En los ojos de Mal había ahora algo más que simple curiosidad. Había calidez y simpatía, como en sus entrevistas para la televisión, cuando de pronto causaba en sus invitados la sensación de que se interesaba por ellos, logrando que le abrieran el alma.
—No se preocupe, Harry. Puede contarme todo —dijo con suavidad—. Le aseguro que todo quedará entre usted y yo.
Él le siguió el juego.
—Quise volver al fútbol, pero ya era demasiado tarde; había quemado mis puentes. En el mundo del deporte yo ya era historia antigua. Ya había una nueva camada de chicos más jóvenes y en mejor estado que yo. Mejores. Mi padre dijo que lo sentía más que nadie, pero que la familia estaba primero. Él nunca había evadido sus responsabilidades y esperaba que su hijo tampoco lo hiciera.
Entre risas, repitió exactamente lo que su padre había dicho en cuanto a abrocharse la bragueta.
—Entonces usted volvió a los estudios de abogacía.
—Sabía que él tenía razón, en la vida del atleta profesional, la oportunidad llama una sola vez. Es ahora o nunca. Cuando se presenta la ocasión hay que aferrarla por los pelos; si no, sin que uno se dé cuenta pasan uno o dos años y ya es demasiado tarde. Me gradué de abogado y fui a trabajar con mi padre.
Llegó el camarero. Mal dilató los ojos de puro placer cuando vio los platos con salmón a la tártara, servido sobre pequeñas tortillas de patata. Parecía una niñita ante el pastel de cumpleaños.
—Pruebe —la alentó Harry—. A ver si está tan bueno como parece.
—¡Hummmm! —musitó ella, con los ojos en blanco y la boca llena—. Mejor aún.
—Me alegra comprobar que es humana, después de todo. Empezaba a pensar que usted era tal como aparece en televisión.
—Tal vez lo sea —no pensaba explicar su personalidad al detective Harry Jordan, de modo que retomó el tema—. Usted sólo trabajó dos años con su padre. Luego renunció y se hizo policía. ¿Por qué?
Esos ojos azules parecían clavarse en los suyos como si lo perforara en busca de la verdad. Pero él sabía que, detrás de la voz suave y la actitud atractiva, había una mente clara y aguda. Probablemente era esa combinación la que le había llevado al éxito.
—Si sabe tantas cosas de mí, supongo que también conoce el motivo.
Hubo una pausa. Luego ella dijo:
—¿Qué me dice de su esposa? ¿La amaba?
—¡Por Dios, Malone! —la miró con horror—. ¡Por supuesto que la amaba! Si quiere saber la verdad, sufrí como un desgraciado cuando ella me dejó. ¿Y por qué quiere saberlo, si me permite la pregunta?
—Sólo por comprobar si los policías ricos también tienen sentimientos.
—¿Como usted, Malone? —preguntó él, frío.
Ella sonrió.
—Touché, detective. Hábleme del Moonlighting Club.
Él no pudo menos que reír.
—¿Cómo diablos se enteró de eso? Supuestamente, es un secreto.
El gimnasio había sido una donación anónima de Harry. Sólo unos pocos de sus superiores estaban enterados.
—Mi trabajo consiste en saber cosas sobre la gente. Sé que usted está en tratativas para instalar un segundo gimnasio en otra zona y que ése tendrá piscina. Y que usted y algunos otros policías brindan generosamente su tiempo libre para ayudar —lo miró con seriedad—. Usted ha hecho algo estupendo, Harry. Muy pocos son capaces de gastar tanto dinero en anidar a los chicos de la calle.
Él se encogió de hombros.
—Porque son muy pocos los que se encuentran con ellos en las calles todas las noches, como yo lo hago. Alguien tiene que ayudar. Y puesto que yo tenía ese dinero sin habérmelo ganado, se me ocurrió que podía devolver una parte al sitio de donde había venido.
—Muy noble —comentó ella, con sinceridad.
—Oh, claro: San Harry. Me siento como si estuviera en su programa —y agregó, exasperado—: Es hora de que hablemos de usted. —Le tomó una mano para estudiar las líneas de la palma—. ¿O tengo que leerle la mano?
Mal lo miró con inquietud. Era hábil para preguntar, pero no tanto para dar respuestas.
—No hay nada que contar. Lo de costumbre: una chica deja su pueblo para ir a la universidad, consigue trabajo en un pequeño canal de televisión, luego le encargan leer el pronóstico meteorológico y finalmente es contratada por una cadena nacional —se encogió de hombros—. El resto es conocido.
—Eh, eh, eh. —Harry alzó una mano—. Un momento. ¿Cuál era ese pueblo? ¿Y qué me cuenta de su familia? ¿Hermanos, novios? ¿Y su matrimonio? Exijo reciprocidad. Esto no es justo, Malone.
Mal le sostuvo fugazmente la mirada. Durante ese momento hubo en sus ojos la misma expresión acosada que había mostrado en Ruby, al devolverle el retrato robot.
—Imposible —dijo—. Eso es todo. Soy la mujer menos interesante del planeta.
De pronto parecía distinta: perdida, desolada. Harry meneó la cabeza. No lograba entender. Luego ella levantó el mentón, con una de esas sonrisas deslumbrantes que le iluminaban la cara.
—Era una broma, Harry. Sólo una broma.
El camarero retiró los platos. Durante un momento se miraron en silencio.
—Bien, ¿y a qué se debe entonces esa investigación psicológica sobre mí? —preguntó él—. No es probable que me incluya en su programa, aunque no imagino por qué. Pero se lo advierto: no he abandonado la idea.
Ella deslizó los dedos por el pie de su copa; luego dijo con suavidad.
—Tal vez me interesaba saber qué es lo que mueve a un hombre como usted. Cuál era el verdadero motivo de que me invitara a cenar.
—¿Y sus verdaderos motivos para aceptar mi invitación?
Cruzaron una mirada. La tensión crepitaba entre ellos.
—Sólo quería saber cómo era usted, en realidad —dijo ella, con cara de inocente.
Harry se frotó la barba que ya era como una sombra en su mandíbula.
—¿Debo interpretar que fue sólo una idea abstracta? ¿O está pensando en llegar a conocerme mejor, Malone?
Ella le dedicó la misma sonrisita fría.
—Era una broma, detective. No pude resistirme.
Él suspiró con pena.
—Tenía la esperanza de que fuera acoso sexual.
Quedó asombrado cuando la vio atacar el plato. Por su aspecto se habría dicho que vivía de aire puro y manzanas.
—Por su manera de comer, se diría que lleva mucho tiempo sin cenar bien.
—Es cierto. Durante toda la semana pasada estuve a dieta de mil doscientas calorías diarias. Y cuando era niña nunca comía bien. A veces no había nada para comer. Creo que por eso disfruto tanto ahora.
Por fin había revelado algo sobre sí misma: una pequeña grieta en su armadura protectora.
—Me sorprende —reconoció él—. Supuse que usted había tenido uno de esos bonitos hogares con los que todos soñamos. Mamá en la cocina, preparando platos sustanciosos, y papá cortando el césped o jugando al fútbol con los varones o yendo a pescar con toda la familia. Y usted, líder de su pandilla y reina de su promoción, con todos los muchachos peleándose por llevarla al baile.
—Es una hermosa imagen —ella se apoyó en la silla, con los brazos defensivamente cruzados sobre el pecho—. Por desgracia, no todos nacemos en cuna de oro, como usted, Harry Jordan.
—Cierto. Pero no hay por qué avergonzarse de una cosa ni de la otra.
Ella rió con escepticismo.
—¿Qué sabe usted? Apostaría a que, antes de ingresar en la policía, nunca había visto los barrios bajos.
—¿Allí se crió usted? ¿En los barrios bajos?
—Era un comentario abstracto. Mi trabajo consiste en saber cómo vive la otra mitad.
—El mío también.
Ella le echó una mirada reflexiva.
—¿Qué hace un hombre como usted en sus noches libres?
—¿Por qué no me lo dice usted, ya que tanto me conoce?
—Sale a vivir la noche... a esos tugurios donde se baila salsa. Baila muy bien y sabe de vinos. Le gusta comer bien en restaurantes pequeños y lujosos, como Arlette. Y las mujeres lo consideran atractivo.
—Hemos vuelto a eso.
Ella volvió a poner cara de inocente.
—Es curioso, cómo vuelve a aparecer el tema, ¿no? Vea, detective Harry, lamento quebrar el hechizo, pero tengo que huir como Cenicienta. Mañana a primera hora debo grabar un programa y necesito dormir un poco.
—¡Qué lástima! Estaba empezando a conocerla.
—¿Está seguro? —mientras se alejaba hacia el tocador de señoras, le echó una mirada burlona por encima del hombro.
Él la siguió con los ojos, meneando la cabeza viéndola serpentear con elegancia entre las mesas. No estaba seguro. Por el contrario, no creía saber de ella mucho más que al entrar allí.
Más tarde, mientras esperaban un taxi frente al restaurante, ella dijo:
—No tiene por qué llevarme a casa.
—Siempre acompaño a las damas hasta la puerta de su casa.
—Las cosas han cambiado desde la época de su madre, detective. Ahora las mujeres somos independientes. Podemos viajar solas en taxi.
Él le lanzó una mirada de irritación.
—Usted puede decir lo que quiera, pero a mí me enseñaron buenos modales.
—¿Sí? ¿Es el pequeñito de mamá?
—Como el asesino, ¿recuerda?
—Prometió no hablar de negocios —le recordó ella, severa.
—Y acostumbro cumplir mis promesas.
Llegó el taxi. Él le abrió la portezuela y se instaló a su lado. Mal, sin protestar, dio su dirección al conductor y se arrellanó tranquilamente, mirando por la ventanilla. Se preguntaba cómo sería tener como amante a un hombre como Harry Jordan. Un hombre educado a la antigua, acostumbrado a cumplir sus promesas. Un hombre que tenía su recio muslo perturbadoramente cerca del suyo.
Harry percibió su perfume, suave y herbáceo. Sus ojos buscaron el antiguo colgante de labrodorita, entre las suaves curvas de los pechos. Quebró el silencio con un carraspeo.
—Gracias por esta noche deliciosa. Señorita Malone.
Ella lo miró largamente.
—Ha sido un placer, detective Jordan.
—Hemos vuelto a la formalidad. —Harry meneó la cabeza, entristecido—. Aunque al fin y al cabo, usted nunca me propuso que la llamara Mallory.
—No, ¿verdad? —no había malicia en los ojos azules.
El taxi se detuvo junto al bordillo. Harry se apeó para abrirle la portezuela.
—Si vamos a repetir esto, tendrá que acostumbrarse a mis modales —le advirtió.
Ella lo miró con escepticismo, pero no dijo nada. Subieron los peldaños del edificio.
—Supongo que no me invitará a tomar una copa —comentó él, apenado—. Mañana temprano debe grabar ese programa.
—Así es.
—¿Buenas noches, entonces?
—Buenas noches, detective Jordan.
Cruzado de brazos, Harry esperó a que ella entrara en el vestíbulo. Ella se detuvo por un momento, vacilando. Luego se volvió hacia él.
—Dígame una cosa, Harry. Cuando lo llamé por teléfono a su casa, ¿por qué jadeaba, exactamente?
Él se pasó una mano por el pelo, sonriendo.
—¿Verdad o mentira?
—Verdad.
—Lástima. Tenía unas cuantas respuestas bonitas para la mentira. La verdad es que había salido a andar en bicicleta. Llevo al perro conmigo, es un buen ejercicio para los dos.
Mal echó la cabeza atrás en una carcajada.
—Eso me intrigaba. Buenas noches otra vez, Harry —y volvió a subir los escalones.
—¿Sabe una cosa, Malone? —dijo él, levantando la voz.
Ella se volvió.
—¿Qué?
—Si tuviera que elegir una sola palabra para describirme, ¿qué palabra sería?
Ella frunció el entrecejo.
—¿Qué es esto? ¿Una prueba?
—No. Es verdad o mentira. Recuerde que usted empezó el juego.
Ella pensó un instante.
—Arrogante —dijo—. Sí, arrogante, esa palabra lo describe a la perfección.
—Bien, ahora usted debe preguntarme.
Ella puso los brazos en jarras mirándolo con incredulidad.
—Bueno, dé la pregunta por hecha.
—Enigma —pronunció Harry—. Eso es usted, Malone. Exactamente un enigma.
Mal reflexionó brevemente.
—Lo tomaré como un cumplido, Harry —decidió, mientras volvía a entrar en el vestíbulo—. Buenas noches. Y esta vez va en serio.
Levantó la mano en un gesto de adiós, sin mirar atrás.