Capítulo 10

Mal miraba empecinadamente el panorama por las ventanillas surcadas de lluvia, poniendo toda su voluntad para no pensar en el asunto. Durante el vuelo de regreso a La Guardia leyó cuatro artículos largos en el último número de Vanity Fair, aunque más tarde no habría podido decir una palabra de ninguno de ellos.

La puerta de entrada de su casa nunca le había parecido tan acogedora. La cerró detrás de sí y se recostó contra ella, con el corazón acelerado como si acabara de correr cinco calles.

La empleada doméstica había dejado las lámparas encendidas para ella. Después de pasear una mirada agradecida por su apacible hogar, se quitó los zapatos para ir descalza al dormitorio.

Las limpias sábanas de algodón ya estaban abiertas en la enorme cama antigua, de origen francés, inflada de almohadones y cubierta con una suave manta de cachemira. Mal no veía la hora de meterse en ella.

Dejó caer la falda gris y luego arrojó el jersey sobre la alfombra clara. Las medias y la ropa interior fueron dejando un pequeño rastro hasta el cuarto de baño, de mármol rosado.

Buscó un fósforo para encender, entre los helechos que rodeaban la bañera, unas velas perfumadas con esencia de lilas. Luego abrió los grifos y se apoyó en el fresco lavabo de mármol para mirarse en el espejo. Le sorprendió descubrir que tenía un aspecto muy normal. Aún parecía Mallory Malone, estrella del periodismo de investigación, la que tenía un exitoso espectáculo propio en horario central.

Entró en la bañera y se hundió en el sedante calor del agua, con los ojos cerrados, esperando que el familiar aroma a lilas la transportara a un recuerdo que aún atesoraba, al único momento de felicidad perfecta que podía recordar. Pero esa noche la magia no funcionaba.

Salió de la bañera, envolviéndose en una esponjosa toalla blanca con aire fatigado, y volvió a mirarse en el espejo

Sus propios ojos ensombrecidos por el pánico, sostuvieron su mirada. Había olvidado quitarse el maquillaje. Se apresuró a ejecutar el rito de todas las noches: crema limpiadora, tonificador, hidratante, un poco de crema bajo los ojos. Funcionaba con el piloto automático.

Después de cepillarse el pelo, caminó desnuda hasta el enorme armario; aún tenía frío; se puso una camiseta gris y un par de calcetines blancos. Luego giró para mirarse en el espejo de cuerpo entero. Se habría dicho que dentro de ella acababa de apagarse alguna luz. Y era otra vez Doña Nadie.

Con la cabeza baja, marchó desoladamente a la cocina para poner la tetera al fuego; esperó inmóvil a que rompiera el hervor. Preparó su infusión favorita, la de bayas silvestres, pero esta vez no pensó siquiera en el pastel de limón.

Llevando la taza con cuidado, volvió al dormitorio y la puso en la bandeja de plata que tenía sobre la mesilla. Luego se hundió, agradecida, en el consuelo de las almohadas blancas; encendió el televisor, sin dar volumen al sonido.

La pantalla mostró, en silencio, un programa informativo. Junto con su infusión, Mal tragó dos aspirinas para el dolor de cabeza que acechaba, mientras se enteraba con desasosiego de las novedades internacionales. Al cabo de un rato apagó las luces y se acurrucó en posición fetal, estremecida, aguardando que el sueño viniera a bloquear sus recuerdos.

La cómoda cama parecía arrastrarla hacia abajo; las suaves almohadas la sofocaban. Caía sin freno en un pozo oscuro y sin fondo...

Se incorporó bruscamente, con un grito de terror, y arrojó las mantas a un lado para levantarse. Tenía la garganta seca y la recorrían pequeños estremecimientos.

—¡Oh, Dios! —susurró—. ¡Oh, Dios mío, no!

Llevaba mucho tiempo sin tener esa pesadilla; parecía haber desaparecido por fin, sepultada con el resto de las cosas malas en ese lugar secreto de su mente donde ella la había relegado. Pero aún estaba allí. Aún estaba allí.

Encendió apresuradamente el velador; luego, las luces del cuarto de baño y el vestidor. Recorrió todas las habitaciones, encendiendo todas las luces a su máxima potencia, hasta que el apartamento refulgió como un escaparate navideño. Aún temblorosa, miró a su alrededor. El fantasma ya no tenía dónde esconderse. Ella estaba nuevamente al mando.

Volviendo al dormitorio, sacó una maleta del armario y empezó a llenarla apresuradamente. Sólo prendas sencillas: equipos de gimnasia, camisetas, zapatillas. Cuando terminó echó un vistazo al reloj de la mesilla. Eran las dos y media. Despacharía un fax al balneario de Tucson para que le reservaran sitio.

Quedaban tres horas y media para matar antes de que pudiera llamar a las líneas aéreas, a fin de reservar pasaje en el primer avión. Tres horas y media antes de poder huir de Harry Jordan... y de su pasado.

A la misma hora, dos y media de la madrugada, Harry estaba en el gimnasio del Moonlighting Club. Había jugado un largo partido de baloncesto, después de lo cual hizo gimnasia durante cuarenta y cinco minutos. Levantó por última vez la barra de ochenta kilos de la máquina Nautilus, la sostuvo y luego la bajó suavemente hasta su sitio. El sudor le corría por el cuello, mojando el enmarañado vello del pecho.

Rossetti, que lo observaba, suspiró.

—He abandonado una blanda cama y una cálida mujer para venir a buscarte, Profe. ¿Qué te pasa? Después de haber cenado con Mallory Malone ¿ya no aceptas llamadas de nadie? ¿Eres demasiado importante para nosotros, los policías vulgares, o qué?

Harry se secó el sudor con una toalla.

—Tenía muchas cosas en la cabeza.

—Yo también, ¿recuerdas? Esta noche, al hablar con la señorita Malone, has puesto en juego mi carrera. Y luego no te presentas, no llamas...

Harry se alejó de él a grandes pasos para meterse bajo la ducha, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.

—¿Qué clase de excusa es ésa? —se quejó Rossetti—. Tienes demasiadas cosas en la mente. ¿Y yo no? Tenía la impresión de que éramos dos, los Dos Mosqueteros en busca de un asesino. Y parece que los mosqueteros somos tres, ahora que Malone se ha hecho cargo.

Harry se sacudió el agua de los ojos para mirar al iracundo detective.

—Te equivocas —dijo—. Mallory Malone se rehusó a ayudarnos.

Rossetti quedó boquiabierto.

—¿De veras?

—De veras —Harry salió de la ducha y comenzó a secarse—. Dijo que no había bastante información para montar un programa. Y que el retrato robot no era fiel.

—¿Y cómo diablos puede saber eso?

Con un encogimiento de hombros, Harry se puso un calzoncillo azul y los vaqueros.

—A lo mejor tiene poderes extrasensoriales. No sé. Sólo sé que daba la impresión de querer ayudar y de pronto se enfrió.

Rossetti lo miró con suspicacia.

—¿Le hiciste alguna insinuación indecente o algo así?

Él otro rió mientras metía los faldones de la camisa dentro del pantalón.

—No, nada de eso. Es un bloque de hielo... la mayor parte del tiempo.

—¿Y el resto del tiempo?

Se abotonó la camisa, pensando. Por fin dijo:

—El resto del tiempo es medio agresiva, pero agradable.

—¿Agradable?

—Sí, ya me entiendes: una chica simpática. Una mujer simpática —se corrigió. Sin embargo, pensándolo bien había algo juvenil bajo esa fachada de mujer de carrera. Tal vez fueran sus pestañas—. Trató bien a Squeeze.

Rossetti sonrió.

—Para conquistar a un hombre, eso no falla nunca. «Si me amas, ama a mi perro».

—No llegamos tan lejos, Rossetti. Por el contrario, me dejó tan enfadado que tuve que venir a desahogarme. De lo contrario habría terminado golpeando a alguien.

—Frustración, ¿eh?

Mientras caminaban hacia el salón, Harry cruzó un brazo fatigado sobre los elegantes hombros de Rossetti. El club zumbaba de gente que iba y venía; la zona de cafetería estaba colmada. Pidieron un café, entre holas y adioses, y se abrieron paso hacia las pesadas puertas de vaivén. De pie en los peldaños, contemplando la noche lluviosa, bebieron a sorbos el café.

—Lo has dicho todo en una sola palabra, Rossetti —reconoció Harry.

Los limpiaparabrisas iban despejando la fuerte lluvia, en tanto el Jaguar volvía a cruzar la ciudad silenciosa hacia Louisburg Square. Eran las tres de la madrugada; estaba exhausto, pero sabía que no podría dormir.

Squeeze reconoció el ruido familiar del motor y el fuerte portazo. Lo esperaba en el vestíbulo, meneando la cola y los ojos vivaces. Harry le puso la correa y volvió a salir a la lluvia.

—El paseo será corto, viejo —murmuró, intentando evitar los charcos—. Lamento lo de esta noche, pero necesitaba estar solo.

Sonrió para sus adentros; se estaba disculpando con el perro como con una esposa desatendida.

—Oh, bueno, qué diablos. Lo que necesito es una copa, Squeeze. Y tú, un hueso.

Tirando de la correa, arrastró el perro desganado de regreso a la casa. Ya en la cocina, dio un hueso al perro y sacó una botella intacta de whisky. Se sirvió una medida con hielo y fue a la sala, donde encendió las lámparas reduciéndolas a una media luz. Luego puso Hanvsi Moon, de Neil Young, y se instaló en su viejo sillón de cuero, tan maltrecho como su vieja chaqueta favorita.

Mientras bebía el whisky, saboreándolo lentamente en la lengua, recostó la cabeza, dejando que la música le llenara la mente. La canción era Uiborn igend, que siempre lo inducía a pensar en Jilly, su ex esposa. Describía los sentimientos que ella le había inspirado cuando se conocieron. Y aunque se dijo que todo eso era pasado, cosa cerrada y concluida, que en realidad lo que pensaba no había sucedido nunca, la canción aún le hacía doler la magulladura del corazón.

Squeeze dejó caer el hueso en la magnífica alfombra de seda, una bokhara del siglo xvii, y se instaló a los pies de Harry para roerlo con aire satisfecho. La alfombra había pertenecido a la abuela.

—Oh, qué importa, es sólo una alfombra —dijo Harry, resignado—. Esta aquí para usarla. Probablemente, antes de convertirse en antigüedad la mearon diez o doce bebés. Y es posible que unos cuantos gatos vomitaran en ella.

Desvió sus pensamientos hacia Mal Malone, repasando la entrevista con ella como si fuera una filmación: desde el principio, desde aquella primera mirada de desafío. Revisó su inteligente interés por el caso y su horror al enterarse de lo que había hecho el asesino. Y su mirada, al observar el retrato robot.

No había mostrado la menor expresión cuando miraba la cara del asesino. Ni disgusto ni horror... ni siquiera interés.

Y allí estaba lo raro. En un principio el caso había interesado a Mallory Malone, sin duda. Era evidente. Después, al ver el retrato, su rostro se petrificó. Pero no sucedía lo mismo con sus ojos, cuando se lo devolvió. En ellos había un dejo de algo. No era que lo reconociera; miedo, tampoco.

Durante un fugaz instante, Mallory Malone había parecido perseguida.

Harry tomó un sorbo de whisky, pensativo. La señorita Malone estaba ocultando algo. ¿Qué la alteraba? ¿El patrón de los asesinatos, quizás? ¿O la identidad de las víctimas? Decididamente, algo había. Ella había sabido disimular su reacción; claro que era actriz o, al menos, una mujer que se manejaba ante el público. Ella representaba todo lo que disgustaba a Harry: una mujer dura, agresiva y reciamente profesional.

Luego recordó la sonrisa que había iluminado su cara al ver a Squeeze, las gotas de lluvia centelleando como lentejuelas en su pelo, el inesperado azul de sus ojos. Tal vez la había interpretado mal, después de todo.

Soltó un suspiro fatigado.

—La señorita Malone está llena de secretos —dijo al perro—. Sabe más de lo que dice. Y me propongo averiguar de qué se trata.

Squeeze levantó la cabeza para mirarlo. Después de menear la cola, volvió al hueso.

—«Si me amas, ama a mi perro» —repitió Harry, sonriente.

Después de echar un vistazo a su reloj, decidió llamarla por la mañana. Al fin de cuentas, sólo faltaba un par de horas.