Capítulo 4
Por la calle oscura, cerca de los muelles, el detective Rossetti conducía a velocidad excesiva su BMW, un modelo de cinco años atrás. Con un chirriar de cubiertas, giró hacia la parcela vacía que servía de parking al Moonlighting Club. Consultó su reloj: era la una y media de la madrugada.
Abriendo violentamente la portezuela, caminó hacia el club. Las ventanas manaban luces; al entrar lo golpeó una muralla de sonido.
El rap atronaba desde los enormes altavoces, rebotaba contra los muros, golpeaba las vigas y volvía a caer en remolinos. El joven negro que atendía la barra lo saludó con una gran sonrisa; otros lo saludaron levantando una mano. Con una taza de café en la mano, se dirigió al gimnasio. Estaba colmado, a pesar de la hora.
El Moonlighting Club había sido una donación anónima al municipio, en un esfuerzo por apartar a los chicos de las calles y de la droga. Rossetti y Harry eran dos de los muchos policías que ayudaban a manejarlo en sus ratos libres. El club tenía cuatro cosas prohibidas: la discriminación, las drogas, las armas y las pandillas. Cualquiera fuese la actitud de los chicos en su propio mundo, cuando iban al Moonlighting y su gimnasio eran neutrales.
Aunque esas reglas habían sido desoídas muchas veces, el club aún resistía. A veces Rossetti pensaba que estaban ganando la batalla; esta noche, por ejemplo, había unos cincuenta muchachos haciendo ejercicios o jugando al baloncesto, en vez de estar drogándose. Y en el equipo de baloncesto había un par de chicos con posibilidades de llegar al estrellato: eran buenos jugadores y el deseo de ganar se había impuesto a la tentación de las calles. Todo servía.
Vio a Harry melancólicamente apoyado contra la pared, observando a los jugadores. Tenía el denso pelo oscuro revuelto por tanto peinarlo con los dedos, según era su costumbre cuando estaba nervioso. Parecía haber dormido con la ropa puesta y en su cara delgada había sombras de agotamiento, y tenía la barba crecida.
Rossetti adivinó que había estado en la oficina, repasando una y otra vez todos los detalles de los tres asesinatos. Sabía que era la rabia lo que mantenía a Harry allí; si aún estaba de pie era sólo por la adrenalina de la cólera. Y podía apostar que no había descubierto nada en las seis horas transcurridas desde la muerte de Summer Young.
Se acercó a él desde atrás, a paso elástico.
—Estaba seguro de que te encontraría aquí.
Harry se volvió. Rossetti tenía el acostumbrado vaso de café en la mano, como si fuera un aditamento fijo. Estaba inmaculado con su elegante chaqueta de lino, pantalones oscuros y camisa blanca recién planchada. Él recordó súbitamente que en todo el día ni siquiera se había dado una ducha. De cambiarse la ropa, ni hablar: aún llevaba los mismos vaqueros y la camisa que se echara encima esa mañana, a las cinco.
—Me siento asqueroso —dijo, ceñudo.
Rossetti sonrió.
—La verdad es que das asco, Profe. Pero tu perro está perfecto. ¿Cómo te va, Squeeze? ¿Tienes algún secreto que contarme sobre tu amo? Tenemos que echarle el guante, hijo. Cuál es la verdad sobre su vida privada, qué hace cuando no trabaja... ese tipo de cosas. Mujeres, borracheras, ya sabes.
Harry se echó a reír.
—Dime cuándo no trabajo, Rossetti.
—Casi nunca. Y ése puede ser tu problema, Profe. Fíjate en mí: dejé mi turno a las ocho y media y fui a tomar una copa con los amigos. A las nueve y media, una chica bonita, una buena comida y un poco de amor. Eso es vivir, hombre. Bueno, dime, ¿qué has hecho tú? —de inmediato levantó una mano—. No, no me digas nada. Comiste una hamburguesa en lo de Ruby. Luego volviste a la oficina, a tratar de desentrañar tú sólito la psiquis de ese asesino en serie. Pierdes el tiempo, Profe, pierdes el tiempo. Necesitas un poco de diversión para ponerte en forma. Y después, dormir profundamente toda la noche.
Harry suspiró, apenado.
—Tienes razón, desde luego. Y no he resuelto los asesinatos. Pero no puedo sacarme a esta chica de la cabeza. Las últimas palabras que dijo fueron para mí. «Cerdo», dijo —irguió la espalda, sacudiendo la cabeza para despejarla—. Ah, qué diablos, Rossetti. Olvidémonos de dormir. ¿Por qué no vamos a Salsa Annie? Te pago un whisky. Y hasta dejaré que me cuentes la historia de tu vida, mientras elevamos la tensión arterial con un poco de música.
Rossetti le dio una palmada en la mano invertida. Sabía que ese era el club favorito de su amigo. Probablemente pudiera desahogar la cólera con un poco de baile movido.
—Trato hecho —dijo, encaminándose hacia la puerta—. Todo este ejercicio físico, a las dos de la mañana, es demasiado para mí.
Cuando salieron de Salsa Annie, un par de horas después, rompía ya la segunda aurora en la jornada de Harry. Tarareando al ritmo de la música que llevaba en la cabeza, cruzó la calle bailando salsa.
—Igual que Gloria Stephan —comentó Rossetti, sonriente, mientras encendía un cigarrillo.
—Gracias por el cumplido. Y por tu compañía. Buenas noches, Rossetti.
—Buenas noches, Profe.
Rossetti subió a su BMW y puso el motor en marcha. Cuando miró el espejo retrovisor para peinarse vio a Harry reflejado allí. Estaba sentado en el Jaguar, con el perro al lado, las manos en el volante y la vista perdida en el espacio. Lo observó por un par de minutos. Por fin su amigo volvió a apearse del coche.
—¡Rossetti! —llamó—. ¡Eh, Rossetti!
Él sacó la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué?
—Ven aquí, hombre. Vamos a Rockport.
Rossetti bostezó ruidosamente.
—¿Rockport, Massachusetts?
—No, idiota. Rockport, Illinois. ¿Qué otro podría ser? Ven de una vez. Vamos a hablar con esos pescadores. Y mientras yo conduzco, tú puedes ponerte a la radio para que envíen inmediatamente a Latchwell. Esos tipos lo vieron, Rossetti. Aparte de las muertas, son los únicos que lo vieron. Deben recordar algo de él, de su auto. A nosotros nos corresponde sacudirles la memoria.