Capítulo 31

Esa noche Mal no pudo dormir. Pasó las almohadas de un lado a otro, buscando un sitio cómodo, echó a un lado la manta, dio vueltas y vueltas hasta quedar envuelta como una momia en las sábanas arrugadas. Por fin, con un suspiro, se desenredó para levantarse.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, se acercó a la ventana. La noche estaba clara y estrellada, con el resplandor rosado de las luces de Manhattan. Pensó en el detective Harry, que estaría trabajando en la comisaría y bebiendo demasiado café, como cada vez que le tocaba el turno “del cementerio”.

El turno del cementerio. Las palabras se repetían dentro de su cabeza. Estremecida, pensó otra vez en su madre.

Recordó cómo se había sentido al recibir la carta de la universidad: mareada de excitación y descompuesta de miedo. El sobre blanco, con el membrete de la Universidad Estatal de Washington, descansaba en la mesa de la cocina, que tenía las patas en ángulo; una siempre se golpeaba la espinilla al sentarse. Mal no se animaba a abrirla. Su madre fumaba, con la vista perdida en el espacio y un surco entre las cejas, como si estuviera dolorida; pero Mallory sabía que el dolor estaba en sus pensamientos tenebrosos.

—Es la carta de la universidad, mamá —dijo.

La madre centró la mirada por un momento, diciendo:

—Ah.

—Me da miedo abrirla, mamá —insistió ella—. ¿Por qué no lo haces tú? —empujó el sobre con la punta de los dedos. Allí estaban todas sus esperanzas. Era cuestión de vida o muerte. Si ingresaba, viviría; trabajaría mucho y se forjaría un futuro. Si fracasaba, trabajaría en la cafetería o en el supermercado hasta morir de monotonía y soledad. Esperó, conteniendo el aliento, que su madre abriera lentamente el sobre.

Ella le echó un vistazo, leyó el nombre y la dirección y lo hizo girar entre los dedos nerviosos. Finalmente, con un suspiro, echó hacia atrás el pelo rubio grisáceo y, tras echarse al coleto un sorbo del café ya frío, encendió otro cigarrillo con la brasa del que estaba terminando.

Mary Mallory creyó morir de tensión.

—Ábrela, mamá —la urgió, con voz casi irreconocible por el nerviosismo.

La madre se plantó el cigarrillo en la comisura de la boca y, entornando los descoloridos ojos azules para protegerlos del humo, pasó una uña quebrada debajo del lacre. Mary Mallory cruzó con fuerza las manos. Apenas se atrevía a mirar la carta que se iba desplegando lentamente.

La madre pasó la vista por aquellas pocas líneas. Luego plegó nuevamente la hoja y la dejó en la mesa. Sus ojos volvieron a quedar en blanco.

—¿Mamá? —dijo Mary Mallory, controlándose; en su voz sólo se percibía un leve temblor.

La mujer echó otra calada al cigarrillo, apartando el humo con una mano huesuda.

—¡Mamá! —gritó ella, atormentada—. ¿Qué decía?

Su madre sacudió la cabeza, arrancada de su sopor.

—Ah, ah, decía que te han dado una beca. Eso creo.

Mary Mallory se llenó los pulmones de aire. Luego arrebató la carta para leerla. Y luego lanzó un alarido. Se levantó de un salto, besó la carta y gritó otra vez, entre brincos, enloquecida de gozo, hasta que la endeble caravana se tambaleó sobre sus soportes.

—¡He ingresado! —chilló—. ¡He ingresado, mamá!

La madre miró por la ventana.

—Mira, Mary Mallory, llueve otra vez —dijo, como al desgaire.

Entonces la chica hizo algo inconcebible. Corrió a besar a su madre. En la mejilla. Ella dio un respingo y se llevó una mano a la cara.

—No te olvides de ponerte el encerado cuando salgas —le recordó.

Pero a Mary Mallory no le importaba. Nada le importaba, salvo haber sido aceptada. No tendría que morir sola en Golden.

La graduación de la secundaria pasó en un veloz borrón. Leyeron su nombre y ella subió a la plataforma, ruborizada, para recibir su diploma; pero la madre no estaba allí para verla.

No fue al baile de graduación. Las otras chicas llevaban semanas hablando de vestidos y muchachos, de ramilletes, de quién se besaría con quién a la salida en la carretera del acantilado, escondidos entre las enormes secoyas y los grandes pinos.

Mary Mallory no se había involucrado. Le habría gustado poder desconectar los oídos para no escuchar esa cháchara interminable, pero ésta seguía invadiendo los vestuarios donde ellas se peinaban una y otra vez, los recreos, la cafetería donde ella comía sola, con la nariz metida en un libro.

Sólo una de las profesoras se preocupó por felicitarla por haber obtenido una beca.

—Trabajas mucho, Mary Mallory —dijo, con aprobación—. Con preparación universitaria podrás conseguir un empleo decente y llegar a ser alguien —no añadió «... en vez de terminar como la inútil de tu madre», pero sin duda era eso lo que estaba pensando.

Desde hacía mucho tiempo, ella trabajaba en el Lido Café por la noche y durante el fin de semana; para ganar un poco de dinero picaba cebolla, lavaba los platos y servía café. A partir de entonces comenzó a ahorrar para la universidad.

Pasó el verano trabajando en la farmacia de Bartlett; quitaba la mercadería, la acomodaba en los estantes y hacía cualquier tarea insignificante que se requiriera de ella. Así pudo comprar un par de jerséis, unas camisetas y unos tejanos; también una mochila barata donde ponerlos. Ansiosa como estaba por salir de allí para iniciar su vida, tenía la sensación de que ese largo verano no terminaría jamás. Pero la preocupaba dejar sola a su madre.

Por fin tuvo su bolso preparado y comprado el pasaje de autobús; anotó cuidadosamente la dirección y el número telefónico del alojamiento universitario y lo pegó en la puerta del viejo frigorífico. Como no podían pagar teléfono, en caso de emergencia su madre tendría que utilizar una cabina pública. Había lavado y lustrado el Chevy; ahora sólo faltaba persuadir a su madre de que lo condujera, a fin de que pudiera retirar los bonos de comida y comprar sus provisiones.

—Vamos, mamá —dijo, tomándola del brazo para levantarla de la silla donde miraba televisión—. Salgamos a pasear en coche.

—Ve tú, Mary Mallory —la madre apartó el brazo, pero su hija estaba decidida. La abrazó por los hombros con firmeza y la sacó al sol brumoso del atardecer.

—Hace un día precioso, mamá. Podríamos ir a comprar tus cigarrillos; después quizá pasemos por el supermercado a comprar algo especial para la cena. Tenemos que celebrar, ¿comprendes?

La madre se dejó instalar tras el volante. Mary Mallory puso las llaves en el contacto.

—¿Te acuerdas cuando llegamos aquí mamá? ¿Desde Seattle? Ahora sólo tienes que llegar al mercado y a la gasolinera.

Su madre se encogió sobre el volante y pisó el acelerador; salieron disparadas colina abajo. Cuando entraron en el supermercado todos se dieron vuelta a mirarlas; Mary Mallory enrojeció al sentir esos ojos fijos en ella. Formaban una pareja extraña, sin duda: ella, con sus gruesas gafas, sus miembros flacos y su viejo vestido de algodón floreado, que había comprado en la tienda de ropa usada; la madre, con el pelo desaliñado, los ojos inexpresivos y el rostro consumido, una camisa que había sido, blanca y una falda azul que dejaba muy al descubierto sus piernas flacas. Tenían aspecto de pobres, se dijo con furia. Eran pobres. En realidad, no se podía ser mucho más pobres que ella y su mamá. ¿Cuánto más se podía caer cuando no se tenía nada?

Entonces recordó que ahora tenía algo. Iba a estudiar una carrera universitaria. Una vez había experimentado el mismo regocijo: cuando su madre le dijo que iban a vivir en la playa. Con educación universitaria llegaría a ser alguien.

Recorrieron lentamente los pasillos, mientras ella indicaba a su madre qué debían comprar y qué se debía hacer con los bonos de comida en la caja registradora, pero la mujer parecía caminar en sueños. Sólo cabía esperar que recordara lo que debía hacer.

Ya de nuevo en casa, asó las chuletas que había comprado para celebrar en la herrumbrada parrilla exterior y abrió una lata de judías para acompañarlas; luego se sentaron a la mesa, en silencio. Su madre jugaba con la carne, sin interés. Mary Mallory la observaba con el corazón desesperado. Necesitaba compartir su pequeño triunfo, su placer, su entusiasmo, pero de nada servía. Hasta la cena de festejo fue un fracaso.

A la mañana siguiente, cuando Mary Mallory buscó a su madre para despedirse, la encontró sentada en el sofá de vinilo anaranjado, viendo un programa de actualidades.

—Me voy, mamá —dijo melancólicamente a esa figura flaca y patética encorvada en un rincón del sofá.

La madre le echó una vaga y rápida mirada, y volvió a su programa.

—Me marcho a la universidad, mamá —insistió.

—Ya lo sé —respondió su madre, con el mismo tono suave que empleaba para cualquier noticia, buena o mala—. Que la pases bien, Mary Mallory.

Y encendió un cigarrillo con la colilla que tenía en el cenicero.

Durante un momento, la chica le apoyó la mano en el pelo, llena de ternura; se moría por abrazarla, por darle un beso, por saber que a su madre le importaba.

—Adiós, mamá —dijo.

La mujer se levantó para servirse otra taza de café.

—Adiós —dijo, con aire distante.

La universidad era mucho más grande de lo que Mary Mallory había imaginado. Tampoco había pensado que debería compartir un cuarto con otra muchacha. Después de llamar a la puerta, nerviosa, esperó hasta que una voz dijo:

—Pase.

Junie Bennett frunció el entrecejo al verla entrar.

—¡Oh, Dios mío, mira lo que me han traído! —murmuró por lo bajo. Y alzando la voz—: Hola. Me llamo Junie Bennet. Mi cama es la que está junto a la ventana. Ésa es la tuya —señaló la que se apoyaba contra la pared—. La que llega primero elige —e inspeccionó a su compañera de alojamiento con críticos ojos verdes.

—Me llamo Mary Mallory Malone —la chica alargó la mano con una sonrisa esperanzada.

—Mary Mallory. —Junie enarcó las cejas—. ¿No tienes sobrenombre?

—Oh... Mary, simplemente —sorprendida, cambió de nombre en un instante.

—Saldré para reunirme con unos amigos. —Junie recogió de prisa un jersey y el bolso—. No pongas tus cosas en mi parte del cuarto, por favor.

Mary la siguió con ojos melancólicos. Junie Bennet era todo lo que a ella le habría gustado ser: una chica alta, rubia y bonita, de nariz respingona, labios pintados de rojo, montañas de confianza en sí misma y un brazalete de oro auténtico en la muñeca bronceada. Hasta tenía un diminutivo cariñoso: Junie. Mary habría apostado a que en la secundaria habría sido la jefa de las animadoras deportivas. Y vestía tan bien... esa falda roja y esa camisa blanca parecían flamantes y caras.

Decididamente, Junie no se mostró nada cordial. Tenía su propio grupo, con el que hacía todo. Mary no existía. En lo posible Junie la ignoraba y se quejaba ante sus amigos por tener que compartir el cuarto con semejante pelma.

Al mirarse al espejo Mary comprendía por qué. Pese a sus diecisiete años, su experiencia de la vida sumaba casi cero. No tenía nada de bonita, era desteñida y estaba cargada de inseguridades; además, era tan pobre que no podía pagarse ni siquiera una taza de café. Por eso mantenía la nariz metida en los libros y se dedicaba a estudiar; jamás faltaba a una clase ni dejaba de entregar un trabajo. La universidad le dio un empleo en la cafetería. Después de algunas semanas consiguió otro en un bar cercano, donde trabajaba por la noche.

De algún modo se las compuso para soportar esas terribles semanas de soledad. Al principio tuvo la esperanza de hacer amigos; nunca dejaba de sonreír y de saludar a sus compañeros de clase. Pero todos llevaban una vida ocupada y frecuentaban círculos en los que ella, decididamente, no estaba incluida. Había otros descastados como ella, pero Mary los evitaba por no admitir ese tipo de derrota. Prefería reunir valor, pensar en el futuro diploma y concentrarse en sus estudios.

Decidió ser periodista. Escribir era mucho más fácil que hablar; además, esa niñez llena de privaciones le había provocado una inagotable curiosidad por saber cómo vivía la otra mitad. Por otra parte, los periodistas no tenían que responder a ninguna pregunta; eran ellos quienes preguntaban. De ese modo podría guardar silencio y mantener reserva.

Se deslizaba por el campus como un incorpóreo fantasma gris, siempre aparte; hablaba sólo cuando le dirigían la palabra, fuera en clase o en la cafetería, pero nunca sobre temas personales.

El primer año pasó con lentitud. Cuando terminó aún no había hecho ningún amigo, pero tenía excelentes notas y, con sus dos empleos, lograba llegar a fin de mes... apenas. Volvió a su casa para pasar el verano trabajando en el Lido Café, pero como estaba más crecida la ascendieron a camarera.

La propietaria era Dolores Power, una mujer regordeta, de ojos duros, que estaba casada con el presidente de la Cámara de Comercio local y del Club Fleks. Se declaró sorprendida por el profesionalismo de Mary.

—Es que por la noche trabajo en un bar, cerca de la universidad —explicó ella. Esa fue la única vez que hablaron, descontando las órdenes y el cheque que recibía los sábados por la noche.

Era imposible saber si su madre se alegraba de verla; aunque, parecía aliviada por no tener que retirar personalmente los bonos de comida ni hacer las compras. Estaba aún más flaca que antes. La hija, sospechando que no comía, gastaba buena parte de su sueldo en platos sabrosos. Trataba de tentarla con un pollo asado los domingos, con un pastel de manzanas; compraba mucha fruta fresca, cereales y leche entera. Pero la madre se limitaba a picotear la comida; sus ojos le decían que la probaba tan sólo para contentarla a ella.

Volver a la universidad fue un alivio; durante un tiempo todo continuó como antes.

Hasta que todo se arruinó de repente.

Fue cuando volvió a casa para el día de Acción de Gracias y vio a su madre arrojarse al mar.

Mary se apartó con un suspiro de aquella espléndida vista de Manhattan. Desde que abandonara Golden para siempre no había vuelto a pensar conscientemente en su madre. No hubo funerales; al fin y al cabo, si en vida nadie la había conocido, ¿quién iría a presentarle sus respetos ahora que estaba muerta?

Tampoco hubo momento final para Mary: ni adioses ni alivio para su culpa. No tuvo siquiera tiempo para el duelo: había tenido que quitarse a la madre de la mente, tan definitivamente como ella había salido de su vida.

Si quería sobrevivir, no podía hacer otra cosa. Tenía sólo dieciocho años y estaba sola en el mundo: una estudiante universitaria, la mujer invisible, sin dinero ni amigos, porque nunca había aprendido el arte de entablar amistad.

Fue un largo y difícil trabajo elevarse desde esa condición de nadie a la mujer que era en la actualidad, más recia de lo que nadie sospechaba. Y por eso Mal nunca se permitía recordar. Salvo cuando se presentaban las pesadillas.

En un principio las tuvo con frecuencia; invadían su descanso sin que nadie las llamara, como pequeños demonios negros que caminaban en puntillas en su subconsciente. Después, gradualmente, las fue dejando atrás. Ahora las tenía rara vez.

Mal se paseó por el apartamento a oscuras, con los brazos apretados sobre el pecho, pensando en Harry. Esa noche no tenía miedo; no había necesidad de correr de un lado a otro, encendiendo luces para mantener a raya esos lúgubres recuerdos. Eso era algo que debía agradecer a Harry.

Salió al terrado para contemplar la ciudad, sintiendo la brisa que revolvía su pelo y enfriaba sus brazos y piernas.

Visualizó perfectamente a su madre, como si la hubiera visto el día anterior: delgada, frágil, con las mejillas huecas de chupar su eterno cigarrillo, el pelo desteñido en una mezcla indeterminable de gris y arena. Recordó la carta abandonada en la mesa de la cocina, donde ella le decía que pasaría ese fin de semana en casa.

Recordó el interminable viaje, en tres autocares sucesivos. «Todo está bien —se había dicho, mientras avanzaban a tumbos por la noche—; pronto estarás en tu hogar».

Pero no hubo casa, ni madre, ni consuelo. No hubo nada, salvo su propia determinación.

Más adelante volvió a la universidad y a sus dos empleos: el de la cafetería y el del bar de la ciudad. Vivía en un cuartito desnudo de una casa vieja, que alquilaba a otro estudiante.

De algún modo completó sus cursos y recibió el diploma. Entonces consiguió trabajo en una emisora de radio local; era la mecanógrafa que revisaba las informaciones. Con un poco de dinero en el bolsillo, mejoró un poco su aspecto y compró un par de conjuntos decentes para la oficina.

Después consiguió otro puesto en una pequeña estación de televisión de la ciudad. Su título oficial era el de investigadora, pero en realidad era un factótum: mecanografiaba cartas, repartía la correspondencia, atendía los teléfonos y servía café con rosquillas. Era descolorida y tímida; no tenía noción de su propio valer, pues aún no lo había descubierto. Pero allí adentro anidaba la ambición. Soñaba con ser la reportera que saliera a informar sobre los acontecimientos locales.

Entonces contrataron a otra muchacha, recién graduada y bonita como una pintura: pelo rubio hasta los hombros, lápiz de labios y ojos centelleantes. En pocas semanas la chica nueva estaba ante las cámaras, haciendo exteriores para los informativos: un choque múltiple causado por la niebla, el asalto a un banco, un puente arrastrado por la inundación.

Mary se sintió despreciada, menos que nada. Después de tanto trabajar y aprender, había albergado grandes esperanzas de ser ella la próxima en enfrentar la cámara. Pero se miró al espejo. Vio su pelo rubio sin gracia y sus feas gafas. Vio que seguía siendo descolorida y arratonada, llena de inhibiciones y mal vestida, con una voz tímida, susurrante. Y se preguntó, abatida, quién podía tener ganas de mirarla.

Ahora, sentada en el jardín de su hermoso apartamento, Mal recordaba la horrible verdad de ese momento. Se había enfrentado a la tremenda realidad de que así era y así sería toda la vida. Nadie iba a darle una varita mágica para cambiar las cosas. Su destino estaba en sus propias manos.

Entonces la invadió una especie de ira: ira contra sus padres, que la habían dejado sin amor ni identidad; ira contra la chica bonita y chispeante que había conseguido el empleo; ira contra su propia indefensión. Se encontraba en una encrucijada.

En ese momento decidió cambiar su vida. Se arrancaría de eso. Triunfaría por pura fuerza de voluntad. Ahora o nunca, se dijo.

Retiró del banco sus escasos ahorros y los usó para cambiar. Se hizo cortar el pelo y darle un tono más dorado; invirtió en lentes de contacto; compró algunas prendas sencillas en colores claros. Preguntó a la maquilladora del canal qué cosméticos le convenían y cómo debía aplicarlos. Estudió las técnicas de quienes hacían entrevistas, no sólo en la estación local, sino en las grandes redes. Los observaba con ojos de águila, hasta conocer cada expresión, cada inflexión de voz, cada aspecto del oficio.

Cuando estuvo preparada, pidió al gerente del canal que le diera la oportunidad de trabajar como periodista. Aún ardía de resentimiento al recordar su mirada despectiva, su mueca burlona, el tono con que la había rechazado, como si dijera: «¿Estás bromeando?» Inmediatamente presentó su renuncia. Esa misma semana abandonó la pequeña ciudad por otra más importante.

Con sus antecedentes laborales bien redactados y su nuevo aspecto, consiguió empleo en otra emisora de TV como asistente de producción. El sueldo era mejor y la trataban como miembro del equipo. Sus compañeros de trabajo le sonreían con cordialidad; ella disfrutó de la sorpresa. Después de haber sido rechazada tantas veces, en un principio respondió con cautela a sus sonrisas. Pero la aceptaban. La creían igual a ellos. Al salir del trabajo iban juntos a beber una copa o a cenar.

Se inscribió en un gimnasio para ponerse en forma. Hasta comenzó a aceptar invitaciones de hombres, aunque sólo para comer o ir al cine. Era siempre prevenida, siempre reservada. «La mujer misteriosa», la llamaban en broma. Pero ella se divertía, para su propio asombro.

Cuando la chica del parte meteorológico salió de vacaciones, ella la reemplazó. Ahora sabía exactamente cómo presentarse, cómo sonreír y actuar con vivacidad. Ahora también ella parecía bonita como una pintura, con el pelo rubio y vaporoso, los ojos azules chispeantes y una sonrisa pronta en la boca generosa. Desbordaba una vitalidad recién descubierta; había aprendido a ser amena.

Entonces llegó la llamada del productor de la red: había reparado en ella y le pedía que viajara a Nueva York para hacer una entrevista.

Sentada en su terraza, Mal recordó sus mareos de entusiasmo, su nerviosismo. Había alejado de sí las viejas inseguridades e inhibiciones, diciéndose que ahora era otra, la que la red nacional deseaba. Fue entonces cuando inventó a Mallory Malone.

Derrochó en un traje negro de Donna Karan que le sentaba como un guante. Acudió a un salón de belleza, donde un conocido estilista le hizo ese corte de crisantemo, ahora famoso, y le aclaró el pelo como si se lo hubiera veteado el sol. Una maquilladora de primera se ocupó de su cara. Cuando contempló el resultado en el espejo le costó reconocer a esa joven encantadora, que la miraba con sorprendidos ojos azules.

Eso le había costado hasta el último centavo. Partió hacia la entrevista y las pruebas de cámara con la nerviosa esperanza de que valiera la pena.

Cuando el taxi la dejó frente al estudio, levantó la vista hacia el imponente edificio, las puertas custodiadas, la gente que entraba y salía de prisa. Supo que todo eso estaba a su disposición, si sabía tomarlo. Y con el mentón en alto, cruzó esas puertas, erguida, llena de decisión. Ahora o nunca. Otra vez.

Fue esa Mallory reinventada la que, un par de años después, se casó con un exitoso agente de bolsa.

Matt Clements era un hombre maduro y apuesto, de sienes encanecidas, con una perfecta vida social. A ella le gustó de inmediato, porque era una especie de figura paterna y porque él también se había hecho desde abajo. Nacido en una miserable vivienda de Brooklyn, había utilizado la sabiduría de la calle y un astuto cerebro financiero para llegar al sitio que ocupaba en la actualidad: la cima del mundo, en uno de los más grandiosos rascacielos de Manhattan, donde tenía un apartamento de tres plantas cargado de antigüedades elegantes.

—En esta ciudad, con dinero se puede comprar cualquier cosa —le dijo la noche en que la invitó a cenar, mientras ella recorría las habitaciones, asombrada por ese lujo deslumbrante—. Hasta la elegancia. Y no olvides que en una ciudad como Nueva York, la elegancia otorga credenciales. Dinero más elegancia equivale a distinción, y eso significa que lo tienes todo.

Los dos rieron. Ella lo admiró por su sinceridad... y lo envidió por no cargar con el pesado fardo del pasado. No ocultaba sus orígenes humildes. Aunque no se enorgulleciera de ellos, eran la realidad.

Por entonces ella trabajaba leyendo las noticias para la red nacional y la perspectiva de pasar al informativo de la mañana, en alguna fecha futura, se balanceaba delante de sus narices. Vacilaba entre su carrera y el embriagador entusiasmo de estar con él.

Clements la cuidaba, se interesaba por ella, la hacía sentir hermosa y deseada. Por primera vez podía bajar un poco la guardia estando con un hombre. El entendía su ambición y la aplaudía. Nunca había que darle explicaciones.

Un mes más tarde, cuando él le propuso casamiento, Mal aceptó de inmediato. Quería creer que lo amaba y en verdad así era, en cierto sentido. Había atracción, física, sin duda. Pero lo que en verdad quería era formar parte de su atareada vida.

Ése acabó por ser el problema. Clements era un hombre ocupado; ella, una mujer ocupada. Algo debía romperse. Y ese algo resultó ser el matrimonio.

—Renuncia por mí, Mal —había dicho él.

Estaba sentado frente a ella, en un gran sofá de brocado dorado, en la más pequeña de las salas de ese grandioso apartamento. Vestía un batín de seda verde oscura; ella, un albornoz blanco de toalla. Abajo ambos estaban desnudos, pues acababan de hacer el amor. Se sentían bien; cuando estaban juntos todo estaba bien. Pero él se ausentaba con demasiada frecuencia. Y sin su profesión, sin su trabajo, ella sentía que no era nadie.

—Si lo hiciera, en menos de dos meses me odiarías —dijo con tristeza.

—Podríamos comprar una casa en el campo, tener un niño.

Lo miró con angustia. No podía tener un niño. Ella nunca había tenido una verdadera infancia. Temía no poder amarlo; después de todo, no tenía modelos para ese rol de madre.

—Creo que no podría —dijo sobriamente.

—El ofrecimiento sigue en pie —aseguró él. Luego le dio un beso y fue a vestirse. Media hora después partía hacia Zúrich. No volvería hasta pasadas dos semanas.

Pocos meses después Mal comprendió que eso no resultaría. Necesitaba de su carrera y él vivía para la suya. No le molestó que él la culpara públicamente por la ruptura. Después de todo, él le había ofrecido lo que casi todas las mujeres deseaban. Sólo que ella era diferente.

Mal caminó hasta el borde de la terraza para apoyar los codos en el antepecho, contemplando las calles de esa ciudad dura y deslumbrante, que la había recibido en su corazón. Desde aquel día no había vuelto la vista atrás. Y tampoco hacia el pasado, hasta que Harry la obligó a hacerlo.

Aún había cosas de las que no podía hablar, secretos que jamás expondría a la luz. Pero correspondían a otra época, a otro lugar, y ella se había convencido, mucho tiempo antes, de que la única manera de sobrevivir era marchar hacia adelante.

Harry tenía razón, desde luego. Rehusarse a enfrentar su propia desolación, la sensación de abandono provocada por el suicidio de su madre, había sido tomar el camino de los cobardes. Era obvio que eso la asustaba.

—Gracias, Harry —dijo a la noche. Luego entró para llamarlo y dejó ese mismo mensaje en el contestador.

Sonrió al pensar que Harry lo escucharía al regresar del trabajo, en la madrugada. Entró en el dormitorio de huéspedes para mirar la cama que Harry había usado la semana anterior. Desde entonces habían aseado ese cuarto y cambiado las sábanas, pero la almohada estaba todavía allí, la misma en que descansara su cabeza.

Se tendió en la cama, con la almohada apretada contra sus pechos, las rodillas recogidas y los ojos cerrados; pensaba en Harry; deseaba estar de nuevo en sus brazos, haciendo el amor. Porque al hacer el amor con Harry Jordan se había sentido amada. Y eso era bastante especial.

Al amanecer, cuando Harry decidió finalmente retirarse, la sala de Homicidios todavía zumbaba de actividad. Había revisado las transcripciones de las entrevistas y las huellas encontradas en la escena del crimen. Había escuchado una y otra vez la grabación dejada en el contestador de Terry Walker. Las últimas palabras de Suzie eran como un mazazo en su corazón.

Después de la primera vez, Rossetti no soportó escucharlas de nuevo. Pero Harry buscaba sonidos de fondo, cualquier cosa que pudiera haberse filtrado en la grabación. Por fin la envió al laboratorio, para que encontraran alguna manera de amplificarla electrónicamente.

Casi no necesitaba el informe de la autopsia efectuada por el doctor Blake. Era una pena que Suzie hubiera sido vejada por segunda vez, sólo para averiguar qué había ingerido en su última comida, si había drogas o venenos, cuál de esas terribles puñaladas había sido la que le causara la muerte.

Tanto él como Rossetti empezaban a llamarla “la víctima”, para poner distancia entre la muchacha que conocían y el cadáver depositado en la morgue.

—Pero vamos a atrapar a ese hijo de puta, Profe —dijo su compañero, sobriamente.

No parecía el Casanova de costumbre; estaba colérico y sombrío. Harry sentía exactamente lo mismo.

—Somos investigadores de homicidios, Rossetti —dijo, tratando de volver a la realidad de la situación.

—De todas maneras somos humanos.

Salieron juntos al aparcamiento con las manos metidas en los bolsillos, sin decir nada. Rossetti pateó una piedra que fue a chocar contra el Jaguar.

—Perdón —dijo, malhumorado.

Harry se encogió de hombros; no tenía importancia. Después de darle una palmada solidaria en el hombro, se despidió.

Cada uno se acercó a su coche. Luego volvieron a mirarse.

—¿Adonde vas, Profe? —preguntó Rossetti.

—Pensaba pasar por el club para ver qué pasa allá. —Harry estaba seguro de no poder dormir. Usaría el gimnasio para quemar esas falsas energías—. ¿Y tú?

—Tal vez vaya a la iglesia a rezar un rato. Hay que darle una oportunidad.

Ojalá Dios pudiera hacer mejor trabajo que ellos. Harry subió al Jaguar y lo condujo muy lentamente hacia el club Moonlighting, en la aurora fría y gris.

El club estaba tranquilo. Sólo había unos cuantos muchachos conversando y bebiendo gaseosas. Hasta la música era discreta: en vez de rap habían puesto a Whitney Houston.

Los saludó al pasar rumbo a los vestuarios, donde guardó cuidadosamente su pistola. Mientras echaba llave al casillero se dijo que aquello no tenía sentido; cualquiera de los chicos que estaban allí debía de tener un arma de fuego, probablemente más sofisticada que su pistola reglamentaria.

Después de darse una ducha rápida, se cambió para ir al gimnasio. Dedicó media hora a la cinta móvil; luego hizo levantamiento de pesas, no usó los aparatos. Esa noche necesitaba la sensación puramente física de estar a cargo de sí mismo.

Pasada otra media hora, sudoroso y exhausto, volvió al vestuario para ducharse de nuevo y se vistió. Cuando iba a sacar la pistola del casillero vio una tira de papel escondida debajo del arma.

La extrajo con cuidado. El mensaje había sido garabateado con bolígrafo negro.

El que disparó en la tienda es Isaiah Tulane, también llamado Gregory Tallman e Ike “el Hombre”. En este momento se oculta en la calle 9 Oeste. El muerto era amigo mío.

No tenía firma, por supuesto. Pero Harry no dudó de su autenticidad. Durante diez segundos se preguntó cómo habían abierto su casillero; luego se dijo, con severidad, que ese no era un campamento de escolares. Casi todos los muchachos que frecuentaban el club tenían antecedentes delictivos y la mayoría había estado en la droga. Para ellos, abrir un casillero era juego de niños. Debía agradecer que sólo abusaran de su confianza para pasarle información sobre un asesino, que había disparado contra uno de ellos.

Aun así, era culpable de descuidar la seguridad por no haber previsto eso. Había actuado con negligencia y, si no había consecuencias, era sólo por suerte. No volvería a suceder.

Salió sin que nadie lo mirara; todos siguieron con lo que estaban haciendo. Con una gran sonrisa, Harry encendió el radioteléfono para llamar a los coches de patrulla. A veces la vida te da algún premio, después de todo.

También se comunicó con Rossetti.

—¿Cómo te fue en la iglesia? —preguntó, todavía sonriente.

—Bien sabes que no se puede esperar una respuesta inmediata —replicó su compañero—. De cualquier modo, me siento mejor.

—Esto te hará sentir mejor todavía y aumentará tu fe en el Todopoderoso —Harry le contó lo de la nota—. En este momento voy por una orden de arresto. Te espero en la calle Oeste, viejo.

Arrestar al asesino fue, en comparación, decepcionante. Lo encontraron en la cama, durmiendo después de una dosis de heroína; no ofreció resistencia. Más tarde se puso de mal humor y les reveló el nombre de su cómplice.

—No fui yo quien disparó contra el tío, sino él —murmuró, mientras Harry se paseaba a su alrededor, en el cuarto de interrogatorios.

Rossetti tomó un sorbo de café, sabiendo que Tulane se moría por una taza. Y por un cigarrillo. Sacó ostentosamente un Camel y lo hizo rodar entre los dedos antes de ponérselo entre los labios. Para prolongar la tensión pasó el encendedor de mano en mano.

Tulane tenía la vista fija en el cigarrillo. Se pasó la lengua por los labios. Estaba ceniciento, con la boca reseca; el efecto de la droga lo estaba abandonando y empezaba a temblar.

—Necesito un cigarrillo, hombre —dijo, todavía enfadado—. ¿No se supone que estáis obligados a ofrecérselo a un sospechoso? ¿Y café?

—Claro —Rossetti encendió el cigarrillo y alejó de sí el humo con la mano. El prisionero lo aspiró como si fuera cocaína.

—Oh, amigo —gimió—, eres una mierda.

—Detective Jordan, ¿cree usted que esto puede significar dos puntos en contra para el señor Tulane? —sugirió Rossetti, sonriendo.

Harry dijo con suavidad:

—Si quieres, tendrás todos los cigarrillos y el café que desees, Isaiah.

Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Rossetti lo había puesto a punto; su cómplice estaba pasando por lo mismo en el cuarto vecino. Tenían el arma y el oxidado Ford blanco. Los tipos no tenían salida; confesarían en menos de una hora. Mientras tanto había llegado el abogado, gruñendo por haber sido sacado de la cama. Harry bostezó. Esa noche parecía durar una eternidad.

A las diez de la mañana lograron la confesión. Harry volvió finalmente a su casa, preocupado por Squeeze. No tenía por qué: el perro estaba habituado a los horarios erráticos de la policía. Lo saludó con un perezoso meneo de cola y se levantó alegremente.

Harry le puso la correa para llevarlo a dar una buena caminata. Entraron en Starbucks a tomar una taza de café decente, para variar, y compartieron un bollo de canela antes de volver a casa.

En el contestador había dos mensajes. El primero era de su madre.

—Gracias por venir a mi fiesta, Harry —decía alegremente.

Él lanzó una especie de gruñido. Se la oía muy animosa, mientras que él estaba exhausto. Además, era como si la fiesta hubiera sido diez años atrás.

—¿Verdad que fue una maravilla? A veces yo misma me supero. Y gracias por traer a Mallory. Fue como un regalo especial. Qué mujer encantadora. Dice tu tío Jack que, si la pierdes por culpa de tu trabajo, estás loco de atar. Y francamente, estoy de acuerdo con él —su madre rió otra vez—. A ver si comemos juntos un día de estos, querido.

Hubo una pausa. Luego la voz agregó, como si acabara de ocurrírsele:

—¿No te parece un poco ridículo tener que citarnos para comer juntos, cuando vives a la vuelta de la esquina? Puedes venir cuando quieras. Ah, pero me olvidaba de algo: la semana que viene viajaré a Praga con Julia. Ya sé: te preguntarás qué diablos haré en Praga, así que te lo explico ahora mismo. Iré porque nunca estuve en Praga, au revoir.

Y cortó con un firme chasquido.

Harry sonrió. Miffy era, ante todo, previsible. Esperó el segundo mensaje.

Era Mal, que decía con esa voz suave y ronroneante:

—Estaba pensando en ti. Quería darte otra vez las gracias. Por todo. Buenas noches, Harry.

Sentía deseos de abrazarla, de estrecharla contra sí. Se conformó con dar una palmadita afectuosa al contestador. Se acostó deseando soñar con ella. Pero no fue así. No soñó nada.