Capítulo 40
Tenía un largo corte en la frente; la sangre le goteaba a los ojos.
—¡Oh, Dios mío, ha disparado! —dijo ella.
Harry se llevó una mano a la cabeza; su enorme sonrisa era de alivio.
—No. Pero hace un momento temí que me dispararas tú.
Le sacó la escopeta de las manos entumecidas y la abrió para revisar la recámara.
—Está descargada —dijo, atónito.
Ella asintió. Se sentía idiota.
—No pude encontrar las balas.
—Esto no se carga con balas, sino con cartuchos.
Mal lo miró echando chispas; luego se arrojó contra él, golpeándole el pecho con los puños. Harry le sujetó las manos para llevárselas al cuello, estrechándola con tanta fuerza que la dejó casi sin respiración. Escondió la cabeza en su pelo, llenándola de besos: en el pelo, en el cuello, en las orejas.
—Pensé que te había perdido —murmuró, con la voz quebrada de emoción—. Te puse en peligro y te dejé sola. Pensé que el loco te había encontrado.
—Te juro que estuvo aquí —susurró Mal, aferrándose a él.
—Sí, alguien estuvo —confirmó Harry, ceñudo—. Me crucé con ellos cuando se iban.
Ella se apartó para mirarlo.
—¿Lo viste?
Eso significaba que el asesino había estado realmente allí. Un escalofrío de espanto le corrió por la columna.
Él meneó la cabeza; un hilo de sangre le corría por la cara. Se lo enjugó con aire impaciente, en tanto iba hacia el teléfono.
—No sé quién era, pero reconocí el coche, esta mañana nos siguió desde Boston. Y hace un momento me atropello. Bajaba sin luces por nuestro camino.
Marcó el número de la policía zonal e informó rápidamente lo que había sucedido. Luego llamó a Rossetti. Inmediatamente se transmitió un pedido general de captura contra el Infiniti negro, que sin duda presentaría huellas del impacto con el Jaguar.
Mal se sentó en la misma silla en que, minutos antes, esperaba su fin. Le temblaban las piernas y tenía el corazón tan acelerado como el motor del Jaguar. De pronto recordó que el herido era Harry. Ella estaba perfectamente bien, salvo sus nervios destrozados.
—Pudo haberte matado —dijo, aturdida.
Harry cortó y giró hacia ella, con una enorme sonrisa.
—Lo mío no es nada, pero ha matado mi Jaguar. En este momento es un inútil montón de metal dentro de una zanja.
Ella le examinó tiernamente la herida; luego trajo una toalla y agua limpia para limpiársela.
—Necesitas unos puntos.
Harry le sujetó una mano para llevársela a la mejilla; luego, a los labios.
—Mira, tú estás bien; yo, también. La única víctima es el coche. Pero tengo que cazar al cretino que hizo esto.
—¿No crees que sea él?
—No parece su estilo. Él acecha, planifica —la miró a los ojos—. Si hubiera querido llegar a ti, Mal, lo habría hecho. Es muy inteligente, créeme —y agregó, encogiéndose de hombros—: Además, el coche no corresponde. Éste era un Infiniti negro; no coincide con las descripciones de su vehículo. Es posible que tenga dos autos, pero el Infiniti no concuerda con su perfil psicológico.
El ulular de las sirenas policiales hizo trizas el silencio campestre. De pronto la casa se llenó de inspectores y agentes uniformados.
Pasado un largo rato, después de examinar la casa de arriba abajo, así como el coche caído en la zanja, los llevaron al hospital de la zona. Mientras suturaban a Harry, Mal esperó con ansiedad, bebiendo un café aguado.
Por fin él salió. Le habían rasurado parte del pelo; la sutura se extendía desde la ceja derecha hasta la coronilla. La barba incipiente daba a su rostro un matiz aún más pálido; sus ojos grises tenían un aire fatigado.
Harry se recostó en el patrullero que los llevaba a la granja, con los ojos cerrados. Era evidente que estaba dolorido; Mal le tomó la mano, mirándolo con preocupación. La casa estaba vigilada por dos agentes uniformados, que les dieron las buenas noches al verlos entrar.
Harry se sirvió un whisky puro y lo bebió de prisa; era preferible a los calmantes que le habían ofrecido en el hospital. Había sido un día difícil. Le palpitaba la cabeza y el resto de su cuerpo magullado empezaba a doler. Pero lo peor era saber que Mal había corrido peligro por su culpa, que la había dejado sola. No se le había ocurrido pensar que la granja Jordan ya no era un refugio seguro. Aun así estaba seguro de que el conductor del Infiniti no era el asesino en serie. Pero entonces, ¿quién diablos era?
Cuando despertó aún estaba dándole vueltas al asunto. Era de mañana y estaba en la vieja cama de dos plazas, la misma que ocupaba desde niño, con Mal curvada a su lado; percibió la blandura de sus pechos en la espalda y su suave aliento en la piel. Dormía con una larga pierna cruzada sobre las suyas y aferrada a su mano.
Casi valía la pena hacerse romper la cabeza sólo para tenerla ahí, actuando como gallina clueca con un polluelo lastimado.
Se volvió para deslizarle un brazo bajo el cuerpo. Ella abrió los ojos; eran tan intensamente azules que él volvió a quedar atónito. Y esas largas pestañas rizadas le daban un aire inocente. Pero cuando ella le inspeccionó la cabeza, un gesto de preocupación reemplazó su expresión sonriente.
—Creo que se han invertido los papeles —comentó él, dándole un beso—. La Mujercita cuida del Hombrón Fuerte. Ándate con cuidado; puedo aficionarme.
—¿No sabes que somos siempre las mujeres las que cuidamos de los hombres? —afirmó ella—. Sólo el orgullo masculino os permite pensar lo contrario. Pero será mejor que no te aficiones demasiado, detective. Puedes perder tu dureza machista y verte obligado a admitir que las mujeres somos más fuertes.
Él reía, pero se olvidó de todo cuando Mal lo besó. Deslizó las manos por ese cuerpo suave.
—Seda y satén —susurró, restregándole la nariz en el cuello.
Ella se escurrió entre sus brazos y se levantó, desnuda, desperezándose.
—Los heridos no deben hacer el amor. Pero deben desayunar en la cama.
Él la devoró con los ojos: estupenda en su desnudez, tentadora como la manzana de Eva.
—Eso no es justo —gruñó—. ¿Quién te ha dicho eso?
—Anoche en el hospital —ella se puso una bata camino a la puerta—. Una doctora —anunció por encima del hombro.
—¿Qué importa el dolor, si puedo tener a una mujer como tú en los brazos? —protestó él, cuando ella salió de la ducha.
Mal puso los ojos en blanco. En ese momento sonó el teléfono. Ella esperó con súbita aprensión.
—Buenos días, Profe. ¿Cómo está esa cabeza?
—Es Rossetti —informó Harry a Mal.
Ella hizo un gesto de alivio y bajó a preparar el desayuno.
—Nada bien, hombre —respondió Harry, con aire lúgubre.
—¿De veras? Lo siento. Y con lo que tengo para decirte se va a poner peor. ¿Has visto los periódicos de esta mañana?
—No. ¿Por qué? —De pronto Harry no tenía ningún deseo de enterarse.
—Los periódicos sensacionalistas han publicado un bonito par de fotos donde estás con Malone. Los pies de fotos son todos parecidos: «Mallory Malone en ardiente amorío con policía encargado de los asesinatos en serie». Aparecéis paseando abrazados por la granja... que es “el nido de amor”, por supuesto.
Harry lanzó un gruñido.
—Era lo único que nos faltaba.
—El que tomó esas fotos podía ser el conductor del Infiniti negro. Así que retorcí algunos brazos, metafóricamente hablando, y conseguí nombre y dirección. Te alegrará saber, Profe, que los responsables de arruinarte el auto están ahora detenidos por lesiones causadas por conducción temeraria, abandono de la víctima y violación de domicilio, mientras se me ocurre alguna otra cosa.
—Entonces no era el asesino, después de todo —dedujo Harry, aliviado.
—No. Sólo esos condenados paparazzi. Eso te sucede por salir con los ricos y famosos. Puedes agradecer que no apuntaran las cámaras a la ventana del dormitorio.
Harry echó un vistazo a las ventanas, que esa noche habían dejado inocentemente abiertas y con las cortinas descorridas.
—Tendré que ser más prudente.
—Tú lo has dicho, Profe. Mientras tanto, cuida esa cabeza. Y a la señorita Malone, que hizo un trabajo estupendo. Las llamadas telefónicas han disminuido. Desde las dos llamadas falsas de ayer no hemos recibido ninguna importante.
Harry no había vuelto a pensar en los dos hombres detenidos el día anterior. Le había bastado verlos para saber que ninguno de ellos era el asesino. El primero sólo buscaba un momento de gloria en televisión; el otro era un pervertido cuya manía por las obscenidades ginecológicas lo enviaría al manicomio. El asesino de Suzie Walker aún estaba en libertad.
Después de asegurar a Rossetti que en un par de horas estaría con él, bajó para dar la noticia a Mal.
Ella estaba en la cocina, preparando huevos revueltos.
—Tenías órdenes de quedarte en cama —dijo.
—Hay novedades.
Mal dejó la cuchara de madera, con una mezcla de miedo y esperanza en los ojos. Él se apresuró a explicar:
—No, no han detenido al asesino. Pero sabemos que el de anoche no era él. Eran unos paparazzi.
—¿Periodismo barato?
—Temo que sí. Rossetti vio las fotos que se publicaron. Nada demasiado grave. Tú y yo abrazados. Y la Granja Jordan como “nido de amor”.
Sólo entonces comprendió Mal lo que eso significaba.
—¿O sea que lo de anoche fue obra de fotógrafos sensacionalistas?
—Así es, Malone.
—¡Pero pudieron matarte con ese auto! ¿Cómo se atreven? —arrojó la cuchara y empezó a pasearse por la cocina, cruzada de brazos y con los labios apretados—. ¿Tan bajo han caído que están dispuestos a matar por una foto de mal gusto? ¡Dios mío!
—Al menos, no era el asesino.
Ella dejó de pasearse.
—No, es cierto —reconoció, aterida al recordar el susto de la noche anterior.
—No tienes por qué preocuparte. Sólo por los titulares que divulgan a gritos tu vida privada.
Ella le dedicó una sonrisa deslumbrante, aturdida por el alivio.
—¡Al diablo con mi vida privada! Valió la pena, detective.
—Espero que sigas pensando lo mismo cuando te diga que debo regresar a la ciudad.
—¿Ahora mismo?
—Bueno, después de comer esos huevos revueltos.
—¡Uy; los huevos! —sacó la sartén de la hornalla. Era una horrible masa solidificada.
—Menos mal que he traído panecillos —comentó él—. Y bollitos. Bastará con que prepares el café, Malone.
—Y después nos iremos —suspiró ella, sombría.
—Así es la vida del policía, como le digo siempre a Squeeze —observó Harry. Pero le dio un beso antes de subir a darse una ducha.
Dos horas después se despedían en el aeropuerto. Él paseó una mirada por el salón, lleno de desconocidos que los miraban con curiosidad; decidió mandar todo al diablo y besarla sin más.
—Ya lo leyeron en los diarios —le susurró al oído—. Ahora saben que es verdad. Te llamaré esta noche.
—No me quejaré —prometió ella—. Así es la vida del policía.
—Pero no siempre.
Harry se alejó de prisa. Ella lo siguió con la vista, sabiendo que ya había vuelto a concentrarse en el asesino. El corazón le dio un vuelco al ver que él se volvía a saludarla con la mano. Luego desapareció tras una esquina.
Mallory sonreía al subir a su avión. Y también más tarde, cuando al llegar a su apartamento escuchó su mensaje en el contestador.
—Aquí el herido ambulante, llamando para asegurarse de que has llegado sana y salva, Malone. Lamento lo de este fin de semana y lo de esas fotos... aunque no estás tan mal. Me ocuparé de que la próxima vez aparezcas más favorecida. Te llamaré más tarde.
Apenas tuvo tiempo de quitarse los zapatos antes de que sonara el teléfono. Era Beth Hardy.
—Conque tú y el Apuesto Detective estáis en primera plana. Y en un nido de amor, nada menos.
—Esto se pondrá peor. —Mal le explicó rápidamente lo sucedido la noche anterior—. Es probable que sigamos en primera plana y supongo que habrá más fotografías. Pero no en el “nido de amor”, porque el Apuesto Detective ha vuelto al trabajo. Y ya conoces el viejo refrán.
—¿Ojos que no ven, corazón que no siente? Lo dudo mucho. El jueves, después del programa, el A.D. estuvo sumamente atento. Si quieres un consejo, sigue la corriente. Si alguien dice cosas feas de ti y de Jordan, ha de ser por celos, simplemente. Hasta mañana, querida.
Mientras Mal se quitaba las medias volvió a sonar el teléfono.
—Me gustaría estar aún contigo en el nido de amor —dijo Harry.
Mal sintió de nuevo ese pequeño estremecimiento en el corazón. Se dejó caer en la cama, sonriente.
—Oh, claro —dijo—. Puedes invitar a los paparazzi, y entonces podemos repetir algunas escenas para ellos.
Lo oyó suspirar.
—Quizá valiera la pena —dijo él, apenado—. Unos cuantos puntos de sutura, un Jaguar clásico arruinado, escopetas, notoriedad... ¿Qué más puede pedir uno cuando pasa un bonito fin de semana con su mujer?
—¿Con su mujer, detective? ¿No está usted siendo un tanto presuntuoso? ¿Por un par de cenas, una fiesta y algunos abrazos aquí y allá?
—No es gran cosa, ¿verdad? —su voz sonaba lúgubre. De pronto rió—. No sé por qué me he molestado en llamar, Malone. Veo que estás nuevamente en forma.
—Me alegro de que llamaras —reconoció ella, en un tono que era como una caricia.
—Yo también. Cuídate, Malone. Te llamaré mañana.
La línea quedó muerta. Ella retuvo el auricular contra el oído, sin decidirse a colgar. Por mucho que riñeran, la vida parecía más vacía cuando no estaba con él.
Se dio una ducha y salió en bata, súbitamente agotada. Entonces recordó que apenas había dormido un par de horas. Se preparó una infusión, bostezando, y entró en el estudio para ver el resto de sus mensajes. Había otro sobre esperando en el escritorio.
Lo abrió mientras sorbía su infusión de bayas silvestres. El mensaje tenía una sola línea. Decía: Bienvenida a casa, Mary Mallory
La infusión se volcó, quemándole la mano temblorosa. Ella apenas lo sintió. Se dejó caer en la silla, contemplando como hipnotizada esa endeble hoja de papel. Un escalofrío le corrió por la espalda, erizándole la piel.
La nota no era de Harry. No era de los paparazzi.
Sólo una persona, aparte de Harry, conocía su verdadero nombre.