Capítulo 26
En opinión de Harry, la vida era bastante bonita. Era la mañana del día siguiente y él iba al volante de su jeep, con Squeeze en la parte trasera y Mallory Malone en el asiento del pasajero, que parecía corresponderle por derecho propio.
Dormía profundamente. De vez en cuando él le echaba una mirada, maravillado por las largas pestañas que se curvaban sobre sus mejillas; echaba de menos sus miradas burlonas, ésas con que lo mantenía sobre ascuas.
Squeeze iba asomado por la ventanilla para olfatear el fresco olor de los pinos. Después de serpentear por la cuesta de la montaña, Harry se desvió por un camino lateral que cruzaba el bosque. Dando tumbos entre los pozos, dejaron atrás una pequeña posada, a la orilla de un plácido lago de aguas pardas, famoso por sus truchas; luego, un pequeño caserío, con un granero rojo que funcionaba como colmado, con una solitaria gasolinera enfrente. Allí se arracimaban unas pocas casas, como casas en un prado, todas pintadas de blanco, con filetes negros en los aleros Victorianos y anchas galerías al frente. Un par de perros holgazaneaba afuera. Uno de ellos corrió tras el jeep, ladrando sin mucha convicción. Squeeze apoyó las patas en el asiento trasero, deseoso de correr tras él.
—¿Dónde estamos? —Mallory se incorporó para mirar a su alrededor.
—Ya llegamos —anunció él, tomando la última curva hacia la cabaña. Entró por el camino de grava y pisó el freno, haciendo que el vehículo derrapara en círculo—. Es la única manera de llegar aquí, dijo con aire indiferente, mientras Mal se aferraba al asiento con un grito ahogado—. Intentar retroceder por esa cuesta es un infierno.
—Debes de haber practicado muchísimo para perfeccionar esa maniobra —observó ella, clavándole una mirada fulminante—. Pensé que había llegado mi final.
Él le abrió la portezuela, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Ese era sólo el principio, señora —aseguró, ofreciéndole la mano con una reverencia.
Mal bajó de un salto, ignorándolo.
—¡Oh! —exclamó. Luego otra vez, sonriendo—: Oh...
—¿Debo interpretar eso como una aprobación?
—Sí, decididamente sí.
La cabaña de troncos estaba encaramada en lo alto de una fuerte pendiente. Era cuadrada, tosca y compacta, construida de cedro. Tenía vertiginosas ventanas y un tejado saliente en pico, capaz de soportar una buena carga de nieve. Se veían un amplio porche y una gran chimenea, levantada con piedra de la zona. En el porche crecían flores en cestos con musgo. La alta puerta de dos hojas parecía tan gruesa como para resistir a un ejército invasor.
Mal suspiró con envidia.
—¿Qué otras sorpresas inmobiliarias me reserva la familia Jordan? ¿Un castillo en España? ¿Una villa en Toscana?
—Temo que esto es todo. Además, creo que hace falta ser marqués, al menos, para ser dueño de un castillo. Los Jordan sólo merecemos el vulgar título de señor.
—Y el de detective —recordó ella.
—Olvídate del detective, aunque sólo sea por este fin de semana.
Squeeze gimoteó.
—¡Oh, pobrecito! —exclamó ella—. Nos olvidamos de él.
Harry le abrió la portezuela y el perro comenzó a saltar en torno de ellos, en un éxtasis de entusiasmo.
—Veo que no sólo a mí me encanta este lugar —comentó Mal. El perro desapareció en el bosque.
—Creo que aquí se siente más cerca de sus antepasados lobos —comentó el dueño, riendo—. Vuelve a ser una bestia salvaje.
Mientras él llevaba dentro las bolsas, Mal lo siguió con el cesto de merienda que había encargado al cocinero del Ritz. Al entrar se encontró con una muestra de perfección de la familia Jordan.
Los troncos de cedro habían cambiado de color hasta adquirir un matiz maduro; las anchas tablas del suelo relucían bajo las coloridas alfombras hechas con retales. En las paredes había tapices navajos; en las sólidas mesas laterales, estatuillas de bronce que representaban a jinetes. Una familia de Nueva Inglaterra, pintada por Norman Rockwell, coronaba el sólido madero de cedro, con quince centímetros de espesor, que constituía la repisa. El hogar hecho de roca, ocupaba toda la pared. En él se habría podido asar un buey. Los enormes sillones dispuestos enfrente eran tan amplios que era posible perderse en ellos.
—¡Oh! —repitió Mal—. ¡Oh, Harry!
Él se pasó la mano por la barba crecida en el mentón, con cara divertida.
—Para ser periodista, eres mujer de pocas palabras.
—Me pareció que eso lo decía todo. Pero si lo quieres por escrito, esto es la bienaventuranza. ¿Te das cuenta, Harry, de que una podría casarse contigo sólo por tus propiedades? Cada vez que me llevas a una de tus casas no quiero salir de allí.
—Lo tendré en cuenta, Malone. Ven te mostraré el resto.
Se acercaron a la vertiginosa serie de ventanas de la parte trasera, donde Mal ahogó una exclamación de deleite. El terreno descendía a pico. A través de un encaje de verdor se veían las cumbres de las montañas y un lago remoto. Harry abrió las puertas de cristal para salir a la galería. Apoyados en la baranda del porche, bebieron el silencio y la belleza. En lo alto de un árbol gorjeaba un pájaro; el viento jugaba entre las hojas y algunos animalillos correteaban por la maleza. Hasta los rayos del sol parecían tangibles, agregando un esplendor dorado al panorama.
—Se me han agotado los superlativos —reconoció ella, débilmente.
—Cada vez que vengo me pregunto qué hago en las calles de la ciudad, persiguiendo a asesinos —reconoció Harry—. Allí veo de primera mano el mal que el hombre causa al hombre. En primer plano y a todo color. Y aquí, todo esto —abarcó el paisaje con un ademán del brazo—. Venir aquí es una especie de renovación.
—«Restaura mi alma» —citó ella, mirándolo.
—Quien haya escrito ese salmo acertó. Aunque algunas de las personas que han venido conmigo no estarían de acuerdo.
—¿Tu esposa? —adivinó ella.
Harry asintió.
—Jilly detestaba esto. Con una vez le bastó. Dijo que se había pasado la vida huyendo de este tipo de lugares —hizo una mueca irónica—. Tenía veintiún años.
—Y era una señorita de buena familia, de ésas a las que llevabas a los bailes de fin de curso; de las que te llevaban permitiendo que les metieras la mano bajo el vestido al regresar de los bailes.
—¿Eso es lo que piensas?
Mal se encogió de hombros.
—¿Con qué otra clase de chica puedes haberte casado?
Él siguió contemplando el panorama reclinado sobre la barandilla, pero Mal tuvo la sensación de que no lo veía.
—Cuando la conocí, Jilly tenía diecinueve años —dijo en voz baja—. Era camarera de un café para camioneros, en las afueras de la ciudad. Se llamaba “Los primos del campo”.
»Había nacido en una aldea de Alabama y hablaba con suave acento sureño; se me hacían gelatina los huesos con sólo escucharla. Tenía una larga cabellera rubia y los ojos del color del whisky; cuando cruzaba el salón, todos los tíos la seguían con la mirada. Era alocada y temeraria. Conducía una vieja moto Harley. Yo esperaba a que terminara de trabajar sólo para verla partir por la autovía, con el pelo rubio al viento.
»Cuando la invité a salir me rechazó de plano. “Vete a casa con tu papá, hijito”, me dijo, con toda la superioridad de la mujer de mundo ante un estudiante bisoño. Ni siquiera mi Porsche sirvió para tentarla a salir conmigo. “Aquí vienen tíos con Ferrari. ¿Para qué te necesito, dime?”, me dijo.
»Insistí durante varios meses, pero ella no quería saber nada del asunto. Decía que no sintonizábamos la misma longitud de onda. Yo sabía que consumía drogas. Hasta conocía al fulano que se las vendía —miró a Mal—. Tienes que entender: Jilly representaba una muchacha pura y llena de salud. La típica norteamericana alta y rubia. Yo odiaba las drogas y odiaba aún más a ese hombre por dárselas.
»Cuando me recibí en Harvard la invité a mi graduación. Y ella aceptó, dejándome estupefacto. “¿Qué se pone la gente para esas ceremonias de lujo?”, preguntó. Me di cuenta de que, por una vez, estaba nerviosa. “Cualquier cosa, le dije. Algo sencillo.”
»Apareció de jersey, con una falda tableada hasta las rodillas, collar de perlas y el pelo recogido atrás con una cinta. Estaba maravillosa; la motociclista drogada, la que vestía de cuero negro, parecía una chica de los años cincuenta.
»Mi graduación le cambió la vida. Estaba ahí, sentada junto a mis padres, comportándose como una dama y diciendo todo lo correcto, con ese arrastrado acento sureño. Y devorándoselo todo. La cena de celebración se hizo en LockObers; ella insistió en que le contara por qué el desnudo colgado sobre el mostrador se cubría con un paño negro cada vez que Harvard perdía ante Yale. De pronto la fascinaba toda esa tradición que acompaña a la universidad y al dinero.
»“Se acabó, Harry, me dijo después. Dejaré el trabajo de camarera. Y las drogas. Y la moto. Quiero ser una dama.” Y lo hizo. Lo hizo sin esfuerzo: un buen corte de pelo, la ropa adecuada, los modales correctos. Cuando nos casamos era el encanto personificado. Y entonces le destrocé la imagen de la clase alta.
»“Yo no me casé con un policía, sino con un abogado”, fue lo que me dijo al informarme que me abandonaba. Llevábamos dos años de casados, pero durante el último se había sentido sola; ya tenía a otro esperando entre bastidores.
Harry apartó los ojos del panorama, pero Mal comprendió que aún estaba viendo su pasado. Se encogió de hombros.
—Ahí se acabó todo. Después de ofrecerle lo que ella quería, yo se lo quitaba. A ella le gustaban la vida social, las fiestas, las comidas y la ropa. Ahora tiene todo eso en Greenwich, Connecticut. Tiene dos hijos y dedica mucho tiempo a las obras de caridad.
Mal vio en sus ojos que él estaba dolido.
—Lo siento, Harry —dijo con suavidad.
—No es nada. Ya pasó. Ahora hasta puedo desearle buena suerte. De vez en cuando hablamos. Es una mujer común, agradable —sonrió con ironía—. Ella quería un marido abogado y yo, una motociclista de pelo largo suelto al viento. Desde entonces tengo debilidad por las camareras —le pasó un brazo por los hombros para acercarla a sí—. Como te dije, éste es un buen lugar para purgar el alma.
Abrazada por los hombros, la llevó al piso alto por la ancha escalera. Los viejos peldaños de pino, anchos y de poca altura, crujían ruidosamente. Una vez arriba abrió la gran puerta en arco, diciendo:
—Esto es todo tuyo.
Ella apreció las vigas del techo, que parecía el de una catedral, y la serie de ventanas que daban a un espléndido panorama. La sencilla cama de pino, cubierta con un esponjoso edredón de plumas, y el suelo lustrado, sembrado de viejas alfombras de seda. El enorme armario debía de haber sido hecho por un artesano en ese mismo sitio, pues de otro modo habría sido imposible entrarlo. Frente al hogar había un par de viejos sillones confortables, tapizados de lana a cuadros blancos y rojos; frente a la ventana, una descolorida chaise longue, para contemplar el espectacular paisaje. Las lámparas tenían pantallas rosadas, a fin de que arrojaran un fulgor cálido en las frías noches de invierno; en los estantes se amontonaba una ecléctica selección de libros para los insomnes.
—Casi me gustaría que estuviera nevando —Mal dejó escapar un suspiro de contento—. Podríamos arrojar un leño al fuego, encender las lámparas y...
—¿Y...? —él enarcó una ceja esperanzada.
—Y comer lo que traje en el cesto —concluyó ella, con firmeza—. No sé qué pasa contigo, pero yo estoy famélica.
Bajaron a la gran cocina cuadrada. Contra lo que ella esperaba, era anticuada, con encimeras de azulejos, sencillos armarios de pino y una vetusta cocina de acero para restaurante, que ocupaba media pared. En un rincón había un hogar de piedra y una vieja mesa de pino, a la que las limpiezas de muchos años habían dejado muy blanca. La rodeaban diez o doce sillas desiguales.
—En vida de papá la cabaña solía estar siempre de bote en bote —dijo Harry—. Y antes, en vida de mi abuelo. Siempre estaba llena de tíos, primos, abuelos, amigos... y perros, por supuesto. En esta vieja cocina se ha preparado más de un banquete. Cuando yo era chico, solía esconderme bajo la mesa a la hora en que debía estar acostado, mientras los grandes cenaban. Ellos sabían que yo estaba allí, pero me permitían creer que los estaba burlando. Corría el vino, las anécdotas y los recuerdos: los peces que habían pescado o cómo les había ido con el esquí, según la temporada.
»Me gustaba, sobre todo, cuando caía la nieve contra las ventanas y el fuego ardía en el hogar; se olía el sabroso guiso preparado por mi madre y el pan recién horneado: la especialidad de papá. Él decía que eso lo relajaba. Se instalaba allí, de pie, castigando la masa con los puños y sobándola. Según decía mamá, imaginaba que estaba golpeando a sus clientes.
Mal le envió una sonrisa reminiscente cargada de puro placer. Envidiaba ese tipo de recuerdos, pues ella sólo tenía espacios en blanco donde deberían haber estado la familia, los amigos, la calidez y las relaciones.
Harry se frotó el mentón con la mano, sintió la barba que crecía con celeridad, y sonrió.
—En esos tiempos la gente sabía divertirse. Aquí se permitían muy pocos entretenimientos fabricados por el hombre: no había televisión ni radio, aunque a mi madre se le permitía tener sus viejos discos de vinilo... incluido Hay humo en tus ojos, por supuesto. Y también había un viejo piano vertical que todos tocábamos, hasta yo, aunque ninguno lo hacía muy bien. Cuando nevaba demasiado para salir, jugábamos al póquer o a otros juegos de mesa; después de cenar, a las charadas. Después alguien tocaba algo al piano o mamá ponía un disco, mientras todos bebían su copa de coñac antes de acostarse, con los perros estirados frente al fuego.
»Todavía los veo a todos, a la luz de la lámpara, exactamente como eran, aunque ahora muchos son sólo fantasmas. Fantasmas felices, espero. A veces, cuando estoy solo aquí, creo poder sentirlos, rodeándome, es una sensación cómoda, tranquila como si estuviera con viejos amigos.
Mal lo miraba fijamente, ansiosa como una criatura que escuchara un cuento de hadas. Él se encogió de hombros, diciendo:
—Ahora sabes por qué amo este lugar. Es por la continuidad, por los recuerdos. El tipo de recuerdos que me gustaría entregar a mis propios hijos —fue hacia la encimera para abrir el cesto de la merienda—. ¿No tenías hambre?
Había vuelto a su humor provocativo, pero Mal seguía pensando en esa refulgente pintura de un mundo desconocido. Más que de comida, estaba hambrienta de esa vida.
Harry llenó de comida para perros el cuenco metálico de Squeeze y el perro llegó a la carrera, desde la galería, donde había estado husmeando el olor de los conejos.
Mal sirvió la comida en la galería, mientras Harry traía platos y cubiertos. Echó una mirada de asombro al banquete de pollo asado, patatas tiernas con vinagreta y espárragos frescos. También había una tajada de queso francés, una hogaza de pan crocante y peras frescas hervidas en vino tinto.
—Yo pensaba que sería un bocadillo a la Matisse —dijo.
Mal gruñó.
—¿Te traigo comida digna de dioses y tú quieres un emparedado?
—Estaba bromeando. Pero esta merienda requiere un buen vino tinto.
Iba a entrar en la casa para traerlo, pero ella levantó la voz:
—Agua, no más. Necesito tener la cabeza despejada para esa caminata a la que vas a llevarme después.
—¿Después? Creo que voy a necesitar un descanso.
Ella se echó a reír.
—Escucha, Harry Jordan: compré un equipo especial para la ocasión y tengo intenciones de usarlo.
Los claros ojos azules del perro, anhelosos, estaban clavados en la comida. Harry le arrojó una presa de pollo.
—Para una maratón como ésa, un perro necesita reunir fuerzas —dijo.
Ella, sonriente, masticó satisfecha un tallo de espárrago; mientras bebía un sorbo de helada agua de montaña, devoró el panorama con los ojos, pensando: «La felicidad es como el dinero: cuando no la tienes no sabes qué significa; cuando la tienes, ni siquiera te das cuenta. Está allí, simplemente».
Se demoraron en la sobremesa; después, con un aire muy oficial, Harry dijo:
—Bien, tienes cinco minuto para cambiarte. Debemos salir antes de que cambie el tiempo.
Ella le echó una mirada incrédula mientras subía la escalera; en el cielo no había una sola nube.
—A propósito —dijo, al llegar arriba—: ¿Dónde duermes tú?
Él le dirigió una sonrisa descarada.
—Por fin lo preguntas. Te lo mostraré cuando volvamos. Pero no te preocupes: aquí hay tantos dormitorios que tú, Squeeze y yo podemos tener cada uno su cuarto, aun si aparecieran inesperadamente unas cuantas personas más. Cosa muy improbable, Malone.
—Mallory —corrigió ella por encima del hombro, entrando en la estupenda habitación que, por una sola noche de perfección, se le permitía considerar suya.
Se puso rápidamente unos recios pantalones cortos para excursión, que tenían un excesivo número de bolsillos, una camiseta blanca, calcetines gruesos y rígidas botas de suela gruesa que llevaba años acordonar. Luego se retocó la pintura de los labios y, después de plantarse la gorra de béisbol, bajó ruidosamente la escalera.
Él la observó cruzado de brazos, acompañado por Squeeze. Se había puesto unos pantalones cortos holgados, de tipo náutico, color coral, una desteñida camiseta de rugby, un par de botas maltrechas y una gorra canadiense. En su expresión no había rastros de burla, pero Mal adivinó que ahí estaba, acechando en alguna parte.
—Tengo la sensación de que he metido la pata otra vez... En cuanto a vestimenta —agregó, insegura.
—Digamos que tu atuendo es un poco serio para la ocasión.
En la tienda le habían dicho que era el equipo adecuado. Frunció el entrecejo, mirándolo de arriba abajo, y comentó con sarcasmo:
—Supongo que habría debido elegir algo rosado, como tú.
—Voy a soportar ese golpe como corresponde a un hombre, Malone. Sin embargo, para tu información, este tono recibe el nombre de “rosado Nantucket”. Es lo que todo el mundo usa en la isla: para navegar, para cenar...
—¿Para caminatas?
—Puede que yo sea el único que lo use para esa actividad. Y ahora que hemos aclarado ese punto, ¿vamos?
Squeeze, al reconocer la palabra, voló a la puerta entre cabriolas y chillidos. Mal se detuvo en lo alto de la escalera para verlo correr gozosamente, ladrando como loco, feliz con su libertad. Sonrió; ella sabía lo que el perro estaba sintiendo.