Capítulo 23
A medianoche se apagaron todas las luces en la calle de Suzie Walker. El hombre bajó del Volvo, desperezándose con alivio. Se había hecho más tarde de lo calculado, pero eso no lo preocupaba, pues Suzie tenía el turno de noche. Contaba con tiempo de sobra.
Siempre entre sombras, caminó rápidamente calle abajo. No llevaba su uniforme; eso quedaba para el acontecimiento especial. En cambio se había puesto pantalones oscuros y una camisa negra; de ese modo, si se cruzaba con alguien por casualidad, parecería un transeúnte cualquiera.
Se deslizó a la acera de enfrente y entró al pequeño patio delantero donde ella solía aparcar su coche; luego echó un vistazo por encima del hombro. No había nadie a la vista. Hizo girar la llave en la cerradura y entró, cerrando la puerta silenciosamente tras él. La emoción de lo ilícito, de lo desconocido, lo golpeó con un torrente de exaltación.
Se detuvo en el vestíbulo a oscuras, esperando, percibiendo lo denso del silencio. Respiraba ruidosamente, con el pulso muy acelerado por el estímulo de su propia audacia, de su astucia.
Sacó del bolsillo la pequeña linterna y la encendió. En esa ocasión oyó al gato sin verlo, en tanto se escabullía con miedo. Sonrió; le gustaban los animales. Cuando era niño solía utilizarlos para experimentación. Los abría sólo para oírlos gritar y ver qué tenían adentro. Y su madre reía, diciéndole que acabaría siendo un cirujano.
Entró en la cocina, apuntando el rayo hacia abajo hasta que bajó la cortina de la ventana. No encendió las luces, pues alguien podía haber notado que estaban todas apagadas al salir Suzie rumbo al hospital. Sacó un par de finos guantes de goma del bolsillo y, después de ponérselos, paseó la linterna. Frunció el entrecejo al ver la comida de supermercado a medio comer, abandonada en la encimera, y el montón de platos sucios en el fregadero. Esa mujer tenía lavavajillas ¿por qué no lo usaba?
Vio la carta, escrita en papel rosado y decorada con una guirnalda de flores en tonos pastel. La leyó con interés. ¿Así que Suzie iba a ser dama de honor? Sonriendo al pensar en el poder que ejercía sobre ella, se preguntó si llegaría a la ceremonia. Sabía que la respuesta estaba en sus manos.
La minúscula sala estaba al otro lado de la cocina, separada por la encimera. La observó de prisa antes de cruzar el estrecho pasillo hacia el dormitorio.
Se detuvo en el vano de la puerta, respirando profundamente, como un perro que buscara el olor de la presa.
Cada mujer era diferente; cada una tenía su olor especial. El de Summer Young había sido perfume, lápiz labial y cigarrillos; el de Suzie era más penetrante, limpio, con reminiscencias de antiséptico mezclado con el olor a selva pluvial de su aceite para baño. Olía exactamente como lo que era: una enfermera afecta al aire libre, a quien le gustaba pasar los días de descanso caminando por el bosque. Pero debajo de él eran todas iguales: todas tenían ese vil almizcle de mujer. Como su madre.
La cama estaba sin hacer, como siempre. Al parecer, en todo el país no había una sola mujer menor de veinticinco años que hiciera la cama al levantarse. Se sentó en el borde del colchón, deslizando la mano por la sábana verde oscuro, con un llamativo diseño dorado. Al menos las sábanas estaban limpias, aunque fueran de las que usan las prostitutas.
Se paseó por el dormitorio, recogiendo cosas para inspeccionarlas: el texto de medicina en la mesilla de noche, la fotografía de los padres, tomados de la mano y sonriendo a la cámara. La hermana, probablemente la que estaba por casarse; se parecía a Suzie, aunque tenía el pelo oscuro y no era tan bonita. Un chico pelirrojo, posiblemente el hermano menor.
Abrió los cajones de la cómoda para tocar las prendas interiores, amontonadas de cualquier modo. Por lo visto le gustaban las bragas de encaje y los sujetadores con soporte. Eso le gustó. Del espejo pendían sartas de perlas falsas y cuentas de vidrio; en una caja, decorada con un par de conejitos en tonos de azul y rosado, encontró una gastada colección de pendientes baratos.
Entró en el armario para mover las prendas colgadas del riel; las olfateó, se las frotó contra la cara. Los zapatos estaban desprolijamente amontonados en un rincón, aunque tenía una parrilla de plástico para ordenarlos. Aun así le gustó el contraste entre los cómodos zapatos blancos de enfermera, con su suela de goma, y los estilizados tacones aguja. Recogió uno de charol negro. Acariciando el tacón, entró en el cuarto de baño.
Aquí estaba el cofre del tesoro, el lugar que él prefería. Las cosas personales de la mujer: las cremas, el maquillaje, todo amontonado en polvorientas bandejas de acrílico, sobre la encimera de azulejos resquebrajados. Había una barra de jabón antiséptico en la jabonera de madera acanalada, que probablemente tendría más gérmenes de los que el jabón podía combatir.
Abrió cajones y armarios, y manoseó los tampones y las compresas higiénicas. Del tubo de la cortina de la ducha colgaba una toalla mojada. La apartó a un lado para inspeccionar la bañera. El delgado rayo de la linterna detectó un pelo púbico rizado, de color cobrizo, cerca del desagüe. Lo recogió para examinarlo, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice; luego tomó un pañuelo de papel, envolvió el pelo y lo guardó en su bolsillo.
Buscó el cesto de la ropa sucia. Estaba bajo la ventana. El gato negro se había sentado sobre él y lo observaba inmóvil.
«Se está acostumbrando a mí», pensó, sonriendo. De cualquier modo no tenía necesidad de molestarlo. Al desvestirse para el baño, Suzie había dejado la ropa interior sucia en el suelo. Allí estaba todavía.
Se quitó los guantes y, trémulo de placer, recogió las bragas de encaje negro y el sostén de la misma tela. Les dio vueltas y vueltas entre las manos. La etiqueta decía: “Secreto de Victoria”.
Se los acercó a la cara para inhalar ese horrible olor a mujer. Y gimió con fuerza.
El gato salió disparado, haciendo sonar las uñas contra el suelo de mosaicos. Él ni siquiera se dio cuenta.
Apretando todavía las bragas contra la cara, volvió de prisa al dormitorio y se sentó en la cama. Allí se recostó, con la bragueta abierta, para apretarse la prenda de encaje negro contra la ingle. Y gimió otra vez, perdido en su frenesí sexual solitario, retorciéndose entre gruñidos. Pero lo que en realidad quería era gritar a todo pulmón.
No sirvió de nada, por supuesto. Nunca servía. Sólo llegaba al orgasmo cuando las mataba. Lo recorrían violentos temblores, como si estuviera en medio de un ataque. Estaba otra vez fuera de control, atrapado en el pasado. Pensando en su horrible madre, que lo dominaba todavía, a pesar de los años transcurridos.
Volvía a ser un niño atrapado en la cama materna, y ella lo golpeaba con el zapato porque se negaba a tocarla. El tacón de aguja se le hundía dolorosamente en la carne amoratada, en los genitales, mientras ella susurraba en su oído los horrores a que se exponía si alguna vez lo contaba...
Suzie llegó conduciendo con lentitud y apartó el Neón, agradecida por volver a casa. Al bajar se detuvo un momento a aspirar el aire cálido de la noche. Parecía envolverla en un resplandor difuso, al que se contraponían destellos de luz con cada mazazo de la migraña. Se apretó la cabeza con las manos, rezando para que aquello cesara. El cabo de enfermeros le había dado algunas píldoras, diciéndole que volviera a su casa a descansar, pues en ese estado no podría ser útil. Ella sabía que era verdad; el dolor de cabeza iría en aumento antes de empezar a ceder. Siempre le sucedía lo mismo.
Con un suspiro, puso la llave en la cerradura y abrió la puerta. Al menos esa noche no había perdido las llaves. Cuando encendió la luz del vestíbulo, el gato acudió corriendo. Lo había recogido de la calle; mantenían una amistad cordial, aunque distante; todo estaba bien mientras ella le diera de comer y le permitiera dormir en su cama. Se llevó una sorpresa al ver que el animal se frotaba contra los tobillos, maullando.
—Has elegido una mala noche para buscar afecto —le dijo, cansada.
Entró en la cocina y encendió la luz, parpadeando de dolor. Luego fue a la ventana para bajar la cortina. Entonces se detuvo, sorprendida: ya estaba baja. Recordó que había vuelto a la casa para cerrar de prisa las ventanas, pero no creía haber bajado la cortina. Se apartó de allí, meneando la cabeza con desconcierto.
El gato subió de un salto a la encimera, en tanto ella sacaba una botella de agua del frigorífico para tragar las píldoras. Con las manos apoyadas en el mueble, dejó caer la cabeza hacia adelante. Se sentía horriblemente mal.
Se suponía que ella no debía volver. El hombre escuchó, sentado en el borde de la cama. El pánico le subió como bilis a la garganta al saberla ahí, acercándose al dormitorio. Era la primera vez que se encontraba en su situación; no entraba en sus planes. Esas cosas nunca le sucedían.
La oyó moverse en la cocina. Un rayo de luz caía en el pasillo desde la rendija de la puerta. Echó un vistazo a la ventana, pero había tela metálica por afuera. Corrió al cuarto de baño; la ventana era demasiado pequeña. Estaba acorralado.
Cuando oyó que ella salía al pasillo volvió precipitadamente al dormitorio y se escondió en el armario. Su corazón palpitaba con fuerza; tenía el puso acelerado y la espalda empapada de sudor. Era el sudor del miedo. Nunca se había encontrado frente a ninguna de sus chicas. Sus planes eran impecables. Siempre era él quien controlaba todo.
Deslizó la mano en el bolsillo para extraer el pequeño cuchillo y quitó su funda plástica. Luego se mantuvo perfectamente inmóvil tras la puerta del armario, con el cuchillo listo en la mano, esperando.