Capítulo 47

Se separaron bruscamente. Mal miró a Harry con los ojos agrandados por el miedo.

El aparato sonó otra vez, destrozando el silencio en agudas astillas.

—Ahora o nunca, Mal —dijo Harry, soltándola.

Ella clavó una mirada aprensiva en el teléfono. Se pasó la lengua por los labios, súbitamente secos. Luego atendió.

—Hola —susurró.

—Bueno, Mary Mallory —dijo el hombre—. La de esta noche ha sido una actuación muy encomiable.

Esa voz le provocó un estremecimiento. Era como un terremoto que sacudiera sus cimientos. No podía respirar, no podía decir nada, no quería escucharlo. Pero era preciso mantenerlo en la línea...

—He estado pensando —dijo él—. ¿No es hora de que yo conozca a mi hija?

Mal dejó escapar una exclamación aterrada. Harry estaba escuchando por el otro aparato. La voz del hombre sonaba apagada, como si sostuviera algo frente a la boca.

—Ha de tener la misma edad que tenías tú cuando nos conocimos —prosiguió—. ¿No te parece interesante? Y voy a decirte algo, Mary Mallory: en este mismo instante he salido para visitarla. Pero no te preocupes; ella no sabrá quién soy. Soy demasiado inteligente para ti, Mal. Demasiado inteligente para todos vosotros. No me atraparéis.

Estaba midiendo el tiempo de la llamada con su elegante reloj deportivo. Cortó segundos antes de que pudieran completar el rastreo. Había sido una idea brillante, pensó. Matar dos pájaros de un tiro. Haría que los diarios sensacionalistas brillaran como nunca.

La línea quedó muerta. Harry se comunicó por telefonía móvil con la sala de su brigada, donde se controlaban las llamadas.

—Ha cortado demasiado pronto —dijo, derrotado—. Sólo sabemos que la llamada era desde Boston.

Ella se había acurrucado en un extremo del sofá, como si acabara de tener un encontronazo con una aplanadora.

—La chica está en peligro, Mal —observó Harry—. Debes darnos el apellido de su familia para que podamos protegerla.

—No quiero que ella sepa nada sobre ese hombre —exclamó Mallory, despavorida.

—No sabrá nada, te lo prometo. Por favor, Mal, antes de que sea demasiado tarde.

Ella le dio el apellido y se acurrucó en el sofá, como una apretada bola de tormento, mientras Harry llamaba a la policía de Seattle. Fue fácil: la familia era importante y muy conocida en la ciudad por sus obras de caridad. Tenían tres hijos: una mujer y dos varones. La chica estaba cursando el primer año en la Universidad de Boston.

Harry y Mal intercambiaron una mirada de espanto.

—¡Oh, Dios mío! —gimió ella—. Por Dios, Harry...

Pero él ya estaba hablando con el jefe de policía de Boston.

Dos minutos después cortó violentamente.

—Ponte el abrigo —dijo.

Mallory, dominándose, corrió al dormitorio en busca de una chaqueta y un bolso. Él ya tenía el ascensor esperando.

—¿Adónde vamos?

—A Boston. Si nos damos prisa podremos tomar el vuelo siguiente.

Afuera esperaba un automóvil de la policía neoyorquina. Harry la empujó hacia el asiento trasero y subió tras ella. Con las sirenas en marcha, serpentearon velozmente en el tránsito rumbo a La Guardia.

Alcanzaron el vuelo justo a tiempo. Él no le soltó la mano durante todo el viaje a Boston. Apenas hablaban. No había nada que decir, pensó Mal con tristeza. Sólo podía rezar por su hija.

En Logan los esperaba Rossetti.

—No podrás creerlo, Profe —dijo—, pero la chica no estaba en su alojamiento. Esta noche debía ir con sus amigas a un concierto, pero dijo que no se sentía bien y fue a la clínica. La han internado en el Hospital General, con una posible infección en los riñones. Hice que apostaran agentes de uniforme ante su cuarto y en los pasillos.

Iban cruzando a paso rápido la terminal, casi corriendo. El patrullero esperaba afuera; se apretaron en él.

—Mantenemos todo callado, como ordenaste, Profe. La chica no sabe que está en la mira del asesino. Sólo sabe que está enferma.

Harry agradeció al cielo que ella estuviera sana y salva. De pronto recordó, intranquilo, la impresión del zapato Gucci en la frente de Suzie; en el Hospital General había varios médicos que usaban ese calzado.

—Voy a dejarte en mi casa —dijo a Mal—. Squeeze te cuidará. Tengo que volver a la comisaría.

Pocos minutos después estaban en la casa de Louisburg Square. El perro acudió corriendo en cuanto Harry abrió la puerta. Después de revisar las ventanas y las puertas, la miró durante un largo instante.

—Anímate, Malone —dijo, con una gran sonrisa—. Todo saldrá bien.

Y desapareció sin darle tiempo a responder

Ya en la sala de brigada, llamó en su ordenador la lista de médicos del sexo masculino que trabajaban en Boston y en la zona circundante. El FBI había investigado el pasado y el presente de cada uno; en la lista figuraban todos los datos: lugar y fecha de nacimiento; detalles de sus estudios; casamientos, divorcios y descendencia; detalle de las poblaciones y ciudades en las que habían vivido antes de radicarse en Boston. Harry sabía también la dirección de cada hogar y hasta donde estudiaban sus hijos.

A la mente le vino una imagen de Suzie Walker. La oyó decir, una y otra vez: «¿Qué hace usted aquí?».

Suzie había colaborado estrechamente con el doctor Waxman.

Pidió el curriculum vitae de Waxman para releer la historia de su vida. Era bastante simple.

Aaron Waxman tenía cincuenta y seis años y se había casado con su novia de la universidad. Vivía en los suburbios y tenía tres hijos, uno de los cuales estaba estudiando medicina. Era hijo de un obrero de Chicago, su carrera estaba libre de problemas y se lo tenía por buen profesional. Conducía un Mercedes negro; su esposa, un Suburban blanco.

Harry frunció el ceño: no hallaba en la vida de Waxman nada que apuntara a una conducta aberrante. El hombre apenas tenía tiempo libre; trabajaba mucho, atendía bien a su familia y participaba intensamente de los asuntos de la comunidad judía.

Frustrado, continuó con los otros médicos que habían trabajado con Suzie. Recorrió la lista con paciencia. Todos tenían un matrimonio estable y una buena vida hogareña. Todos... salvo el doctor Bill Blake.

Estudió otra vez los datos de Blake.

Tenía cuarenta y ocho años; pese a esa relativa juventud, se había desempeñado en varios puestos diferentes, mudándose de un lado a otro del país: de San Francisco a los Angeles, a Chicago, a Saint Louis y finalmente a Boston. Sus certificados de estudios eran impecables. Desde hacía tres años se desempeñaba como médico forense para el Municipio de Boston. En lo personal, había enviudado siete años atrás; vivía solo en un apartamento de Cambridge y conducía un Volvo Gris.

Algo se encendió en la mente de Harry. Recordó el Volvo aparcado frente al hospital y los ladridos frenéticos de Squeeze. Recordaba también el número de licencia. ¿Pertenecería a Blake? Pero no podía ser él. Trabajaba con la policía. Todos ellos lo conocían.

Se volvió hacia Rossetti, inquieto.

—¿Qué sabes del doctor Blake?

—¿De Bill Blake? —su compañero puso cara de sorpresa—. Normal, supongo. Algo extraño, a mi modo de ver, pero es sólo una impresión personal. Cualquier tío que se gane la vida de ese modo me parece extraño.

Harry visualizó la glacial sala de autopsias, con sus azulejos blancos y el aire acondicionado a toda marcha; vio a Blake canturreando, con el bisturí apuntado al cadáver desnudo de Suzie Walker.

Allí había algo raro. Lo sentía en los huesos.

Guiándose por una corazonada, llamó al hospital de Seattle donde Wil Ethan había hecho su internado. Preguntó si en sus archivos figuraba el nombre de William o Bill Blake. Una hora después llamaron para informarle que, muchos años antes, habían tenido allí un interno llamado William E. Blake.

—William Ethan Blake —dijo Harry a Rossetti, con aire de triunfo—. Es nuestro hombre.

El doctor Blake aparcó el Volvo gris oscuro en el lugar de costumbre. Al entrar en el hospital se encontró frente a frente con un policía uniformado.

—Disculpe, doctor —el agente retrocedió un paso, respetuosamente.

Blake volvió a respirar.

—¿Qué pasa? —preguntó, echando una mirada nerviosa por encima del hombro.

El agente sabía que el doctor Blake era médico forense; lo había visto actuar en varios casos de homicidio y no tenía motivos para desconfiar de él.

—El jefe ordenó custodiar todas las entradas, doctor —explicó—. Hay una joven paciente a la que quiere proteger.

—¿Estudiante? —Blake adivinó la respuesta antes de oírla.

—En efecto, doctor.

—Supongo que es el detective Jordan quien está a cargo —comentó tranquilamente—. Muchas veces hemos trabajado juntos. Esperemos que esto no acabe en otro desastre para él.

—Esperemos que no, doctor.

—¿Jordan está aquí? —preguntó, con perfecta desenvoltura.

—No, señor. Está en la estación de policía. Pero vendrá de un momento a otro.

—¿La señorita Malone está con él?

—Sí, doctor. Vino desde nueva York hace un par de horas.

Con toda la calma posible, Blake caminó por el pasillo hasta la salida de incendios y salió por allí para correr al aparcamiento. Se sentó en el Volvo a pensar qué haría. Aquello había terminado, sin duda. Se preguntó cuánto tardarían en apresarlo. No le importaba. Sólo quería ajustar cuentas con la mala zorra que lo había arruinado.