28
Danile ya había llegado al hotel. Charlie, el empleado de recepción, me dio el número de su habitación. Le pedí que no se molestara en anunciarme, que lo haría yo mismo. Subí en ascensor y llamé a su puerta.
Al cabo de un minuto se abrió la puerta y me encontré cara a cara con mi segundo ejemplar de la Liga de Ciudadanos para un Gobierno Honesto. Este Archer Danile resultó ser un tipo enorme, de cara redonda, pelirrojo, lleno de vida, que parecía mirar al mundo con un alto grado de desdén impersonal. Sus ojos eran pequeños y azul pálido, hundidos y enmarcados por unas cejas rojas y desgreñadas; la boca era una línea larga y delgada, con las comisuras permanentemente caídas. Tenía el dorso de los dedos recubiertos de pelos rojos dispersos; esta característica pelambre roja se continuaba en las espesas ondas de cabello que le cubrían la cabeza. La solidez de su pecho y de su estómago estaba recubierta por una amplia superficie de camisa blanca, con una corbata negra anudada justamente en mitad de tanta blancura. Vestía un traje negro, con la americana abierta, y en la muñeca izquierda, cubierta de vello rojo, llevaba un reloj con una cadena de oro.
—¿Archer Danile? —pregunté.
Asintió lentamente con la cabeza, lleno de dignidad.
—Soy Tim Smith —le informé—. Es probable que el señor Masetti haya hablado de mí.
—Investigador con licencia —dijo. Era la clasificación que me había tocado, ya me había encasillado, y asunto concluido.
Hice un movimiento afirmativo con la cabeza, le tendí la mano, sólo por el gusto de ver qué haría con ella.
Me la estrechó. Su apretón de manos fue demasiado fuerte como para parecer natural, y tuve la impresión de que este hombre juzgaba constantemente a sus semejantes por el grado en que fallaban en alcanzar la perfección; era un tipo que se guiaba por patrones.
Me sentí un tanto más optimista. A juzgar por Masetti, el poseer una personalidad miserable era el requisito previo para ser un reformista honrado e incorruptible. Y Danile parecía contar en exceso con ese requisito.
Frunció el ceño y apretó los labios al estilo de Sidney Greenstreet, y cuando me invitó a pasar, supe que lo había hecho después de librar una larga batalla interior.
Entró en la habitación y dejó que yo cerrase la puerta. Lo hice, atravesé el recibidor en dos zancadas para llegar a la sala de la suite. Danile, que me había precedido, se acomodó en el sofá con la pesada dignidad de Enrique VIII presidiendo un supremo tribunal de justicia rural. Con una mano, me hizo señas para que ocupase el sillón de su derecha.
Así lo hice, entonces me dijo:
—Con toda franqueza, señor... mmm, Smith, aún no estoy totalmente informado de la situación de Winston. Todavía no he leído el informe del señor Masetti, de modo que para serle sincero, no conozco el estado de esta ciudad, ni tampoco qué sitio ocupa usted en ella.
—Masetti me pidió que cooperara con la Liga —le informé—. Pero me negué a hacerlo, creyendo que debía mantenerme fiel a la gente de la ciudad y no a los extraños.
Hizo un amplio gesto afirmativo con la cabeza.
—Desgraciadamente, ésa es una actitud con la que tenemos que luchar muy a menudo.
—Pero desde entonces se han producido una serie de cambios —proseguí—. Dos personas han sido asesinadas en los intentos que se hicieron para matarme. El sentimiento de lealtad ya no me detiene.
—Y ahora sí quiere cooperar con nosotros, ¿no es así?
—Así es.
Volvió a apretar los labios pensativo, sus ojos escrutaban en la distancia. Finalmente, me preguntó:
—¿Y en qué consistiría esta cooperación, señor Smith?
—Información sobre comisiones, nepotismo, licitaciones falsas, malversación de fondos municipales...
—Ya veo —replicó.
Sus manos descansaban sobre su regazo, las puntas de los dedos golpeteaban entre sí. Durante un instante se dedicó a estudiar el efecto que producían, finalmente agregó:
—¿Y se ha enterado usted de todo esto a partir del momento en que el señor Masetti habló con usted?
—No. Tengo expedientes completos de los últimos quince años.
—¿Expedientes? —preguntó mirándome—. ¿Quiere usted decir que conoce estos hechos desde hace quince años?
—He llevado expedientes completos.
—¿Ha intentado usted alguna vez, antes de ahora, pasar esta información a manos de las autoridades competentes?
—No era ese mi trabajo —contesté negando con la cabeza—. Mi trabajo consistía en...
—¿Que no era su trabajo? —se le notaba realmente sorprendido—. Pero, señor Smith, todo ciudadano debe...
—No —le interrumpí. Aunque su personalidad y su aspecto diferían completamente de los de Masetti, terminó escupiéndome la misma basura sobre el civismo—. Mi trabajo consistía en ser un investigador confidencial. Si los hechos que descubro acaban en el tribunal, dejo de ser útil.
Volvió a menear la cabeza una y otra vez, los labios aún más apretados.
—No lo sé, señor Smith. Ignoro qué clase de arreglo se le había ocurrido al señor Masetti, ni qué ofertas le hizo, si es que le hizo alguna, pero me temo que tendré que informarme mucho más de la situación de Winston antes de llegar a un acuerdo con usted. Si trata usted de conseguir una cierta inmunidad mediante algún tipo de acuerdo con la Liga...
—¿Inmunidad? ¿De qué tipo de inmunidad me está usted hablando?
—Vamos, vamos, señor Smith —dijo con voz de tedio—, después de todo, acaba de decirme que tiene usted un registro sobre los delitos de corrupción del gobierno de esta comunidad que cubre los últimos quince años, y que hasta ahora jamás ha tratado de revelar esta información a las autoridades competentes, sino todo lo contrario. Ha ido usted tan lejos como para admitir que ha ocultado las pruebas de esos delitos.
—¡Jamás! —aullé. Esta entrevista no estaba resultando como yo esperaba, y estaba empezando a salirme de mis casillas—. Jamás he ocultado las pruebas de ningún delito —dije enfadado—, las pruebas siempre han estado allí, y siguen estando allí. Y toda autoridad competente que esté realmente interesada en hacer averiguaciones podrá hacerlas. No tendrá más que investigar, como yo lo hice. Mi trabajo no consiste en cumplir con los deberes de la autoridad competente.
—Según lo describe usted, señor Smith, su trabajo es deshonesto —sentenció pomposamente.
—A propósito —proseguí levantando la voz—, ¿de qué sucia autoridad competente me habla? ¿Del fiscal de Distrito? Si es uno de los maleantes más peligrosos de todo el estado. ¿Del alcalde? ¿Del jefe de la Policía?
—Esa no es la cuestión —protestó.
—¿Por qué diablos no es la cuestión?
Yo vivo en Winston, en el mundo real. Tengo que ganarme la vida en Winston, que está en el mundo real, y eso significa que tengo que pactar con la gente que dirige Winston, o sea quienes dirigen el mundo real. Siempre lo hice así, y todo funcionaba a las mil maravillas. Pero llegaron ustedes y le hicieron perder el juicio a esta ciudad, y el arreglo ha dejado de funcionar. No hago más que adaptarme a las nuevas condiciones, es todo. No soy ni más ni menos honesto que cualquiera, en el mismo sentido general y abstracto que le da usted a esa palabra. Tengo un trabajo, un trabajo honesto y adecuado, poseo una licencia que me han concedido el estado de Nueva York y la ciudad de Winston, y hago mi trabajo lo mejor que puedo. El secreto forma parte de mi trabajo. Mi trabajo es confidencial igual que el de un abogado, un médico, un psiquiatra o incluso un sacerdote. ¿Acaso se espera que un abogado denuncie todos los delitos que le describen los clientes en su despacho? ¿Acaso se espera que un sacerdote denuncie los crímenes que los fieles le confiesan?
—¡Señor Smith, no irá usted a comparar! —exclamó. Y por la forma en que abrió los ojos y lo escandalizado de su tono, supe que acababa de blasfemar.
—¿Por qué rayos no voy a comparar!—bramé. Me había puesto en pie, no sabía cómo ni cuándo lo había hecho, y mientras le gritaba, no dejaba de agitar mi puño en el aire—. También he sido responsable de la resolución de ciertos delitos, de las reparaciones que se hicieron, de la corrección de ciertas injusticias, sin que la gente involucrada tuviera que soportar un montón de mala publicidad, y sin que nadie tuviera que ir a parar a la cárcel inútilmente, y además he...
—¿Inútilmente? —con eso logré que Danile también se pusiera en pie. El blasfemar contra el sistema penal era, en apariencia, mucho peor que el blasfemar contra la Iglesia.
—¡Claro que sí, maldita sea, inútilmente! Mire, tome usted un niño... —tuve que detenerme, sacudir la cabeza e inspirar profundamente antes de comenzar desde el principio, para que las palabras salieran con la lentitud suficiente como para ser pronunciadas—. Tome usted a un niño —proseguí—, supongamos que roba en una tienda de ultramarinos. La ley le atrapa, y el tribunal le condena a seis meses de reformatorio, y sale mucho más arruinado de lo que entró. Diez años y cuatro penitenciarías más tarde, le verá usted en una de esas cárceles modernas con barras rosa pastel donde hay más psiquíatras que presos, y ahí se pasarán cinco años tratando de deshacer el daño que le hicieron en el reformatorio.
—¡Eso es simplificar las cosas! —gritó.
—¿Cómo vamos a hablar si no simplificamos, maldito y obtuso beato lleno de humos?
—No he venido aquí para...
—Para ser insultado. Ya lo sé. De acuerdo. Entonces, escúcheme. Tome usted por ejemplo, al mismo chico, sólo que en vez de que la ley lo descubra, lo descubro yo. Nadie más que el tendero, sus padres y yo conocemos el delito que ha cometido. El chico se lleva el susto de su vida, y cuando se da cuenta con qué facilidad le han atrapado, y se le informa de lo que le habría ocurrido si le detenía la Policía y no yo, el tendero recibe su dinero de vuelta y el chico no vuelve a repetir semejante travesura.
—Y me acusa usted de idealista, cuando usted mismo espera que... —dijo negando rápidamente con la cabeza.
—¿Espero? ¡Espero un cuerno! ¡Es lo que ocurrió! Es exactamente lo que ocurrió con un chico que entró a robar a la tienda de ultramarinos de Joey Casale. ¡Al diablo con sus teorías! Le estoy hablando de lo que funciona de verdad, y estoy tratando de hacerle entender cuál es el maldito sistema que existe en este mundo, y cómo encajo yo en él. Y si no encajo en ese sistema, estoy acabado.
—Si Satanás en persona... —comenzó a sentenciar, pero le interrumpí.
—¡Tiene usted toda la razón del mundo! —le espeté—. Si Satanás en persona fuera el alcalde de Winston, y los demonios menores ocuparan los puestos de menor importancia en el Ayuntamiento, ellos serían quienes dirigirían mi mundo. Y si yo quisiera vivir en ese mundo, tendría que hacer mis pactos con ellos.
—Sus sucios tratos, querrá decir.
—Como a usted le guste más.
Inspiró profundamente, luego se volvió repentinamente y fue hacia la ventana. Durante un largo minuto estuvo observando la ciudad, luego volvió a mirarme y me dijo.
—Señor Smith, debería marcharse usted de Winston por una temporada. Debería marcharse usted ahora mismo.
Se había vuelto un hombre diferente. Su voz, su forma de hablar, las palabras, la expresión su rostro, todo en él era diferente. En esa fracción de segundo, Archer Danile, el puritano reformista, lleno de ideales, se había convertido en Archer Danile, el ser humano práctico y realista.
El cambio fue demasiado súbito para mí. Seguía enfurecido con el otro Danile; por eso, mi voz resultó innecesariamente chillona y brusca cuando pregunté:
—¿Y por qué debería marcharme?
—Existen cosas de las que usted no está enterado. Vive usted demasiado cerca de la superficie. No debería usted juzgar a los hombres partiendo de la base que ellos también viven cerca de la superficie. Me compadezco de usted, y en cierta forma, hasta comparto sus ideas. Y cuando le digo que debe marcharse de la ciudad por una temporada, le estoy dando un consejo amistoso; cuando lo haga, será mejor que no deje usted ninguna dirección.
—Hable claramente.
Meneó la cabeza y sonrió un poco.
—Ya lo he hecho. No puedo hablar con más claridad.
En ese instante, sonó el teléfono, interrumpiendo la pregunta que estaba a punto de formular. Malhumorado, Danile levantó el auricular, escuchó por un momento y dijo:
—Cinco minutos —volvió a escuchar y agregó—: De acuerdo. ¿Qué se sabe de la señorita London? ¿No ha regresado aún a su habitación?... Sí, sí. Hágalo así.
Colgó, se volvió para mirarme y me dijo:
—Esta noche no, señor Smith. Quizá mañana, si es usted tan tonto como para seguir en la ciudad, y depende de las circunstancias, claro..., quizá mañana podamos llegar a un acuerdo. Mientras tanto, buenas noches, señor Smith.
Lo estudié unos momentos, pero no pude sacar nada en claro.
—Buenas noches —respondí, y abandoné el apartamento.
Bajé en el ascensor, acosado por negros pensamientos, y una vez en el vestíbulo, vi a alguien que conocía, un hombre viejo y pequeño, con un uniforme negro y una gorra de chófer. Su nombre era Tommy O’Connell, estaba sentado en un rincón, aparentemente esperaba a alguien, y su presencia contestaba un cierto número de preguntas.
Pero como suelo fiarme más de las pruebas que de las circunstancias, tal como se lo había comentado esa misma tarde a Harcum, me acerqué al hombrecito y le saludé:
—Hola, Tommy.
—¡Oh, hola, Tim! —contestó con una sonrisa, de modo que deduje que no le habían dicho con quién debía o no debía hablar.
—Danile bajará en un par de minutos —dije.
—Ya lo sé —asintió—, el empleado de recepción acaba de llamarle.
Conque esas teníamos. Me despedí del chófer de Jordan Reed y salí del hotel.