16

Antes que nada necesitaba comer algo. Pasé por el comedor del Ayuntamiento, justo al lado del concesionario de coches de Hutchinson; me comí dos hamburguesas con queso y me bebí tres tazas de café; y me negué a comentar lo de la explosión de la noche anterior con Charlie, el camarero.

Luego, necesitaba afeitarme y cambiarme de ropa, y después de eso, necesitaba un coche. De modo que tomé un taxi y me fui a casa; me negué a comentar lo de la explosión de la noche anterior con Barnie, el taxista.

Mi apartamento tenía exactamente el aspecto que yo había imaginado por las descripciones que me habían proporcionado. Eché un vistazo a lo que quedaba del despacho, y cerré las puertas con mucho cuidado. Alguien iba a pagármelas, maldita sea, aunque ese alguien fueran todos los miembros del Ayuntamiento.

Mientras me afeitaba, imaginé cuándo y dónde ese tipo volvería a intentarlo. Tenía que seguir intentándolo, tenía que acabar conmigo antes de las cuatro. Terminé de afeitarme, me cambié de ropa, busqué un destornillador, unas tenazas y un martillo en el cajón de herramientas de la cocina, llené un cubo con agua hasta la mitad, y bajé.

Rodeé la casa y me encaminé hasta mi Ford, puse todo en el suelo, y con mucho cuidado, subí el capó. Sobre el bloque del motor, sellada con cinta adhesiva, encontré una caja de zapatos. En la tapa tenía un agujero mal cortado a través del cual salían un par de cables que iban directos a los terminales de la batería. Ingenioso.

Puse manos a la obra: desconecté los cables de la batería con el destornillador, y con todo el cuidado del mundo, levanté la caja de zapatos y la saqué del coche. Me giré, como si llevara una bandeja con tazas llenas de café, y lentamente, deposité la caja de zapatos dentro del cubo con agua. Entonces, me puse en pie y me quedé mirando cómo iban saliendo un montón de burbujas a través del agujero de la caja.

Mientras estaba allí de pie, recibí la visita de una persona. Bill Casale, el hijo mayor del viejo Joey, un tipo enorme de veinticuatro años, que hacía apenas dos meses había terminado el servicio militar. Vestía unos pantalones color caqui del ejército y una camiseta blanca, se estaba fumando un cigarrillo y se le veía apenado. De inmediato se me ocurrió que la familia Casale, a falta de nada mejor que hacer, podría decidir echarme la culpa por lo que había ocurrido al patriarca. Después de todo, le había matado el tipo que estaba intentando acabar conmigo.

Pero me equivoqué. Bill me lanzó una mirada a mí, al capó abierto, a las herramientas que descansaban en el suelo, y a la caja de zapatos que nadaba en el cubo de agua. Al cabo de un rato me preguntó:

—¿Otra bomba?

Asentí.

—De verdad quiere acabar contigo, ¿no es así?

—Pues sí, con toda su alma —repliqué.

—Nosotros también queremos eliminarle. Ya lo sabes.

—Ya somos dos, Bill.

—Cuando des con él, no tienes más que decírnoslo.

Negué con la cabeza.

—Cuando lo encuentre, si lo hago, se lo diré a la Policía. Ellos se encargarán de él.

—Nosotros lo haremos mejor —dijo Bill.

—Lo siento, Bill.

Sacó un sobre arrugado del bolsillo trasero del pantalón y me lo tendió.

—Mi familia te contrata para que descubras al asesino del viejo. Cuando lo encuentres, nos avisas.

Eché una mirada al sobre y, a través del papel blanco, logré apreciar una ligera sombra verde. Me imaginé la reunión familiar; seguramente había tenido lugar anoche, o por la mañana temprano; me imaginé cómo habían pasado el sombrero para hacer la colecta, luego habían decidido enviar a Bill a que me entregara el dinero. La familia Casale quería asegurarse de poder atrapar al hombre que había asesinado al viejo Joey, para que no tuviera ocasión de arrojarse en brazos de la justicia, unos brazos mucho menos severos.

—Lo siento, Bill —repetí—, no puedo hacerlo.

Me estudió durante un minuto, luego se encogió de hombros y dejó caer el sobre encima del guardabarros del Ford.

—Sólo tienes que avisarnos —dijo, y se alejó.

Le seguí con la mirada. Todo el mundo me apremiaba, me daba sugerencias. No estaba acostumbrado, y lo que es más, no me gustaba nada.

No abrí el sobre. Simplemente lo metí en la guantera del Ford, cerré el capó con rabia y, lentamente, me dirigí hacia el centro. Primero fui al Departamento de Policía, dejé la bomba en el laboratorio para que la examinasen; luego, me fui a mi oficina.