10
Normalmente, en Winston, la palabra Jordan Reed es sólida como la roca, algo absolutamente fiable. Pero como se trataba de una situación que no tenía nada de normal, me preocupé por respaldar la palabra de Reed con algunas garantías propias.
Lo primero que tenía que asegurarme era el as que tenía guardado en la manga, o sea mis archivos. Al salir del Ayuntamiento, volví a atravesar el parque sin que me dispararan; le sonreí a Gar Wycza por enésima vez en el día, seguí caminando por la calle de Witt hacia el edificio del Western National Bank, y me metí en el aparcamiento del Banco. Intercambié los saludos de rigor con Jakey, el anciano con gorra de uniforme que vigila el aparcamiento, y miré a mi alrededor para ver si Ron Lascow había regresado con mi Ford.
Ya estaba de vuelta. Lo había aparcado en una esquina, en su lugar habitual, y en ese momento Ron Lascow en persona salía de espaldas del asiento trasero. Me acerqué a él, y se dio la vuelta justo cuando estuve junto al coche.
Ron se restregó las manos y con un ademán exagerado me dijo:
—Has llegado a tiempo, justo cuando termino tu trabajo.
Miré por la ventanilla y vi las dos cajas de cartón sobre el asiento trasero.
—Gracias, Ron. Te lo agradezco.
—¿Qué diablos guardas en esas cajas? —me preguntó—. Pesan una tonelada.
—Son unos archivos viejos de los que quiero deshacerme —contesté.
—Una de las grandes ventajas de este edificio de oficinas es el servicio de portería.
—Pensé en quemarlo todo yo mismo —le expliqué—. Son papeles viejos, que no me sirven de nada, pero no es conveniente correr riesgos.
Se quitó las gafas de carey, secó el sudor que le mojaba la nariz con el pulgar y el índice, y me comentó:
—Me guardé el material bueno. Sabía que no te importaría. Todo lo referente a los divorcios y demás temas jugosos.
—Los libros de bolsillo son más interesantes —le sugerí. Pasé junto a él y abrí la puerta del lado del conductor. Me senté en el asiento, con los pies apoyados en el suelo, y le miré a los ojos.
—En caso de que deje de ser afortunado, me gustaría que me hicieras un favor.
—¿A qué te refieres con eso de dejar de ser afortunado? —me preguntó frunciendo las cejas.
—Si me matan —contesté esforzándome para que lo que iba a decirle no sonara a un diálogo de película de segunda categoría.
—¿Te refieres al asunto de anoche?
—Algún día te contaré toda la historia. Mientras tanto, ¿me harás un favor?
Asintió y lleno de curiosidad me contestó:
—Dime de qué se trata.
—Te diré dónde voy a guardar estas cajas —dije señalando los bultos del asiento trasero—. Si no tuviera ocasión de hacerlo, pregúntale al viejo Joey Casale. ¿Le conoces?
—El tendero de tu barrio.
Asentí.
—En caso de que..., bueno, de que me maten, me gustaría que le entregaras estas cajas a Masetti.
—Bueno... —vaciló.
—No hay nada sobre ti —le aseguré—. Además, Masetti me dio la impresión de ser el tipo de persona que no andaría divulgando de dónde consigues la información, si es que le pides que no lo haga.
—Está bien. Pero no creo que ocurra.
—Diablos, yo tampoco. Si lo hiciera, a estas alturas ya estaría en Florida.
—Por eso me pediste que te bajara las cajas, ¿no? Así nadie te vería sacar todo esto del edificio, ¿verdad?
—En parte sí —asentí—. Pero lo hice principalmente porque me estaba empezando a preocupar tu cintura. Últimamente no has hecho demasiado ejercicio.
—Si empiezas a revolucionar el cotarro, Tim, creo que haré todo el ejercicio que necesito.
—No hay mal que por bien no venga —le dije, y me senté al volante—. No dejes que te engañen.
—¿Por qué no te mueres? —me surgido.
Nos saludamos con un movimiento de cabeza, arranqué el coche y me dirigí hacia mi casa.
Para mí, mi casa es un apartamento de cuatro habitaciones, en un edificio de la calle Bleecker; ocupa toda la segunda planta, situada encima de la tienda de ultramarinos de Casale. Se puede decir que no tengo vecinos, y es exactamente como me gusta. El edificio está en una esquina, y junto a él hay un garaje y un depósito. La casa sólo tiene dos plantas y la tienda cierra a las once; los Casales viven enfrente. Es el lugar ideal para dar fiestas ruidosas y es probable que algún día lo haga.
Dejé el Ford en mi aparcamiento, en la parte trasera del edificio, me dirigí al frente y entré en la tienda. Joey, el patriarca de la numerosa familia Casale, estaba solo, sentado en una silla de cocina sin respaldo, detrás del mostrador, leyendo los comics del periódico.
Joey Casale había llegado a los Estados Unidos en la forma clásica: es decir, sin dinero, sin saber una palabra de inglés, y con un cartelito con su nombre prendido en el ojal. Se pasó la adolescencia en Brooklyn, con unos tíos, aprendió inglés; se enemistó con su tío, se casó, y se mudó a Winston. Fundó la tienda de ultramarinos y su familia. La tienda no había prosperado mucho, pero la familia se le había escapado de las manos. Tenía cuatro hijos, y cada uno de ellos tenía a su vez por lo menos cuatro hijos, algunos de los cuales ya tenían su propia descendencia. Había Casales por toda la ciudad; la mayoría de ellos trabajaba por cuenta propia en distintas actividades, desde la empresa de transportes de Mike Casale a la lavandería de Ben Casale.
A sus setenta y tres años, el viejo Joey seguía siendo el patriarca del puño de hierro. La familia se cerraba a su alrededor formando un férreo clan. Era un hombre de baja estatura, deshidratado pero fuerte, los ojos negros de mirada altiva e inteligente resaltaban en la cara surcada de arrugas. Le conocía desde que yo era un niño, y Mike, su hijo mayor, y yo habíamos sido compañeros en el equipo de béisbol. Era como un segundo padre para muchos chicos de mi generación, y cuando volví a casa después de la guerra —mi padre había muerto en el 43—, y empecé a buscar dónde vivir, me puse muy contento de poder alquilar el apartamento situado encima de la tienda de Casale.
Cuando me vio entrar Joey dejó el periódico, me sonrió y se puso de pie.
—Un paquete de seis latas de cerveza, y ¿qué más te pongo? —dijo.
—No vengo a comprar, Joey. Me gustaría que me hicieras un favor, si no te importa.
Hizo un amplio ademán como queriendo decir qué duda cabe que te haré el favor, y me contestó:
—Por supuesto que no me importa. ¿Qué te piensas?
—Tengo un par de cajas de sopa de tomate en el coche. Dentro he metido un montón de cosas que quiero guardar por un tiempo.
—Dalo por hecho. No seas tonto y tráemelas.
—Gracias, Joey.
—¿Dónde has dejado el coche, en la parte trasera?
—Ajá.
—Está bien, te abriré la puerta de atrás.
—Muy bien.
Mientras él se disponía a quitar el cerrojo y el candado de la puerta trasera, yo salí por el frente y fui al coche. Miré hacia ambos lados de la calle, pero no vi a nadie; luego la puerta trasera se abrió con un chirrido, y yo entré una tras otra las dos cajas de cartón.
Joey corrió delante de mí, hacia un rincón de la tienda, y me dijo:
—Aquí. Ponías aquí mismo.
Así lo hice, cuando acabé de colocarlas, él observó el resultado con ojo clínico.
—Aquí estarán bien. No desentonan.
Dos cajas de sopa de tomate en una tienda de ultramarinos, ¿qué tienen de particular?
—Nada —respondí—. Parece natural.
—Claro que sí —dijo él.
—Si alguna vez viniera Ron Lascow a buscarlas puedes entregárselas. Sólo a él, a nadie más.
—Ron Lascow —repitió, la cara se le arrugó aún más cuando frunció el ceño—. Es ese joven abogado, ¿no? ¿El de las gafas de montura oscura?
—Todos tienen el mismo aspecto. Pero no te has equivocado, ese es.
—De acuerdo. A él o a ti. A nadie más. y yo no sé de qué me están hablando.
—Excelente. Me parece que después de todo, me voy a llevar seis latas de cerveza.
Cogí mis seis latas y subí a mi casa. Joey Casale era el propietario del edificio, y mi apartamento venía amueblado, con el tipo de muebles que se suele encontrar en los apartamentos amueblados, pero con el tiempo fui reemplazando pieza por pieza con mis propias cosas. De vez en cuando, llamaba a Joey para que sus hijos vinieran a llevarse algo. Las únicas cosas que me quedaban y que no eran mías eran la nevera y la cocina.
El apartamento, ahora que está como yo quiero, es bastante bonito. Desde la calle se entra por la puerta que está a la derecha del escaparate de la tienda; hay que subir unas escaleras, y en primer lugar está lo que originariamente era el comedor. Yo lo utilizo como sala, con el sofá y los sillones acostumbrados, las lámparas y las mesas; las paredes están pintadas con pintura de base de caucho color verde claro y la moqueta es gris.
Instalé unas puertas dobles para separar este comedor de la antigua sala, que utilizo ahora como una especie de lugar de trabajo, biblioteca y despacho. Ahí tengo un viejo escritorio, una biblioteca con puertas de cristal, y un archivador que contiene material menos importante que el que acababa de vaciar de mi despacho de la ciudad.
Al otro lado de la sala se extiende un pasillo que va a la cocina, a la derecha del cual se encuentra el dormitorio; y a la izquierda el cuarto de baño. El apartamento tuvo en un tiempo una escalera trasera, pero no me servía de mucho, y cuando los hijos de Joey ampliaron la tienda de abajo eliminaron la escalera y construyeron en su lugar un gran armario.
Fui a la cocina, abrí una cerveza, guardé las restantes en la nevera, me lavé las manos llenas de polvo de haber cargado las cajas de sopa, y me cambié la camisa por una limpia. Me terminé la cerveza, y eché un vistazo al reloj. Eran las cuatro y veinte, hora de partir.
Quería hablar con Hal Ganz, el detective al que Harcum le había asignado el caso del asesinato de Tarker; era un tipo que hacía bien su trabajo, con sus limitaciones. No era muy brillante, pero era sumamente honesto, un tipo paciente y perseverante. Además, tenía a su disposición los medios del Departamento de Policía.
Sabía que Hal salía del trabajo a las cuatro, de modo que ahora estaría camino de su casa, en Hillview. Iría a verle y a charlar con él, le sugeriría que uniéramos fuerzas. Dado que él era policía, había ciertas cosas que yo no podía hacer y él sí. Y dado que era sumamente honesto, había cosas que yo podía hacer, pero él no. Sin duda, formaríamos un gran equipo.