27

Durante la cena, Bill, Cathy y yo formamos un melancólico trío. Bill estaba triste y silencioso porque era su estado natural, Cathy estaba triste y silenciosa porque seguía enojada conmigo por una pura cuestión de formas, y yo estaba triste y silencioso porque tenía cantidad de cosas en que pensar y no eran precisamente alegres.

Por ejemplo: Jordan Reed no estaba preocupado de que yo fuera a ver a los de la Liga. Otro ejemplo: Ron Lascow se encontraba en la cárcel bajo falsos cargos y podían condenarle si el clima político era el adecuado. Otro ejemplo: Jack Wycza había anulado el trato que tenía conmigo y había reunido a toda su familia. Y como muchos de ellos eran policías jurados, tenían armas. Otro ejemplo: La Liga había retirado de la ciudad a Paul Masetti, que parecía tan honesto como antipático. Otro ejemplo: El tipo que había estado tratando de matarme seguía suelto por ahí.

Una hermosa serie de ejemplos. La cena se me quedó sepultada en el estómago como un montón de algodón húmedo, y los cigarrillos me supieron a cartón.

A los postres llamó Hal Ganz, me dijo que había estado buscándome por toda la ciudad y me pidió si podía venir a verme. Su talante flemático a duras penas logró ocultar su preocupación de modo que le dije que le esperaba. Llegó a las seis y media y casi sin aliento nos comentó las novedades.

—Todos los del North Side que forman parte del cuerpo de Policía se han marchado. Todos los Wycza.

Hal siempre llega el segundo con las noticias frescas.

—Ya lo sé —le dije.

—Son policías —exclamó sin poder entenderlo.

—Son Wycza —repliqué.

Estábamos todos en la sala, Bill Cásale callado en su rincón, Cathy y yo sentados en el sofá; Hal, muy tenso, sentado en el borde de un sillón. Cathy tendió la mano, me tocó el brazo y preguntó:

—¿Hasta dónde puedes fiarte de la Liga, Tim?

—Ya no lo sé —admití—. Al principio pensé que serían honrados. Masetti lo parecía.

—Pero ya no está —comentó Hal, dándonos otra información de segunda mano—. Se ha marchado esta misma tarde.

—Esta tarde envían a su sustituto —dije yo.

—¿Por qué? —preguntó desconcertado—. ¿Por qué tienen que andar cambiando a sus hombres de este modo?

—No lo sé —repliqué—. Pero me encantaría averiguarlo.

—¿Cómo puedes hacerlo? —inquirió Cathy.

—Es algo que tendría que haber hecho hace tiempo —dije, estirándome para coger el teléfono.

Pedí una llamada de larga distancia con Nueva York, de persona a persona, con Terry Samuelson, el tipo que me había escrito la carta de presentación que Masetti me había entregado.

Cuando finalmente se puso al teléfono, me identifiqué y contesté una o dos preguntas sobre cómo marchaban las cosas en Winston. Luego le dije:

—Verás, Terry, ese tipo, Paul Masetti se puso en contacto conmigo ayer.

—Ah, sí, el de la carta de recomendación.

—Me gustaría saber qué clase de garantía es esa carta. Quiero decir, no te habrán forzado a escribirla, ¿no?

—Diablos, no. Conozco a Paul desde hace siete u ocho años. Es un tipo muy honesto. Se lo recomendaría a cualquiera y para cualquier cosa.

—¿Qué me dices de la organización para la que trabaja? ¿Qué sabes de esa gente?

—¿La Liga de dudadnos para un Gobierno Honesto? Sólo sé lo que Paul me ha contado.

—¿Y qué te ha contado?

—Dijo que no eran perfectos, pero que le daban bastante rienda para trabajar a su manera, y que con ellos se podía hacer un buen trabajo.

—Pero no eran perfectos —recalqué.

—Me dio la impresión, por lo que él me contó —dijo con cautela—, de que no le gustaba la forma en que la organización había manejado un par de asuntos en el pasado y que cierta gente estuviese conectada con ella. Pero no le importaba cómo eran los demás miembros de la Liga, con tal de que le dejaran hacer las cosas como él quería.

—De manera que no te consta que toda la organización sea honrada.

En la línea se produjo un silencio que duró un largo segundo, luego preguntó con un hilo de voz:

—Tim, acabo de meter la pata, ¿no?

—No estoy seguro —repliqué—. Quizá todos hayamos metido la pata. Te llamaré dentro de uno o dos días.

—Lo siento, Tim, te he metido en un aprieto. Chico, ya sabes que...

—Tranquilo, Terry, ya lo sé. Te llamaré dentro de uno o dos días.

Colgué y observé las tres caras que me estaban mirando.

—Por Masetti puede responder, pero por la Liga no.

—Y Masetti —recordó Cathy con un hilo de voz— ya se ha ido.

—Tal vez dentro de diez minutos —anuncié poniéndome en pie— logre averiguar de parte de quién están los de la Liga.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Bill.

—No. Espérame aquí. Volveré en cuanto pueda.