6

Bajé al departamento de policía que, junto con la cárcel de la ciudad, ocupa todo el sótano del Ayuntamiento, y pregunté por Hal Ganz, pero en ese momento no estaba. De todas maneras, tenía que ir ya hacia el hotel, entonces le dije al empleado de tumo que no se molestara en buscar a Hal. Salí de la oficina, me dirigí al frente del edificio y atravesé el parque, en dirección a la calle De Witt.

El hotel Winston se encuentra en un punto clave, a mitad de camino entre el centro y la estación de tren de la calle State, y a tres manzanas de la calle De Witt, el Western National Bank y el parque del Ayuntamiento.

Volví a saludar a Gar Wycza, que seguía haciendo como que dirigía el tráfico, en la esquina de De Witt y State, y bajé por State en dirección al hotel.

Entré en el vestíbulo minutos antes de las doce, y Ron Lascow, que tenía la misma pinta que los anuncios de trajes en Esquire, se incorporó del sofá del vestíbulo y vino a mi encuentro.

—Creo que he visto a nuestro hombre entrar en el bar hace unos minutos —dijo—. Un tipo vehemente que lleva un maletín.

—Dios bendiga a los reformistas —comenté—. La gente mala sabe que él ha llegado.

Le pasé los datos de mi conversación con Dan Wanamaker y acabé diciéndole que iría a su maldita reunión de las tres.

—¿Le dijiste a Wanamaker que ibas a ver a Masetti? —preguntó.

Asentí.

—¿Por casualidad no le habrás mencionado mi nombre?

—Creo que sí —repliqué—. Sí, sí lo hice. Le dije que tú y yo veríamos a Masetti.

—No sé por qué, pero me gustaría que no hubieras hablado de mí, tío Timothy —comentó—. Si se llega a saber que el pequeño Ronnie está parlamentando con el enemigo, los muchachos pueden pensar que ya no soy digno de confianza.

—Si les dices que vas a hablar con el enemigo, no tienes de qué preocuparte. Pero si no se lo dices, y ellos llegaran a enterarse después...

—Ya te entiendo, tío Timothy —asintió—, tienes toda la razón del mundo.

—Además, no se puede decir que el bar del hotel Winston sea un sitio privado —añadí.

—Cierto, cierto. Y hablando del bar, ¿por qué no vamos para allí?

Allí fuimos. Estaba prácticamente vacío, había unos cuantos forasteros —por el aspecto que tenían, se diría que eran casi todos vendedores— acodados en la barra. Sólo una de las mesas estaba ocupada, y ante ella estaba sentado nuestro hombre. Era exactamente como Ron me lo había descrito. Vehemente y don maletín. Tenía la nariz puntiaguda y las cejas muy pobladas, los ojos profundos y oscuros, y las mejillas surcadas por arrugas de desaprobación. Tendría unos treinta y cinco años.

Ron, que es muy sociable, tomó la iniciativa. Se dirigió hacia la mesa, sacó a relucir su mejor sonrisa, y tendiéndole la mano le preguntó:

—El señor Masetti?

—¿Sí? —contestó Masetti, circunspecto y decidido, levantando la vista.

La mano de Ron quedó en el aire.

—Soy Ron Lascow —dijo. Usó la mano para señalarme, y añadió—: Y éste es Tim Smith.

—Encantado —replicó Masetti con un esbozo de sonrisa, que habría sido digna de verse porque en lugar de sonreír, frunció el ceño. Y luego le dijo a Ron—: Creía que nuestra cita era a la una.

—Hemos decidido ahorrarle tiempo —le explicó Ron. Se sentó a la mesa, frente a Masetti, y agregó—: Así podrá usted matar dos pájaros de un tiro.

—Esperaba poder hablar con cada uno de ustedes en privado —dijo Masetti con amargura.

—Es que no tenemos secretos —replicó Ron alegremente—. Timothy y yo somos hermanos de sangre.

—Tenemos la misma actitud frente a las cosas —añadí yo. Me senté junto a Ron, y proseguí—: He oído hablar de su organización.

Esta vez, Masetti sonrió de veras. Fue como una ráfaga de aire frío.

—¿Y qué es lo que ha oído decir? —preguntó.

—Que es un grupo reformista. Un grupo reformista práctico y eficiente.

—Lo cual puede ser una ventaja —dijo Ron.

—Es una ventaja —aclaró Masetti—. No tenemos vínculos políticos. Nadie puede comprarnos ni intimidarnos. ¿Conoce nuestros antecedentes?

—Son impresionantes —añadí.

—Aterradores —dijo Ron cándidamente.

—Habrán ustedes adivinado —prosiguió Masetti— que nos proponemos investigar la ciudad de Winston.

—Y quiere que Ron y yo le ayudemos —le dije.

Asintió. Se llevó la mano al bolsillo interior de la americana y sacó un montón de sobres de tamaño comercial. Los barajó, y nos entregó uno a Ron y otro a mí, diciendo:

—No he venido sin recomendaciones.

Eché un vistazo al sobre que me había dado. En el anverso figuraba mi nombre completo, Timothy E. Smith, escrito a máquina. Eso era todo. La carta que había dentro estaba firmada por Terry Samuelson. Terry había nacido en Winston, era un viejo amigo y ahora ejercía como abogado criminalista en Nueva York. Siempre había respetado sus opiniones, porque era un tipo brillante y práctico, una combinación poco frecuente.

La carta era escueta, iba al grano. Decía así: «Querido Tim: Permíteme que te presente a Paul Masetti, un tipo sagaz y una buena persona. Trabaja para la Liga de Ciudadanos para un Gobierno Honesto. Y lo está haciendo muy bien. Sé que te gusta Winston, y creo que te gustará aún más cuando Paul y la Liga hayan realizado su trabajo. Si puedes, ayúdale.»

La leí dos veces, luego la doblé, la volví a meter en el sobre, y le pregunté a Masetti:

—¿Puedo guardármela?

—Por supuesto —contestó con otra de sus sonrisas invernales—. Si decide trabajar con nosotros, podrá cobrarle a la Liga la conferencia telefónica.

—¿La conferencia telefónica?

—A Terry Samuelson.

—¿Qué es exactamente lo que quiere de nosotros, señor Masetti? —preguntó Ron.

—En toda ciudad —replicó Masetti—, no importa el tamaño que tenga, hay deshonestidad en el gobierno. Los habitantes de esa ciudad que trabajan en el gobierno o en relación con él, saben dónde reside la deshonestidad. Mientras que un extraño no lo sabrá. Si un forastero ha de desterrar la corrupción, tiene que contar con la asistencia de la gente honesta que vive en esa ciudad.

Me echó una mirada insistente, luego volvió a mirar a Ron y prosiguió:

—No nos interesa la deshonestidad en todas sus escalas. Sólo estamos interesados en la deshonestidad de los gobernantes. Pongamos un ejemplo hipotético. Supongamos que la hora legal de cierre de las tabernas de Winston sea la una de la madrugada. Supongamos ahora que hay una taberna que permanece abierta hasta las tres. Para evitarse problemas con las autoridades, el propietario soborna al patrullero de la ronda nocturna y al capitán del distrito, o al jefe de Policía u otro cargo importante. Tenemos, pues, que se cometen dos delitos. Uno, el delito de permanecer abierto después de la hora legal de cierre, y dos, el delito de aceptar el soborno. A la Liga no le interesa el delito que comete el policía.

Hizo una pausa, levantó el índice para indicarnos que sólo nos había explicado un aspecto de la cuestión. Emitió su pequeño discurso con un entusiasmo glacial. Resultaba evidente que se lo sabía de memoria, pero también resultaba evidente que se lo sabía de memoria porque le gustaba.

—Tenemos un motivo muy importante para esta limitación —continuó—. Y si volvemos a nuestro ejemplo hipotético, descubrirán cuál es ese motivo. Supongamos ahora que la Liga ha venido a Winston y que, con la ayuda de los ciudadanos honestos, ha logrado eliminar del gobierno todo vestigio de corrupción, desde el agente de la ronda nocturna hasta la oficina del alcalde.

La forma en que pronunció «el agente de la ronda nocturna», con otro ligero esbozo de sonrisa glacial, dejó en claro que no usaba tales expresiones con frecuencia, sino exclusivamente por puras razones de estilo. No hablaba, sino que escribía en voz alta.

—Una vez eliminada la corrupción —dijo—, el patrullero que había estado aceptando el soborno ya no forma parte del cuerpo de Policía. Su lugar ha sido ocupado por un patrullero honesto. Al propietario de la taberna no le queda más remedio que cerrar a la una, de lo contrario irá a la cárcel —hizo un amplio ademán, y volvió a sonreír—. ¿Me han comprendido? Si se pone fin al primer delito, también logramos acabar con el segundo —nos señaló con el dedo para dar más énfasis a sus palabras—. Existe un alto porcentaje de delitos —prosiguió— que jamás habrían sido cometidos sin la connivencia e incluso la ayuda de los representantes del gobierno. Al acabar con los delitos gubernamentales, se logra eliminar un gran porcentaje de otros crímenes.

—Magnífica teoría —comentó Ron con irreverencia—. Excepto que el delito gubernamental se repite. El nuevo policía de la ronda puede estar tan sediento de dinero como su predecesor.

—Ese es el objetivo de la Liga —dijo Masetti—, que exista una vigilancia permanente, incorruptible y concienzuda que evite la corrupción del gobierno a nivel local. Cuando terminamos nuestro trabajo en una ciudad o pueblo, dejamos atrás una ciudadanía alerta y vigilante, dispuesta a mantener alejados a los rufianes para siempre.

—¿Qué es exactamente lo que quiere de nosotros? —volví a preguntar. Ya me había dado bastantes ejemplos hipotéticos.

Masetti me miró a los ojos y contestó:

—Un hombre como usted reúne información poco a poco. Parte de esa información sería sumamente útil en nuestra lucha contra la corrupción en Winston.

—Ya veo.

—¿Y qué sacan ustedes de todo esto? —interrumpió Ron—. Winston no es su ciudad, no piensan quedarse a vivir aquí cuando todo haya acabado. ¿Qué saca usted de este asunto.

—Trabajo a sueldo —le informó Masetti, con toda seriedad—. Me han contratado para que represente a la Liga. Me pagan para que ayude a descubrir a los corruptos. Y ocurre que me encanta mi trabajo.

—¿Y qué saca la Liga con todo esto? —le pregunté.

—Satisfacción —contestó—. Y hacer bien un trabajo —y añadió mirando a Rosi—: Y como el señor Lascow acaba de decir, yo no viviré en Winston cuando la Liga acabe con su trabajo. No tengo aquí ataduras personales, económicas ni políticas. Al igual que los demás miembros de la Liga. Somos completamente imparciales.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Ron.

—Su apoyo público —contestó Masetti—. El apoyo y los buenos deseos de los ciudadanos responsables del lugar, especialmente de aquellos que están cerca del gobierno local sin estar conectados con él, es una de las ventajas más grandes con las que podemos contar.

Aparentemente ni Masetti ni la Liga conocían el plan de Ron para evadir impuestos, la estratagema que había ideado él solito, y que pensaba utilizar como palanca para obtener un puesto en el Concejo Municipal, en las próximas elecciones. Ron me dio una patadita en el tobillo, por debajo de la mesa, para cerciorarse de si me había dado cuenta del chiste. Le devolví la patadita, para que supiera que me había dado perfecta cuenta.

Masetti nos miró a los dos a la vez, y nos preguntó:

—¿Y bien? ¿Los he convencido?

—Sólo existe un pequeño problema en todo esto —le dije—. Como acaba de comentar, una vez que todo explote, usted no se va a quedar a vivir aquí. Pero yo sí, y Ron también. Ambos tenemos que seguir viviendo en esta ciudad. Ambos necesitamos de la tolerancia y cooperación de los politiqueros locales para ganarnos la vida. Si hoy cualquiera de nosotros se vuelve en contra de los políticos, es muy probable que mañana nos resulte muy duro sobrevivir.

—Winston es una ciudad muy nerviosa —agregó Ron—. Fíjese que Tim ni siquiera le ha prometido su ayuda, y anoche ya han atentado contra su vida.

—Eso me dijeron —asintió Masetti—. Fue usted muy afortunado, señor Smith.

—Muy rápido —le corregí.

—Yo diría —prosiguió— que eso le da más motivo para cooperar con nosotros. Estos criminales políticos son mucho más peligrosos para su vida que para sus medios de subsistencia.

—La vida es muy desgraciada sin medios de subsistencia —le dije.

—Todavía no se ha creado un grupo de reformistas —comentó Ron— que haya acabado con todos los maleantes. Si dejan ustedes a uno solo sentado en su oficina del Ayuntamiento, y Tim y yo les ayudamos a eliminar al resto, ese único que quede se encargará de hacernos la vida difícil.

—Como le dije antes —explicó Masetti con lentitud—, trabajo a sueldo y le confieso que es un muy buen sueldo. Los ciudadanos locales que nos ayuden activa y públicamente también reciben un salario.

—No siga —le detuve—. Déjeme que le explique bien cómo es la vida. ¿Ve el traje que llevo puesto?

Asintió, intrigado.

—Es a la medida —proseguí—. Los de confección me marcan mucho el vientre —saqué un pie de debajo de la mesa y añadí—: Zapatos de treinta y cinco dólares —me señalé la corbata y dije—: Importada de Francia. Me costó ocho dólares. Es una de las más baratas que tengo. El único motivo por el que conduzco un coche modelo cincuenta y uno es porque fue el último año que en este país se fabricó un coche como es debido. Si quisiera, podría comprarme uno nuevo mañana mismo, y pagarlo al contado. Tengo una cuenta de ahorros bastante abultada en el Western National, y una cuenta corriente igual de abultada. Cuento con unos ingresos garantizados, y no tengo que esperar a que los clientes me vengan a ver para darme trabajo.

—Lo comprendo... —comenzó a decir, pero le interrumpí.

—Usted no comprende un cuerno. Ahora escúcheme, y no voy a darle ejemplos hipotéticos, sino hechos. En una ciudad como ésta existe un equilibrio, un equilibrio como el que hay en esos móviles, que se anunciaban en las revistas hace unos años. Todo el mundo tiene un sitio, todos tienen un peso y todo se mantiene compensado. Si logras encontrar un buen sitio, y tener bastante peso, y vas con cuidado y tratas de que el móvil no pierda el equilibrio, te puedes quedar. Tienes una posición, un lugar. Mientras contribuyas a mantener al móvil como está tu posición permanece a salvo. Pero si empiezas a moverte demasiado, a hacer peso y a sacudir las partes del móvil, haciendo que el equilibrio se vuelva loco de repente, te encontrarás desplazado y con el culo al aire. Yo tengo una buena posición, todo el dinero que quiero y el prestigio que necesito. Tengo una posición y voy a quedármela, porque cuido el equilibrio, no hago peso. Ron acaba de empezar a construirse una posición dentro del móvil. Mientras demuestre que respeta el equilibrio, que no va a ser codicioso ni agresivo, le irá bien. De lo contrario, quedará desplazado. Seguirá viviendo en esta ciudad y quizá logre ganarse la vida defendiendo a borrachos y a maridos que apalean a sus mujeres, pero jamás podrá subirse al móvil.

—Su analogía no es exacta —dijo Masetti—. La Liga...

—La Liga —le interrumpí— ha venido para destrozar el móvil de una patada, para hacerlo añicos. No podrá, jamás lo logrará. Quizá logre eliminar alguna de sus partes, perturbar el equilibrio durante un tiempo, pero el móvil seguirá allí cuando todo acabe. Todos se reacomodarán, hasta que se recupere el equilibrio, y todo seguirá igual que antes.

Masetti me estudió con amargo desencanto, y luego dijo:

—Me habían dado a entender que tenía usted una conciencia cívica bien formada...

—No siga —dije—, no siga usted. ¿Qué sabe de esta ciudad? Aparte del hecho de que los políticos son deshonestos, ¿sabe usted algo más?

—Esperaba que usted...

—Está bien, caballero, le diré un par de cosas —le espeté, mostrándole la mano abierta y empezando a contar—. La gente de esta ciudad no tiene nada de qué lamentarse. Nada. Las escuelas se encuentran entre las mejores del Estado, las calles están en buenas condiciones, no existe prostitución organizada, no hay drogas ni latrocinios, los impuestos son bajos...

—El criminal inteligente —me interrumpió Masetti— siempre ocultará sus delitos tras una fachada de buenas obras.

—Esa fachada —le contesté— ha hecho que sea bonito vivir en esta ciudad.

—¿Y por qué tiene que ser Winston? —preguntó Ron de pronto—. ¿Por qué esta ciudad?

—Tarde o temprano —replicó Masetti— investigaremos todas las ciudades del estado de Nueva York.

—¿Y por qué empezar por aquí? —inquirió Ron—. Hay sitios peores que Winston.

—Miles de sitios peores —agregué.

—No empezamos por aquí —replicó—. Es la tercera ciudad en la que trabajamos. Comenzamos en...

—¿Y qué me dice de la ciudad de Nueva York? —preguntó Ron.

—Al diablo con la ciudad de Nueva York —interrumpí—. ¿Qué me dice de Albany, de donde vienen ustedes? Allí ni siquiera se preocupan por la fachada de buenas obras. Las calles están llenas de baches...

—En Albany —me interrumpió Ron—, los gravámenes sobre las propiedades se imponen después de las elecciones. Eso es controlar a los votantes.

—También llegaremos a Albany —dijo Masetti irritado. No quería hablar de Albany.

—¿Cuándo? —le pregunté.

—No sé para cuándo está programada, no dirijo la Liga.

—¿Quién la dirige?

—Bruce Wheatley. Tal vez haya oído hablar de él. Es...

—Jamás he oído hablar de él —replique.

—La cuestión es —continuó Masetti, con creciente irritación— que ahora estamos interesados en Winston...

—Que es donde yo vivo —comenté.

—¿Y no le interesa hacer del lugar en que vive un sitio más digno?

—Aquí se vive muy bien —repliqué—. El móvil está bien equilibrado, la gente recibe un trato justo, y esta ciudad es agradable y tranquila. Me gustan las cosas tal como están.

—Entonces no nos ayudará —concluyó. Una amarga tristeza tenían sus palabras. Con ellas, acababa de excomulgarme.

Masetti echó una mirada a Ron y le preguntó:

—¿Y usted, señor Lascow?

—El tío Timothy es mi mentor —contestó Ron con petulancia—. El me ha enseñado todo lo que sé sobre la vida.

Las arrugas de desaprobación del rostro de Masetti se hicieron aún más profundas cuando nos dijo fríamente:

—Entonces, si me disculpan...

Le disculpamos con mucho placer.

Cuando se hubo marchado Ron y yo nos tomamos unas cervezas y comentamos el asunto. El móvil al que me, había referido ya estaba bastante agitado. La ciudad había engordado demasiado, y estaba excesivamente satisfecha. Hacía mucho tiempo que no habíamos tenido un reformista, y la ciudad no sabía ya cómo comportarse ante ellos.

La mayoría de las piezas del móvil asistirían a la reunión de las tres en el Ayuntamiento. A Ron no le habían invitado, así que le comenté que cuando hubiera terminado pasaría por su oficina para informarle de lo sucedido.

—Tal vez no sería mala idea estar de parte de los ángeles, si es que todo ha de derrumbarse —dijo Ron pensativo, mientras sorbía lentamente su cerveza—. Entiendo que la Liga es muy efectiva. Después de todo, podría acabar desarmando tu móvil.

—Construirán uno nuevo —repliqué.

—Claro. ¿Y quién estará en él? La gente que ayudó a destrozar el anterior.

—Ronald, hijo mío, tienes buenas intenciones. Simples, pero buenas. Ya te contaré cómo han ido las cosas en la reunión de esta tarde —eché una ojeada a mi reloj, era la una menos cinco, y agregué—: Tengo que comer con una persona. Será mejor que me vaya.

—Yo también —comentó—. A propósito, ¿usarás tu coche esta tarde?

—No, ¿por qué?

—Es que tengo que ir a Hillview, y el mío está averiado, el carburador no funciona.

—Puedes cogerlo —dije y le di las llaves—. El plan para evadir impuestos tiene algo que ver con Hillview, ¿no?

—No empieces a sacudir el móvil —contestó con una mueca, y partió. Yo me fui a ver qué quería Marvin Reed.