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La reunión ya había comenzado cuando yo llegué; siete hombres preocupados, sentados alrededor de una gran mesa ovalada, bajo una nube de humo azul grisáceo. Además de Dan Wanamaker y de Harcum, el grupo se completaba con el fiscal de distrito, tres de los cinco miembros del Concejo Municipal, y el jefe de todos, Jordan Reed.

Cuando entré en la habitación, Jordan Reed tenía la palabra. Interrumpió lo que estaba diciendo, y levantó la vista para mirarme con su cara limpia y sonriente.

—¡Tim! ¡Pasa, hijo, pasa! Dan me ha comentado que tienes algo que decirnos.

Reed estaba sentado en un extremo de la mesa. Entre las sillas vacías había una situada al otro extremo, frente a él. Me encaminé hacia esa silla, me quedé de pie con una mano apoyada en el respaldo, y me enfrenté a Jordan Reed mirando a cada uno de mis amigos presentes.

—Uno de vosotros es un bastardo y acaba de dispararme.

Sus caras se llenaron de un asombro lleno de inocencia. Reed dijo entonces:

—Tim, no insinuarás que...

—¿Por qué no voy a insinuarlo? No disparó desde este edificio. Anoche, un pistolero contratado por uno de vosotros, intentó matarme. Son dos...

—¿Desde el Ayuntamiento? —preguntó Harcum, incrédulo—. ¿Dices que alguien te disparó desde el Ayuntamiento?

—Maldita sea si no tengo razón. Y ha sido uno de vosotros...

—Es ridículo —dijo Myron Stoneman, Concejal del Distrito Tercero—. Nadie dispararía un arma desde este edificio y en plena luz del día...

—Yo no oí el disparo —añadió George Watkins, nuestro fiscal de distrito, una bola de mantequilla pelada con un cuarto de cigarro en la boca.

Acto seguido, se pusieron a hablar todos a la vez, estaban de acuerdo en que nadie había oído los disparos, y que ninguno de ellos le dispararía al bueno de Tim Smith, y un montón de idioteces más.

Dejé que hablaran durante un minuto, mientras los miraba uno a uno, sabiendo que uno de estos siete hombres había intentado matarme dos veces. En ese minuto, mientras todos parloteaban, traté de adivinar quién había sido.

Ahí estaba Jordan Reed, el jefe del grupo. Panzón, aseado y bien vestido, cerca de los sesenta, genealogista aficionado; Jordan Reed poseía una abundante cabellera entrecana y una cara redonda y blanda surcada de arrugas por las sonrisas, pero traicionada por unos ojos oscuros, profundos y faltos de gracia. También era dueño de la Reed & King Chemical Supplies, y además poseía a los otros seis hombres que estaban en la habitación.

Ahí estaba Dan Wanamaker, el Santa Claus de cara afeitada y gafas con montura metálica, que ostentaba el título de alcalde. En ese preciso instante, en estos momentos, todo su cuerpo y su cara mostraban una expresión de preocupación, asombro, y de temor creciente. Todo excepto su boca. Su boca sonreía con fulgor, olvidada por su dueño.

Ahí estaba Harcum, Hezekiah de nacimiento, de hombros cargados y cara enorme, cabello ralo, últimamente conquistador de la bien dotada Sherri.

Ahí estaba George Watkins, el voluminoso fiscal de distrito, redondo, blando y calvo como una bola de masilla. Era oriundo de Buffalo, pero había venido a Winston hacía ya quince años, a trabajar en el departamento legal de la Reed & King. Según parece, había demostrado su valía, pues desde hacía siete años ocupaba el cargo de fiscal de distrito. Era además un buitre de la cultura, pues se pasaba mucho tiempo en Nueva York, donde despilfarraba su dinero financiando obras de poca monta, que resultaban generalmente un fracaso.

Ahí estaba Claude Brice, Concejal del Distrito Primero, alto, acicalado, de pelo entrecano, con aire distinguido y muy, muy estúpido. El Distrito Primero está formado principalmente por profesionales de clase media alta, médicos, abogados, maestros y administrativos. El tipo de gente que juzga la inteligencia casi exclusivamente por la apariencia, por cuyo motivo, estaban representados por Claude Brice.

Ahí estaba Myron Stoneman, Concejal del Distrito Tercero, donde también se suele juzgar la inteligencia por la apariencia. Pero se trata de un distrito de trabajadores, de clase media baja, obreros cualificados y semi cualificados procedentes de la Reed & King, y de las pequeñas empresas de la ciudad. Este tipo de gente desconfía instintivamente de la inteligencia, y no les gustan las personas que aparentan ser más listas que ellos. Myron Stoneman, uno de los abogados más astutos que existen, parecía un delincuente reformado: bajo, robusto y calvo, de mandíbulas potentes y nariz grande; llevaba la ropa siempre media talla más holgada. Para los votantes del Distrito Tercero era el candidato ideal.

Y ahí estaba Les Manners, Concejal del Distrito Quinto. Sus votantes eran de clase media media, lectores de Time, Life y Satevepost. Les constituía el prototipo del hombre de negocios, incluidos los trajes de chaqueta cruzada azul o gris, el cabello gris pizarra peinado con una cuidadosa raya al lado izquierdo y la cara ligeramente cuadrada del hombre recio, pero apuesto, que había envejecido con gracia y que, a sus cincuenta y tres años, seguía levantándose antes del amanecer el primer día de la temporada de caza.

Estos eran los siete hombres; y uno de ellos estaba tratando con todas sus fuerzas de convertirse en asesino. Ya era el asesino de Alex Tarker, pero aparentemente eso no tenía importancia. Quería asesinarme a mí y a nadie más.

Aún no se habían enterado, pero su minuto de parloteo había tocado a su fin. Me desabroché la americana y me la abrí bien, colocando las manos sobre las caderas, de manera que la culata del 32 asomara a la altura de las solapas. Fue un gesto melodramático, pero me importaba un cuerno. Tenía ganas de ser melodramático.

Además, logró hacerles callar. En medio del asombrado silencio, dije:

—En las últimas veinticuatro horas ha habido dos atentados contra mi vida. Uno de los aquí presentes...

—¿Por qué nosotros? —preguntó George Watkins otra vez, arrogante y retador.

—Lo sabéis tan bien como yo —le contesté—, por la Liga.

Jordan Reed me sonrió con esa cara regordeta y beata de vendedor.

—Tim, eres uno de nosotros, ya lo sabes —dijo.

—Claro que sí —añadió Les Manners.

—No, no lo sé —repliqué—. Sólo sé que en el pasado he cooperado con vosotros, y que vosotros habéis cooperado conmigo...

—Es justamente lo que quiero decirte —intervino Reed.

—Pero eso no significa —proseguí, ahogando sus palabras— que esté de parte de la banda de Jordan Reed, como hacen todos los presentes.

—No formamos parte de ninguna banda —protestó Myron Stoneman, enfadado.

—Claro que no —dijo Les Manners con indignación.

—Esa no es la cuestión —murmuró Reed con suavidad, y supe que efectivamente no quería que fuera así.

—La cuestión —proseguí haciéndoles volver al punto del que había partido—, es si puedo o no puedo sentirme seguro en esta ciudad, mientras vosotros sigáis gobernándola. Si puedo...

—Vamos, Tim —me interrumpió Reed, tratando de calmarme y sonriéndome, mientras los demás le miraban en busca de ayuda.

No permití que me interrumpieran.

—Si puedo —continué levantando más la voz—, entonces podréis sentiros seguros con respecto a mí. Y si no puedo, entonces tampoco vosotros estaréis seguros.

—Eso me suena a amenaza, Tim —dijo Les Manners, con su mejor tono empresarial.

—Es una amenaza —le aseguré—. Vosotros sabéis que hace unas horas he hablado con Paul Masetti, de la Liga de Ciudadanos para un Gobierno Honesto. Me ha pedido que trabajara para él, que le ayudara a conseguir pruebas contra todos vosotros.

—Tú no harías una cosa así, Tim —dijo Reed.

—No, si me siento seguro —contesté. Volví a mirarles uno a uno—. Estaréis a salvo de mí, siempre que yo lo esté de vosotros. Pero si tenemos que enfrentarnos, puedo crucificaros a todos.

—Mira, Tim, todos estamos muy nerviosos —dijo Claude Brice, con aire muy inteligente.

—Ya sabemos a qué atenernos —añadió George Watkins con firmeza, en el mismo tono que, sin duda, emplearía al dirigirse al director de uno de sus fracasos de Broadway la noche antes del estreno—. Nos encargaremos de este asunto de la Liga, así que no hace falta que nadie pierda los estribos.

—Si es que tienes razón —sugirió Myron Stoneman.

George se erizó y contestó con rabia:

—Tengo razón.

No sabía por qué estaban discutiendo, y me importaba un bledo.

—Ya lo han intentado en dos ocasiones —dije interrumpiendo la reyerta—, pero será mejor que no haya una tercera.

—No habrá una tercera —me calmó Reed.

—Claro que no —le apoyó Dan Wanamaker, sonriéndome como un anuncio del Saturday Evening Post.

—Quiero estar seguro —insistí, ignorando a Dan, y dirigiéndome a Reed.

Harcum intervino en ese instante.

—Permítame que aclare las cosas, Tim —dijo haciendo una imitación aceptable de lo que es la eficiencia—. ¿Quieres que busque al que te disparó y contrató a Tarker, o simplemente quieres que el tipo deje de intentarlo, y en ese caso todo quedará perdonado y olvidado?

—Quiero que deje de perseguirme —contesté.

Pareció asombrarse cuando me preguntó:

—¿Y entonces qué hago yo?

—Haz lo que te parezca. El tipo que buscas es una de las siete personas que están sentadas ante esta mesa. ¿Estarías dispuesto a formular cargos contra uno de tus amigos? Se aseguraría de arrastrarte con él en la caída, ¿no es cierto?

Y podría hacerlo, ¿verdad?

—Tim, estás yendo demasiado lejos —replicó.

—¿Quieres que le atrapen? —me preguntó Les Manners.

—Quiero que deje de perseguirme —contesté—. Si lo hace, entonces lo olvidaré todo, y todo seguirá como en el pasado. Si vuelve a intentarlo, pondré a la Liga en contra de todos vosotros.

—En realidad, lo que estás diciendo es que la próxima vez esta persona no debe fallar —dijo Myron Stoneman en voz baja—, que debe asegurarse de no fallar.

—Fallará —le aseguré—. Ya le he visto en acción dos veces. Es demasiado torpe. Volverá a fallar.

—Aunque puede mejorar con la práctica —sugirió Stoneman.

De repente, Jordan Reed dejó de sonreír.

—No habrá más práctica. Y no se hable más del asunto —dijo bruscamente. Luego me miró y agregó seriamente—: Tim, no sé quién ha sido el idiota que lo hizo, pero está acabado, te doy mi palabra.