25

Los cuatrocientos metros que recorrimos para recorrimos para regresar a la casa fueron los más largos de mi vida. Tuve mucho tiempo para pensar, y muchos temas desagradables en los que ocuparme.

Jordan Reed no se había mostrado preocupado. Acababa de prometerle que iría a ver a los de la Liga y que les daría suficiente información como para poner patas arriba al Ayuntamiento y sacudirlo como quien sacude calcetines al sacarlos de una bolsa de ropa sucia, y aun así, no se había mostrado interesado. Sólo cabían dos posibilidades: o había hecho un trato con los de la Liga, o había logrado llegar a un acuerdo con alguien importante para desbaratar los planes de estos reformistas. En ese preciso instante, se me ocurrió una tercera posibilidad.

Jamás lograría regresar a la ciudad.

Pero por otra parte, la criada había entrado en el despacho de Reed a toda prisa, y además el jardinero me había echado esa mirada tan extraña. Quizá se tratara de algo enteramente distinto.

En el coche iban conmigo tres hombres. Bill no llevaba armas, de todas maneras no era un combatiente. Art y Ben iban armados, ¿pero de parte de quién estaban? Les había permitido que me acompañaran durante toda la tarde, ¿pero qué rayos sabía yo de ellos? Es más, ¿qué diablos sabía yo de los planes de Jack Wycza?

Había sido un idiota.

Llegué a esa conclusión cuando nos aproximamos a la casa, y frené de golpe.

Dos coches patrulla me adelantaron y aparcaron delante de mí, al detenerse el tercer coche me tocó el parachoques trasero.

Estaba muy tenso, me quedé sentado con las manos apoyadas en la parte superior del volante, desde donde no me sería demasiado difícil llegar hasta el interior de la americana. Miré al frente a través del parabrisas y ordené a mis muchachos:

—Quedaos en el coche. Dejad que sean ellos quienes den los primeros pasos.

No obtuve respuesta.

Frente a mí, comenzaron a abrirse las puertas de los coches y a escupir la flor y nata de Winston. Logré oír el parloteo de una radio policial, y me moría de ganas de encender la mía para escuchar las llamadas, pero tuve la impresión de que no era el momento más oportuno.

Ed Jason se acercó a mí a grandes zancadas, se detuvo junto al guardabarros de mi coche, me miró a través del parabrisas y de pronto sonrió burlonamente.

—Tómatelo con calma, Tim —me dijo—. No decimos que tú lo hayas hecho. Quizá seáis todos testigos, es todo.

—¿Hecho qué? —pregunté.

—Matarla —contestó.

—¿Matar a quién?

—Aún no lo sé —replicó encogiéndose de hombros—. Y vosotros no os mováis del coche. Harcum no tardará en llegar —y dicho esto se fue hacia la casa arrastrando los pies, que es la mejor forma de describir el andar de Ed Jason.

Art, que seguía a mi lado, me dijo:

—Tome.

Le miré y vi que me estaba ofreciendo un cigarrillo recién encendido. Sonreí espasmódicamente, aflojando toda la tensión, y acepté el cigarrillo que me ofrecía.

—Gracias.

—¿Qué está pasando? —preguntó Bill Casale desde el asiento trasero.

—No tengo ni idea, Billy —repliqué. Me sentía muy bien, muy expansivo—. Pero no nos incumbe, es lo único que me importa.

—¿Por qué no nos ponemos de acuerdo sobre nuestras versiones? —sugirió Art.

—¿Qué versiones? —inquirí—. No sabemos nada. Muchachos, ¿vosotros habéis visto morir a alguna mujer?

—Yo no —contestó Art.

—Yo no vi a nadie excepto a ese viejo cuando tú estabas en el porche —dijo Bill.

Ben no abrió la boca. Ben nunca abría la boca.

—De acuerdo, pues —concluí yo.

—¿Qué estábamos haciendo aquí? —preguntó Art.

—Decimos la verdad —repliqué. Art levantó una ceja pero eso fue todo.

Nos quedamos ahí sentados observando lo que ocurría, y al cabo de un rato llegué a la conclusión de que la zona de interés se hallaba al otro lado de la casa. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar hasta cierto punto. El jardinero había estado en ese lugar de la casa, había visto a la mujer muerta, había ido corriendo hasta la casa para informar a la criada, y ésta había irrumpido en el despacho de Reed para decírselo justo en el momento en que me disponía a marcharme. Reed había llamado de inmediato a la Policía, mientras me entretuve charlando con Alisan y luego en el pórtico; para cuando llegamos a la carretera, la Policía ya había llegado.

Todo encajaba, pero hasta cierto punto. A partir de ahí todo se hacía muy confuso. Por ejemplo, ¿quién era la mujer muerta? Obviamente no era Alisan, puesto que acababa de hablar con ella. Tampoco podía ser la criada. Y que yo supiera, en la casa no vivía ninguna otra mujer.

Y a propósito, ¿quién la había matado? ¿Y por qué aquí, en la finca de Reed?

Me devané los sesos durante media hora, tratando de encontrar una respuesta a esas dos preguntas; finalmente, llegó Harcum. Conferenció con Ed Jason durante unos instantes en el pórtico del frente; luego, Ed se acercó a mi coche arrastrando los pies y me dijo:

—Harcum quiere hablar.

—¿Con todos nosotros?

—Sólo se refirió a ti.

Los demás esperaron, v yo me dirigí al pórtico, a hablar con Harcum. Ed Jason dobló la esquina de la casa como un vaquero que se dirige al corral.

Parecía que el porche estaba repleto de gente. Ahí estaban Harcum, Jordan Reed, Marvin Reed y Alisan Reed. A Marvin se le veía desconcertado, a Harcum enojado, a Jordan más enojado aún y a Alisan enojadísima.

Cuando estuve a punto de trasponer la puerta con mosquitero, Harcum me preguntó:

—¿Alguno de tus muchachos la había visto?

—Yo no. Le pregunté a los demás, y tampoco la habían visto —contesté negando con la cabeza.

—Por el lugar en que la mataron —dijo Jordan Reed tajante—, entró en mi propiedad desde la carretera, y siguió por el atajo de tierra que atraviesa los árboles. Desde el frente de la casa jamás lograría verla.

—Estamos tratando de averiguar si alguien vio a quien la acompañaba cuando abandonó el hotel —explicó Harcum.

—¿Acaso no resulta evidente? —inquirió Jordan Reed con amargura—. Salió del hotel sola, probablemente tomó un taxi, y entró aquí desde la carretera porque no quería que nadie la viese —le lanzó una mirada furibunda a su hijo, y prosiguió—: Supongo que ya habría estado aquí antes. Cuando salí de viaje.

—¡Nunca! —gritó Marvin. Seguía desconcertado, pero en ese momento también había comenzado a sentir miedo.

—Supongo —dijo Jordan— que ninguno de vosotros esperaba que regresase de Albany tan pronto.

—¡Ni siquiera sabía que estaba en la ciudad! —rugió Marvin desesperanzado—. ¡Hacía años que no la veía!

—Querías saber por qué no te he dado un nieto —dijo Alisan llena de rencor—, ahora ya sabes por qué. No tengo que seguir ocultándolo.

—¡Alisan! —bramó Marvin, como un náufrago que implora que le alcancen un chaleco salvavidas que en realidad no esperaba conseguir.

—Sé que Sherri conocía a Marv... —comenzó a decir Harcum, y sin darme cuenta le interrumpí con mi exclamación:

—¡Sherri!

Me lanzó una mirada sombría, frunció el ceño y dijo:

—Sí, Sherri.

Vaya, vaya, pensé. Vaya, vaya, vaya. La mujer muerta era Sherri, en su tiempo había conocido a Marvin Reed, y que había llegado a la ciudad de la mano de Harcum... ya podía comprender por qué Harcum se mostraba tan sombrío. Resulta muy desagradable descubrir que no se es más que un billete de tren. Sherri había llegado a la ciudad para volver a ver a Marvin, y si no me había equivocado, para Sherri, el nombre de Marvin se escribía con un signo $ mayúsculo.

¿Le habría visto?

El bobalicón en cuestión dijo:

—Papá, no la he visto en años, lo juro. Hacía años que no la veía.

Jordan miró a su hijo del mismo modo que habría mirado a un partidario del New Deal, y le espetó:

—Eres una basura —y volvió a apartar la vista de él. Jamás nadie había desheredado a un hijo con tan pocas palabras ni de forma tan categórica.

Harcum captó la idea, y se llenó de coraje. Entonces le informó a Marvin:

—Según parece eres el principal sospechoso, muchacho. Y el único.

—¡Pero yo no la vi! —gimió Marvin—. ¡Lo juro, lo juro, ni siquiera la vi!

—¿Con qué arma la mataron? —pregunté.

Harcum señaló la mesa pintada del porche. Sobre ella había un bulto envuelto en un pañuelo blanco. Fui a inspeccionarlo. Harcum estaba tan habituado a verme husmear que no dijo ni palabra.

Se trataba de un cuchillo de caza con mango de hueso, la hoja era gruesa, de unos quince centímetros de largo. En Sheldon’s, los grandes almacenes del centro, se vendía ese modelo de cuchillo por docenas. Winston es una ciudad donde hoy gran afición por la caza, y se trataba de uno de los cuchillos de caza más populares.

—¿Hay huellas digitales? —pregunté.

—¿En el mango? —replicó Harcum con un bufido.

Tenía razón, ahora que lo pensaba. Una superficie rugosa y granulada como la del mango de ese cuchillo no permitiría descubrir una huella ni en un millón de años.

—¿Por qué no nos lo cuentas, Marv? —dijo Harcum—. Ella vino a hablar contigo. Quería dinero, supongo. No podías darle lo que te pedía, y temiste que tu padre la viera. Por eso la mataste. Te disponías a deshacerte del cadáver, pero el jardinero te ganó de mano porque lo vio antes de que pudieras hacer nada y te asustaste. ¿No es así como ocurrió todo?

Marvin se limitaba a mirar fijamente a Harcum y a negar ligeramente con la cabeza, se volvió entonces hacia su padre, que en ese instante observaba con odio la ciudad, que se extendía más allá de la colina arbolada.

—Papá —dijo—, por favor, papá.

Jordan no se movió.

—Por favor, papá —repitió Marvin—.

No fui yo. Yo no lo hice. No la he visto en años, yo... ¡Papá, escúchame! Sabes que sería capaz de hacer cualquier cosa por ti. Hacía años que no la veía.

Se detuvo. Con las manos se frotaba nerviosamente los muslos. Su mirada suplicante se posaba en mí, en Harcum, incluso en Alisan.

—Cualquier cosa —agregó—, haría cualquier cosa. Pero yo no he sido.

Para todos los implicados la situación era de lo más incómoda y nos sentimos aliviados por la interrupción, cuando el silencio que siguió a la súplica de Marvin se rompió al abrirse la puerta con mosquitero.

Era Art, que entró con el aire de quien se disculpa educadamente, y me preguntó:

—¿Está usted bien, señor Smith?

—Perfectamente —repliqué.

Me tomó al pie de la letra e inquirió al grupo en general:

—¿Podría hacer una llamada telefónica?

Jordan dejó de observar con odio Ir ciudad para mirar con el mismo rigor a Art, como quien pregunta quién diablos es este tipo; luego se encogió de hombros y replicó:

—Está bien, adelante.

—Gracias —Art entró en el porche y me susurró—: Tengo que informar a Jack.

Entró en la casa, y Harcum se aclaró la garganta aparatosamente y sentenció:

—Para mí el caso está muy claro, Marv. ¿Estás seguro de que no quieres contármelo todo?

Antes de que Marvin pudiera contestarle me puse en pie y le dije a Harcum:

—Oye, ¿puedo hablar contigo un minuto?

—¿Qué diablos quieres, Tim? —preguntó con el ceño fruncido.

—Sólo un minuto —repetí.

Refunfuñando, atravesó el porche tras de mí, nos fuimos hasta un rincón para que la familia no pudiera vernos ni oírnos.

—Deja que te haga un favor, Harcum. Jordan podría reconsiderar el asunto. Será mejor que te tomes con calma lo de Marvin.

—Este es un caso concluido, Tim.

—Es un caso evidente —repliqué sacudiendo la cabeza—. Pero no está concluido. No tienes testigos, no lograrías probar que ese cuchillo es de Marvin ni en un millón de años; además, tampoco estás seguro de que ella haya logrado llegar hasta Marvin.

—Tengo un buen caso con pruebas circunstanciales...

—No tienes nada de nada —le interrumpí—, un buen abogado defensor rebatirá todas tus pruebas circunstanciales. Y si Jordan recapacita, Marvin tendrá un buen abogado defensor.

—Entonces, ¿qué rayos se supone que tengo que hacer?

—Cálmate —le aconsejé—, y deja que tus detectives lleven el caso. Para eso les pagan. Para arrestos estúpidos, con uno te basta...

—¿Te refieres a Lascow? Por Dios, tengo pruebas contra él.

—¡Y un cuerno las tienes!

—¡Tengo pruebas! —insistió.

—Me encantará verlas.

—Las verás —replicó sombríamente—. Tal vez te interese saber cuál es el trabajo de Lascow en la Guardia Nacional.

Me sorprendí. Sabía que Ron era teniente de la Guardia, de ese modo evitaba el servicio activo, pero no comprendía a santo de qué me lo comentaba ahora.

—Está bien, me doy por vencido. ¿Qué trabajo hace en la Guardia Nacional?

—Está a cargo del equipo artificiero. Le han enseñado a desactivar bombas, y a volver a activarlas, claro.

—¿Es todo lo que tienes? —pregunté sin dejar de mirarle.

—Ni por asomo —contestó.

Me apartó a un lado, nuestra conversación había tocado a su fin, y se disponía a regresar junto a los Reed, donde le informó a Marvin que no debía alejarse de la ciudad y cosas por el estilo, que aunque no estaba bajo arresto, sería probable que le tuvieran que interrogar, que debía estar disponible y...

—¿Quieres que me quede por aquí o puedo marcharme? —le interrumpí.

Me lanzó una mirada, evidentemente le había tomado por sorpresa.

—Claro que puedes irte —dijo, y prosiguió con Marvin, tratando de recordar dónde había quedado.

—Tienes que estar disponible —le soplé, me miró lleno de indignación, y regresé a mi coche.

Art no había regresado aún, de modo que me senté y durante un rato no hice más que contestar las preguntas de Bill. Entonces apareció Art; se acercó al coche a grandes pasos, llevaba el ceño fruncido, y su sonrisa sardónica había desaparecido. Se sentó a mi lado, en el asiento de delante, y me informó:

—Ha habido ciertos cambios, señor Smith.

—¿Como cuáles?

—Jack dice que Ben y yo tenemos que volver.

—¿Por qué?

—Según parece, el acuerdo que había entre ustedes ha concluido —replicó encogiéndose de hombros, con lo cual me daba a entender que nuestro acuerdo privado seguía en pie.

—¿Quiere que volváis ahora mismo?

—Ahora mismo —replicó.

Me puse a pensar si esta nueva jugada no tendría algo que ver con la vanidosa seguridad que Reed había ostentado hacía unos minutos. En el fondo de mi corazón algo me decía que estaba en lo cierto.

—Por si Jack volviera a cambiar de opinión —dijo Art con indiferencia—, ¿dónde podemos ponernos en contacto con usted?

En realidad yo tampoco lo sabía. El teléfono de casa seguía sin funcionar, y a partir de ese momento tendría que dar muchas vueltas. Finalmente decidí darle el número de Cathy, pensé que si no estaba yo allí ella se encargaría de tomar el mensaje.

Apuntó la dirección y el teléfono, y me preguntó:

—¿Le importa dejarnos en la ciudad?

—En absoluto.

Esta vez llegamos a la carretera sin interferencias, me desvié unas cuantas manzanas para dejar a Art y a Ben frente a la Tienda de Dulces del Pueblo. Bill se pasó al asiento de adelante, y seguimos camino hacia el centro de la ciudad.