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Era la una y media de la madrugada. Había dejado a Cathy poco después de la una, y ahora estaba sentado ante la barra del New Electric Diner, comiéndose un bocadillo de jamón y hablando con Al, el empleado de la noche. La puerta se abrió y se cerró tras de mí, y un tipo grande entró y se sentó en un taburete a mi derecha.

—Oiga, no me creerá, pero estoy buscando a un tipo llamado Smith —le comentó a Al.

—Si puedo elegir, prefiero no contestar —replicó Al.

—Vaya nombre original —dije yo.

Me echó una mirada. Tendría unos cuarenta años, era un ex peso medio, robusto, de nariz grande, cejas muy pobladas y aspecto descuidado. Llevaba un traje marrón bastante raído que le quedaba un poco grande. La corbata, pintada a mano, era demasiado ancha.

—Así es —asintió—, supongo que eso ayudará.

—¿Y cuál es el nombre de pila de ese Smith? —pregunté.

—Tim.

—Esta es su noche de suerte.

—¿Es usted? —inquirió, bajándose del taburete.

—Habitualmente, sí.

—Vengo de parte de una persona. Me dijo que era usted el único detective privado de la ciudad —comentó palpándose los bolsillos—. Me dio una carta —se dio unas palmaditas en el pecho y suspiró aliviado.

—Aquí la tiene —dijo, mientras metía la mano en el bolsillo interior de la americana. La mirada se le iluminó.

Le arrojé el café a la cara y me tiré al suelo. Pegó un grito al tiempo que le disparó al bocadillo de jamón. Entonces, me levanté del suelo y le quité el revólver. Aunque estoy un poco entrado en carnes, cuando hace falta, puedo moverme con rapidez.

Al estaba ya frente al teléfono público, marcando el número de la comisaría. Retrocedí un poco y estudié el revólver que sostenía en mis manos. Era un calibre 32 corto, el arma más indicada para darle a un blanco de cerca. Como yo.

El tipo que lo había llevado encima se estaba limpiando el café de la cara y la corbata con aire de enfado.

—Vaya maldita manera de comenzar una conversación —le dije.

—De haber sabido que estaba usted al tanto... —comentó encogiéndose de hombros disgustado.

—Fue culpa suya. Olvidó concentrarse. ¿A qué se dedica normalmente?

—¡Lárguese! —me ordenó.

—Mire, no soy ningún paleto. Durante la guerra algo aprendí.

Al regresó a la barra.

—Ya viene el patrullero —informó y echando una mirada al revoltijo que formaban el bocadillo de jamón y el plato roto, añadió—: Podría haber esperado a llegar a la calle.

—No entiendo para qué mandó llamar a la Policía —dijo el tipo.

Su observación me detuvo un segundo, luego comenté:

—Creí que resultaba evidente.

—¿Por qué? Entro aquí para venderle ese revólver, si quiere comprármelo. Me baña con café mientras lo tengo en las manos y se dispara por accidente. Nadie resultó herido. Pagaré el plato roto.

—Hay una raya en la fórmica —anunció Al, enfadado.

—Está bien. Pagaré el plato y también por la raya de la fórmica. Y ese asqueroso bocadillo. ¿Para qué necesitamos a la Policía?

—Incluso en circunstancias normales, la historia que acaba de contarnos no lograría hacer reír ni a un caballo. Pero éstas no son circunstancias normales.

—¿Por qué no?

—Le dijeron quién era yo.

—Claro. Un detective privado —murmuró encogiéndose de hombros.

—El único detective privado de la ciudad. El único de Winston. ¿Sabe por qué soy el único detective privado de Winston?

Volvió a encogerse de hombros. La cuestión le traía sin cuidado.

—Porque en una ciudad como ésta no hay trabajo para dos —comentó.

—Conozco a todos en esta ciudad —le expliqué—. A los políticos, los hombres de negocios y la Policía. Por eso soy el único detective privado de la ciudad. Por eso mismo, éstas no son circunstancias normales. Y por eso mismo su historia no hará reír a nadie.

—Correré el riesgo —dijo.

—¿A qué se debe eso?

Se encogió de hombros una vez más, pero no hizo comentario alguno.

Esperé hasta estar seguro de que se daba cuenta en qué situación estaba. Cuando comenzó a morderse el labio inferior, le dije con indiferencia:

—Claro que siempre hay una manera de salir de un aprieto así.

Arqueó una ceja.

—Lo único que tiene que hacer es decirme quién le ha enviado, y para cuando llegue la Policía estará usted lejos de aquí.

Pareció disgustarse.

—He cometido un error —dijo malhumorado—, pero eso no significa que sea un aficionado.

—Como usted quiera.

Volvió a morderse el labio inferior, pero no aceptó mi propuesta. No esperaba que lo hiciera. Por un momento pensé en darle el 32 a Al y en preguntarle con los puños, pero no tenía por qué hacerlo. Este tipo se pasaría una noche muy, muy larga en la prisión de Winston. Si es que me conocía bien las leyes locales —y vaya si las conocía—, antes del amanecer estaría confesándolo todo ante una estenógrafa.

Unos minutos más tarde apareció el patrullero, sin sirena ni luces. En una ciudad de este tamaño, a la una y media de la madrugada, el tránsito es muy escaso como para que sea necesario llevar luces. Y en cuanto a la sirena, no lograría más que unas cuantas cartas al periódico quejándose del poco respeto que tiene la Policía por el descanso de los ciudadanos decentes.

Dan Archer y Pete Wycza bajaron del coche patrulla y entraron en el restaurante. Presentaban un aspecto lamentable: el uniforme azul arrugado pero las insignias brillantes. Al y yo dimos nuestra versión de los hechos; el forastero repitió el chiste que me había contado, y Pete le comentó:

—Muy interesante, señor... ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Smith.

—Se equivoca —le corregí—, yo me llamo Smith.

—John Smith —agregó.

—De acuerdo, John Smith —dijo Pete. Extendió la mano y añadió—: Déjeme ver su billetera.

—La dejé en otros pantalones.

Pete frunció el ceño y le ordenó:

—Dese la vuelta, John Smith.

Cuando el forastero cumplió con lo que le habían ordenado, Pete lo cacheó. Sólo encontró la llave de uno de los armarios de la estación Greyhound.

—Viaja usted con poco equipaje —comentó Pete.

John Smith se encogió de hombros y preguntó con lo que parecía ser un verdadero interés:

—¿Conoce una manera mejor de viajar?

—De acuerdo —dijo Pete—, vamos a la comisaría.

Pete se dirigió a la puerta, le siguió John Smith y Dan cerró la marcha. Pete salió. dio unos pasos hacia la izquierda y esperó a Smith. Durante un segundo, Smith quedó en el vano de la puerta. El disparo del rifle vino del otro lado de la calle, y Smith pegó un salto y cayó al suelo con un golpe seco.

Volví a arrojarme al suelo, al tiempo que Dan sorteaba el cuerpo de Smith, entraba por la puerta y se arrojaba a la derecha gritando:

—Pete, ¿has visto el fogonazo?

—Diablos, no —contestó Pete.

Durante un largo minuto todo se detuvo. Al estaba en el suelo, detrás de la barra; yo me encontraba en el suelo, frente a la barra; Pete y Dan estaban en la acera, a ambos lados de la puerta. Pero no ocurrió nada más, y cuando Dan volvió a entrar con cautela, no hubo más disparos.

Pete le siguió v cerró la puerta. Al dirigirse hacia el teléfono público, Dan me preguntó:

—¿Qué rayos pasa aquí, Tim?

—No tengo ni idea —contesté—. Estaba aquí sentado, ocupándome de mis asuntos, cuando el finado entró y me apuntó con un revólver.

—¿Le conoces de alguna parte?

—Yo no. Me dio a entender que había sido contratado.

—¿Por quién?

—No me dio a entender tanto.

—¿En qué andas últimamente?

—Lo de siempre. Corrupción y soborno.

—¿No tienes idea de qué pueda tratarse?

—Ni idea, Dan. Estoy tan sorprendido como tú. Y también un poco más preocupado.

Pete regresó en ese instante.

—La ambulancia viene hacia aquí —anunció, y me dijo—: Tim, será mejor que mañana por la mañana vayas a la comisaría y hables con Harcum. Querrá conocer la situación.

—No te preocupes. ¿Puedo irme?

—No veo por qué no. Ten cuidado cuando salgas.

Tuve cuidado. Abrí la puerta de un empellón, esperé un segundo, y me hundí en la oscuridad que reinaba más allá del local iluminado. No hubo disparos. Al agazaparme, tuve la sensación de que pesaba más que mis noventa kilos, era más alto que mi metro setenta y cinco, y más viejo que mis treinta y nueve años. Corrí hacia mi coche, un Ford negro, modelo 51. Tampoco hubo disparos. Una vez en el coche, metí la llave en el arranque, le di al botón del starter y al acelerador, y partí a toda marcha. Y tampoco hubo más disparos.

A mitad de camino, me di cuenta de que las cuatro habitaciones vacías de mi casa no eran precisamente lo que necesitaba en ese momento. Lo que necesitaba era hablar con alguien, que alguien me viera pasear por la habitación y me oyera decirle: «Mira, aún estoy con vida». En el restaurante todo había sucedido a setenta y ocho revoluciones por minuto y ahora comenzaba a darme cuenta de lo que había ocurrido. Alguien había intentado matarme. Y yo seguía con vida.

Hice un brusco cambio de sentido y me dirigí a casa de Cathy. No eran momentos para estar solo.