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Si se mira un plano de la ciudad de Winston es muy probable que llame la atención el hecho de que tiene la forma de un globo que pende de un hilo, y, si por casualidad, se conocen los detalles del caso, el simbolismo de esa forma salta a la vista.

El globo representa la zona principal de la ciudad, donde se encuentran los distritos comercial, residencial e industrial. El hilo es un camino de alquitrán de dos carriles que va en dirección al noroeste, hacia las montañas Adirondacks, llamado McGraw’s Market Road. Dudo que haya alguien que recuerde quién era McGraw o qué clase de mercado tenía. Al final del hilo, donde debería estar el dueño del globo sosteniéndolo, se encuentra la finca de Jordan Reed.

Reed la compró hace aproximadamente veinte años, y en esa época el lugar se hallaba a unos ocho kilómetros de la ciudad. Lo cual significaba que su casa no estaba conectada al sistema de desagües y suministro de agua urbanos; además, le correspondía al condado más que a la ciudad la responsabilidad de mantener el McGraw’s Market Road libre de los baches y levantamientos producidos por las heladas. Cuando Reed llevaba dos años en esa casa, el Concejo Municipal decidió por unanimidad que, al fin y al cabo, esos ocho kilómetros del McGraw’s Market Road formaban parte de la ciudad de Winston.

La casa se hallaba a unos cuatrocientos metros del camino, emplazada sobre una suave planicie del Monte Claridge. La finca de Reed ocupaba toda la planicie, tendría unos tres kilómetros de longitud por unos quinientos metros de anchura, estaba rodeada de árboles y de una cerca muy segura. Para llegar hasta la casa, desde el McGraw’s Market Road, había que girar a la derecha, pasar dos enormes postes de piedra maciza que formaban el portal de entrada y seguir recto unos cuatrocientos metros por un sendero de alquitrán flanqueado de árboles.'

La casa era una de esas grandes monstruosidades de construcción irregular, típicas de la época en que hacían furor las ventanas sobresalientes, las torres y las volutas de madera estilo rococó. El exterior de la planta baja era de piedra, y los dos pisos superiores estaban cubiertos de tejas grises. El techo de dos aguas cubría las distintas alas y salientes de la casa; la planta baja estaba rodeada por tres de sus lados por un pórtico amplio y cubierto.

Detuve el Ford sobre la tierra, al costado de la casa, donde se suponía que debían aparcar los invitados; ordené a mis muchachos que me esperasen, y me dirigí hacia la casa.

El pórtico estaba fresco y en penumbra. Las alfombras de paja crujían bajo mis pies; a la izquierda había unas cuantas mesas y sillas enlucidas, y un fonógrafo de manivela desprovisto de sus piezas internas que servía de bar.

Toqué el timbre y esperé, escuchando el silencio. Los árboles susurraban ligeramente, pero no se oía absolutamente nada más.

Finalmente, una criada me abrió la puerta.

—Ah, sí, el señor Smith. El señor Reed me advirtió que usted vendría. Pase, por favor. Por aquí.

La seguí, juntos atravesamos unas habitaciones enormes y frescas. Jordan Reed era un moderno hombre de negocios, vestía a la moda, iba siempre al último grito, tanto en sus negocios como en su vida social. Su fábrica era tan moderna que hasta hacía daño. Pero su casa era fresca, soplaba en ella una oscura brisa que provenía directamente del siglo diecinueve.

Atravesamos la casa, cruzamos cuartos amortiguados por alfombras orientales espesísimas, los espejos de las paredes brillaban en la oscuridad, los muebles de rica madera bruñida despedían destellos, los techos eran altos y oscuros, las paredes estaban empapeladas con damas y caballeros montados en carruajes o sentados muy formalmente en pequeños árboles de rosas. Esta casa carecía de pasillos y corredores, al menos en la planta baja no los había. Se pasaba simplemente de una habitación a la otra, a través de vanos con puertas pesadas, bruñidas y de tallados intrincados.

Esperaba encontrar a Marvin Reed merodeando en algún rincón de una de estas habitaciones, ocultándose de Paul Masetti, que a esas horas habría partido ya; pero aparte de la criada que se contoneaba impasiblemente como un pato, no vi a nadie más, ni a Marvin ni a Alisan —su mujer—, ni a ningún otro sirviente.

Finalmente nos detuvimos frente a una puerta rococó que parecía más bien la puerta de una catedral, y la criada llamó tímidamente sobre una voluta. Un sonido amortiguado que provino del interior pareció indicarle que entrara. La criada abrió la puerta y me hizo pasar, volvió a cerrar y se supone que se marchó.

Estaba en el despacho de Jordan Reed, una habitación realmente fantástica. Por un motivo u otro, ese despacho hacía destacar siempre mi gordura. La pared que tenía enfrente, según se entraba, estaba cubierta casi por completo de cristales; había dos inmensos ventanales que daban al amplio jardín y desde los que se veía la ladera arbolada del Monte Claridge y el valle, donde se desplegaba la ciudad entera como una reproducción a escala sobre una mesa. Entre los dos ventanales había una pared de un metro ochenta de ancho, de donde pendía una pintura al óleo de Jonás, el padre de Jordan Reed, serio, aburrido y oscuro. Jonás, junto con Michael King, había fundado la Reed & King Chemicals a fines del siglo pasado. La pared de la izquierda estaba tapizada de lado a lado y del techo al suelo por una librería; en los estantes superiores descansaban las colecciones de encuadernado marroquí, luego seguían los textos oscuros de economía, finanzas y estructura fiscal de los Estados Unidos, y, en último lugar, las novelas de alegres sobrecubiertas que había comprado por correo a los clubes de libros la difunta esposa de Jordan; el estante inferior estaba ocupado casi por completo por libros de tapa blanda de color rojo y amarillo que quedaban medio ocultos a la vista.

La pared de la derecha estaba cubierta de ampliaciones de fotos de la planta Reed & King, y de varios miembros de ambas familias; encima de un sofá de cuero había una vitrina bien provista de bebidas y un par de ceniceros. El vano de la puerta estaba flanqueado por sillones de cuero marrón; sobre la pared, a la izquierda de la puerta, había un plano de Winston y a la derecha, un árbol genealógico del clan Reed.

En medio de todo había un enorme escritorio en la forma de U, hecho a medida siguiendo los diseños de Jordan Reed. En medio de la U estaba sentado Reed en persona, tenía frente a él una libreta con hojas sueltas en la que estaba copiando unos datos de una hoja de papel colocada a su derecha.

Cuando entré, levantó la vista y me miró con su cara insulsa y sonriente.

—¡Ah, Tim! —exclamó, incorporándose de la silla y saliendo de la U—. ¿Whisky escocés o de centeno?

—Vengo a hablar, no a beber —repliqué.

Frunció el ceño, se detuvo a mitad de camino de la vitrina de las bebidas, y se puso a estudiarme.

—Está bien, Tim, siéntate —me dijo

—Prefiero permanecer de pie.

—Vamos, Tim, no me guardes rencor.

Lo cierto es que había esperado encontrarle un poco más preocupado. Este insulso buen humor me tenía preocupado a mí.

—¿Recuerdas lo que prometí ayer? —le pregunté.

—Claro que sí —replicó, y siguió su camino hacia la vitrina—. Amenazaste con ir a los de la Liga si volvía a producirse un atentado contra tu vida.

—Anoche hubo otro atentado —le recordé—, Wanamaker y Watkins me pidieron que esperara hasta que hubiese hablado contigo.

Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, con gran parsimonia se preparó una bebida, y hasta que no estuvo lista no volvió a mirarme. Luego, me echó un vistazo, y dijo:

—Has esperado, y me alegro de que lo hayas hecho, pues ahora resulta evidente que estás equivocado.

—¿En qué estaba equivocado?

—En que había sido una de las personas que asistieron a la reunión —contestó. Detrás de su insulsa sonrisa, me observaba.

Me contuve, tratando de adoptar un tono casual.

—A mí no me resulta tan evidente —dije.

Su sorpresa, aunque fingida, resultó bastante verídica.

—Pero Harcum ha efectuado un arresto.

Me eché a reír en su cara, y la risa fue más que nada de alivio. Se había mostrado tan frío, tan satisfecho de sí mismo, que temía que se estuviese guardando un as en la manga, que tuviera alguna forma de quitarme de en medio, de eliminarme como amenaza. ¡Pero sólo tenía a Ron Lascow! Se mostró herido.

—Tim, yo no le veo la gracia —protestó.

—Yo tampoco —repliqué—. De veras. Harcum está desesperado, cree que puede tenderle una trampa a Ron, pero está chalado.

—No, necesariamente, Tim. He hablado con Harcum y todo encaja perfectamente. Lascow tuvo la ocasión...

—Lo mismo que los demás.

—Claro. Pero también tenía los mismos motivos que cualquiera de los del Ayuntamiento. Y él no fue una de las personas a las que les diste tu ultimátum. Créeme, Tim, sabemos que no sueles amenazar porque sí. Ninguno de nosotros...

—Basta ya, Jordan. Ha sido uno de vosotros y tú lo sabes bien. ¿Tienes algo interesante de qué hablar o me voy a conversar un poco con los de la Liga?

Se encogió de hombros, no se veía preocupado en lo más mínimo.

—Había pensado —dijo, paseándose por el despacho— que el arresto de Lascow pondría fin a todo este asunto, y que a partir de ahora podríamos preocuparnos por los de la Liga —se detuvo frente al árbol genealógico, extendió la mano y lo palmeó—. He dejado mucho espacio aquí —dijo. Se volvió para mirarme y me sonrió—. ¿Crees que seré un buen abuelo?

El muy bastardo estaba tan seguro de sí mismo.

—Fuiste a Albany a ver a Bruce Wheatley, el jefe de la Liga. ¿Has logrado hacer un trato con él? —le pregunté.

—Por supuesto que no —replicó. Volvió a mirar el árbol genealógico.

Los Reed que figuraban en él se remontaban al año 1734. William engendró a Francis, y Francis engendró a Hiram, y Hiram engendró a Lawrence, y así sucesivamente, hasta llegar a Jonás, que engendró a Jordan y Jordan engendró a Marvin, y Marvin no había engendrado a nadie. Sabía que eso le importaba a Jordan. Jonás le había dejado la compañía a Jordan, quien a su vez se la dejaría a Marvin, y quería saber si Marvin iba a dejársela a otro Reed. Tuve el presentimiento de que Jordan había pasado por alto muchas de las debilidades de Marvin, sólo por este motivo. También tuve el presentimiento de que Jordan ignoraba que en los últimos años, Marvin había depositado sus semillas lejos de Winston. Si Jordan se hubiera enterado de ese detalle, Marvin estaría acabado, y no precisamente porque su padre fuese un puritano, que no lo era, sino porque Marvin podía correr todas las juergas que quisiera, una vez cumplido el requisito de engendrar un descendiente.

Jordan se apartó del árbol genealógico y sopesó sus palabras.

—Lamentablemente, la Liga es honesta.

—Me alegra oírlo, Jordan. Porque me dispongo a unirme a ellos.

Levantó una ceja, pero aparte de eso, mi anuncio le dejó impávido.

—Tim, ¿estás seguro de que lo has pensado bien?

—¿Tú qué crees?

—Creo que quizá haya uno o dos puntos que no has tenido en cuenta —contestó.

—¿Como cuáles?

—Si te vuelves en contra de tus amigos —replicó—, ellos harán lo mismo. Recuérdalo, estás tan comprometido como todos los demás. Has ocultado pruebas de ciertos delitos.

—Te equivocas —dije, negando con la cabeza—, no podrán acusarme cuando deje de ocultar esas pruebas. En el momento en que entregue mis expedientes a la Liga no habrá cargos en mi contra.

—Tim, si lo haces has terminado en Winston, espero que te des cuenta de eso. Nadie podrá volver a confiar en ti. Y si quieres seguir en tu oficio, la gente ha de confiar en ti.

—Si me dan a elegir entre vivir y que me tengan confianza me quedo con lo primero.

Se encogió de hombros.

—Está bien. Si te empeñas en ser obstinado, no entiendo por qué esperaste a hablar conmigo. Ya no puedo decir más de lo que ya te he dicho.

—Puedes decir que garantizas que el asesino estará tras las rejas en una hora. Puedes decir que soltarán a Ron Lascow después que hayas hecho una llamada telefónica.

—No puedo hacer ni lo uno ni lo otro,

Tim —replicó meneando la cabeza—. Sería contradictorio. Te guste o no, Ron Lascow es el culpable.

Así las cosas, resultaba obvio que lo único que me quedaba por hacer era marcharme. Insistía en que había sido Ron y me dejaba ver que nada de lo que yo hiciese le preocupaba. Una de dos: o mentía y después de todo había logrado llegar a un trato con los de la Liga, o bien su viaje a Albany le había permitido llegar como hasta alguien del gobierno del Estado con suficiente peso como para ofrecerle protección contra los reformistas.

—De acuerdo, Jordan. Me pidieron que hablara contigo y ya lo he hecho.

—Así es —dijo con tono insulso.

—Creo que deberías saber que mis expedientes están en un lugar seguro. Si algo me ocurriera un amigo mío se encargará de entregárselos a los de la Liga.

—Por lo que a mí concierne —replicó encogiéndose de hombros— estás a salvo.

Mientras hablaba, alguien llamó suavemente a la puerta. Frunció el ceño, ordenó que entraran y la criada apareció en el vano de la puerta, pálida y con los ojos llenos de asombro.

—Señor Jordan —susurró. Me miró de reojo y volvió a escrutar a su empleador. Estaba claro que ambos querían que me marchara. De modo que me fui.