24
Atravesé la casa en dirección a la puerta principal a toda carrera. Me preguntaba por qué motivo aquella criada se había mostrado tan preocupada, y esperaba que no tuviera que ver conmigo. De pronto, me encontré en medio de la habitación donde Alisan Reed estaba sentada y llorando, antes de que advirtiera su presencia. Lancé un grito de sorpresa y retrocedí unos pasos.
Me echó una mirada; su rostro patricio estaba bañado de lágrimas y surcado de arrugas de dolor; la nariz le brillaba.
—¡Tim Smith! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Pues mira, no llegar a nada con tu suegro —contesté.
—Con él —era el primer insulto en pronombre que oía en mi vida.
—¿Qué ocurre, Alisan? —le pregunté. Nunca nos habíamos conocido demasiado bien; para empezar, ella no era una muchacha de Winston, sino algo que Marvin había traído de la Universidad junto con el diploma, pero en esas circunstancias hubiera resultado ridículo llamarla señora Reed.
—Después de la clase de hijo que le salió al tener a Marvin —confesó amargamente— cualquiera pensaría que se sentiría agradecido de no tener más descendientes.
La observé con atención, y me di cuenta de que sus lágrimas eran de rabia frustrada y no de dolor.
—Te está haciendo la vida imposible para que le des un nieto, ¿no?
—¡A mí! —gritó enfurecida—. ¡Sólo a mí, a Marvin no le dice nada!
Se puso en pie, temblaba de rabia, pude darme cuenta de que estaba encantada de tener una ocasión de pegar cuatro gritos.
—Te diré una cosa —masculló—. Algo que según parece él no advierte. Para tener hijos, antes hay que tener relaciones sexuales.
—Ajá —dije yo. Era la respuesta más comprensiva que se me ocurría dar a un comentario como el que acababa de oír—. Ajá, así es —repetí.
Meneó la cabeza y se frotó la frente con la palma de la mano.
—Lo siento —dijo con rabia—. No me hagas caso. Es que regresó de Albany con unos humos... Por la forma en que se comportaba cualquiera diría que es un barón feudal.
De modo que fue en Albany donde se produjo el cambio que yo ignoraba y que ya no me convertía a mí en una amenaza.
—Alisan, tengo que marcharme —tenía prisa—, lo siento, eeh...
—Vamos, vete ya. No quería hacer el ridículo. Vete, vete.
Me fui. Afuera la tarde de verano se iba acercando lentamente al ocaso. Me quedé en el porche cubierto durante un minuto, sin mirar a nada en particular; pensaba en lo que hubiera dado por enterarme de las novedades de esa criada y me preguntaba qué habría ocurrido en Albany para que quedara yo eliminado del juego; en ese preciso instante, el jardinero de Reed, un viejo chiflado, sin dientes, malhumorado, de pelo canoso, pasó trotando a lo que para él era la velocidad máxima, se detuvo un momento junto a mí para echarme una mirada llena de cólera y suspicacia, dobló en la esquina de la casa y desapareció.
Abandoné el porche y me fui a mi coche. Cuando me senté frente al volante, Art me preguntó:
—¿Qué novedades hay, señor Smith?
—Creo que ninguna —repuse. Metí la llave en el arranque, encendí el motor y añadí—: Vamos a visitar a Ron Lascow. ¿Habéis traído el pastel con la sierra dentro?
Se echaron a reír sin entender de qué se estaban riendo, sólo sabían que acababa de decir algo gracioso y que me encontraba de un humor de perros, de modo que lo mejor que podía ocurrírseles era echarse a reír; nos alejamos de la casa de Reed, recorrimos el camino particular y atravesamos los bosques privados de Reed rumbo al McGraw’s Market Road.
Al llegar allí, tres coches patrulla cuyas sirenas sonaban estrepitosamente nos detuvieron junto a la curva. Un detective de paisano llamado Ed Jason sacó la cabeza por la ventanilla y me gritó:
—Está bien, Tim, gira aquí mismo y regresa. Nadie puede abandonar este lugar.
Art, que estaba sentado a mi lado, preguntó:
—¿Qué diablos pasa ahora?
Nadie contestó a su pregunta.