13. ESCUCHAR CON EL CORAZÓN

El primer año que me pidieron que enseñase a los médicos de mi hospital a escuchar mejor a sus pacientes, recuerdo haber pensado que tenía bien poco que ofrecerles al respecto. Sabía cuál era uno de sus problemas principales: el paciente (o, más a menudo, la paciente) que se echa a llorar en medio de la visita. Cuando una pobre mujer, madre de cinco hijos, que había venido porque sufría de “dolor de cabeza”, revela de golpe en medio de llantos que su marido la ha abandonado, para ellos era una catástrofe... Todo lo que eran capaces de llegar a pensar era en el tiempo que todo eso les iba a ocupar, con la sala de espera atestada, mientras se decían para sí mismos: «¡Ya está, ya se me ha fastidiado la tarde!». Para mí, evidentemente, era al contrario. Cuando un paciente se deshacía en lágrimas, me decía que iba por buen camino. Como nos hallábamos en la emoción, yo seguía la pista de la verdad; no había más que ir tirando del hilo. Pero, como psiquiatra, mi situación no era la misma que la de mis colegas. Sus consultas no duraban más de diez o quince minutos, mientras que las mías nunca menos de media hora y, por lo general, una hora, si no más. Los métodos de comunicación que me habían enseñado —la escucha pasiva y la atención puntuada a base de: «Mmm... mmm...», o bien de: «Explíqueme algo más acerca de su madre...»— desembocaban en largos desahogos que me iban muy bien, pero que no encajaban en el tiempo estrictamente medido de un cardiólogo o un cirujano. Pero debía mantener el curso «Curar pacientes difíciles» en el marco de mi responsabilidad de enseñante, y así pues hacía falta que hallase algo más eficaz que aconsejar a mis estudiantes que hiciesen unos cuantos «Mmm... mmm...» echando la cabeza a un lado, y algo más humano que enviarlos de vuelta a su casa lo más rápidamente posible con una receta de Prozac en el bolsillo. Y todo ello no debía ocupar más de diez minutos.

Nunca se aprende tanto sobre una cuestión como cuando se enseña a estudiantes. Por ello, realicé investigaciones al respecto y descubrí que Marian Stuart y Joseph Lieberman, una psicoterapeuta y un psiquiatra, habían realizado una serie de estudios notables acerca de lo que distingue a los médicos que cuentan con el don de comunicar de los que carecen de él. Tras filmar decenas de consultas cortas con médicos muy apreciados por sus enfermos, así como otras con médicos que lo eran mucho menos, destilaron la quintaesencia de ese “don” en una técnica muy fácil de aprender. He enseñado este método, como tantos otros, durante años. Pero mi mayor sorpresa fue descubrir que podía aplicarse a todo el mundo con la misma fortuna: a mi familia, a mis amigos, e incluso a mis compañeros de trabajo cuando atravesaban un momento difícil. Esas personas no venían a hablar conmigo como psiquiatra. No existía necesariamente la posibilidad —ni a veces las ganas— de pasar una hora interesándome en los detalles más íntimos de su existencia. Hacía falta, también para ellos, hallar la manera más eficaz y humana de «entrar en contacto» y de ayudarles a sentirse mejor... en diez minutos. El método de Stuart y Lieberman permite mejorar considerablemente nuestra capacidad de escucha —y así nuestra relación con los demás— sin tener necesidad de ser psiquiatra. Poder acercarse a las personas que más cuentan para nosotros, nuestros cónyuges, padres, hijos, como nunca hemos aprendido a hacerlo. Pues al hacerlo, al profundizar en nuestras relaciones, también nos cuidamos a nosotros mismos.

Las Questiones ELAE[1]

La técnica se resume en cinco preguntas que se suceden con mucha rapidez.

Q de «¿Qué es lo que ha pasado?». Para establecer una conexión con una persona que sufre, evidentemente, en primer lugar debe contarnos qué ha pasado en su vida que le hace sufrir. Eso es lo que nos describirá al responder a la pregunta: «¿Qué es lo que ha pasado?». El descubrimiento de Stuart y Lieberman en este punto es que no es indispensable entrar en detalles, sino más bien al contrario. Lo importante es escuchar a la persona interrumpiéndola lo menos posible durante tres minutos, pero poco más. Si eso nos parece poco, entonces nos sorprenderá enterarnos de que, por término medio, un médico interrumpe a su paciente al cabo de dieciocho segundos. Si permitimos que nuestro interlocutor se pierda en detalles después de los primeros tres minutos, nos arriesgamos a no llegar nunca a lo esencial. Y lo esencial, en el fondo, nunca son los hechos, sino las emociones. Así pues, hay que pasar rápidamente a la segunda cuestión, mucho más importante.

E de Emoción. A continuación, y muy rápidamente, la siguiente pregunta que hay que hacer es: «¿Y qué emoción sintió?». Podría parecer algo superfluo. He enseñado este método a médicos generalistas en Kosovo tras los horrores de la guerra de 1999. Un día, uno de mis “alumnos” se encontró frente a una mujer que se quejaba de padecer siempre dolor de cabeza, de espalda, de manos, de no poder dormir, de perder peso. El pobre hombre hizo desfilar por su mente todos los diagnósticos posibles de la enciclopedia médica, de la sífilis a la esclerosis múltiple... Le sugerí al oído que simplemente le preguntase: «¿Qué es lo que ha pasado?». En pocos segundos, ella le confió que había dejado de tener noticias de su marido, al que se habían llevado los milicianos serbios hacía ya dos semanas. Se decía que ya debía estar muerto. Por supuesto, la mujer no tenía a nadie más a quién contarle eso, pues todas esas historias eran moneda corriente. Ciertamente, era de imaginar qué es lo que podía haber sentido, y el médico dudó terriblemente acerca de la segunda etapa. Resultaba demasiado evidente; hacer la pregunta tenía algo de insultante. Le animé a hacerlo, a pesar de todo. Consiguió articular, con timidez: «¿... Y qué sintió cuando pasó?». En ese momento, la mujer, finalmente, se deshizo en lágrimas: «Estaba aterrada, doctor, aterrada...». Él la tomó del brazo y la dejó llorar un poco. Hacía mucho que aquella pobre mujer tenía necesidad de hacerlo. Después el médico empalmó con la pregunta más importante.

L de Lo más difícil. El mejor método para no ahogarse en la emoción, es sumergirse hasta el fondo, en lo más duro, en el corazón del dolor. Sólo ahí se puede dar la patada que hace remontar hacia la superficie. De nuevo se trata de una pregunta que parece de mala educación, o “indecente”, teniendo en cuenta lo que significa vivir una situación así. Y precisamente por ello es la pregunta más eficaz de todas: «¿Qué es lo que ha resultado más difícil para usted?». «El hecho de no saber qué decirles a los niños —contestó la mujer, sin dudar—. Yo ya sabía que eso iba a pasar, y mi marido y yo habíamos hablado a menudo. Pero los niños... ¿Qué puedo hacer por los niños?...» Fue presa de sollozos más violentos que los precedentes. Lo que acababa de decir no era exactamente lo que yo me había esperado cuando ella habló del terror de haber perdido a su marido... Pero era evidente que para ella todas sus emociones habían cristalizado en torno a sus hijos. Si no se lo hubiéramos preguntado, nunca lo habríamos adivinado...

La pregunta «L» es mágica porque sirve para enfocar el espíritu del que sufre. Permite empezar a reagrupar las ideas sobre el punto fundamental, el que hace más daño, mientras que, librado a sí mismo, su espíritu —el nuestro— tiene tendencia a partir en todas las direcciones. Yo mismo he experimentado el potente efecto de esta intervención. Atravesé un período difícil tras una ruptura sentimental. Cada noche me encontraba solo y sentía tristeza en todas las partes del cuerpo, pero no lloraba. Nunca lloraba. Como tantos hombres han aprendido a hacer, apretaba los dientes y continuaba adelante. La vida no se iba a detener porque yo tuviese el corazón desgarrado. Siempre hay muchas cosas que hacer... Una noche me llamó una amiga para ver cómo me encontraba. A mí no me gustaba darle vueltas a esta historia, que aparentemente no tenía ninguna solución, pero ella era profesora de pediatría y conocía bien el ELAE. Cuando me preguntó qué me había resultado más difícil, de repente me apareció una imagen: la de mi hijo, que había venido para ayudarme a arreglar mi nueva habitación. Le volví a ver triste y frágil, pero con los dientes apretados también. Me deshice literalmente en lágrimas. Toda esta tristeza difusa se había centrado de repente allí donde debería haber estado desde el principio, en los lloros y sollozos que me sumergían. Había cortado por lo sano. Al cabo de unos minutos me sentí infinitamente mejor. No había resuelto nada, pero ahora sabía de dónde provenía el dolor. Y, en ese terreno —el de mi hijo—, lo tenía todo por delante.

H de Hacer frente. Tras permitir que la emoción se exprese, a continuación hay que aprovechar el hecho de que la energía está concentrada en el origen principal del problema: «¿Y qué es lo que más le ayuda a hacerle frente!». Con esta pregunta, se lleva la atención de la persona con la que se habla hacia los recursos ya existentes a su alrededor y que pueden ayudarle a salir, a recuperarse. No hay que subestimar la capacidad de las personas para salir de las situaciones más difíciles. De lo que suelen tener más necesidad, es de que se les ayude a volver a ponerse en pie, más que de que alguien les solucione los problemas. A todos nos cuesta comprender y admitir que los hombres y mujeres son más fuertes, más resistentes, de lo que generalmente se cree. Que nosotros mismos somos más fuertes y resistentes de lo que nos creemos. Lo que tuve que enseñarles —con dificultad— a mis alumnos médicos, también debemos aprenderlo todos en nuestras relaciones afectivas. En lugar de pensar: «¡No te quedes ahí así! ¡Haz algo!», cuando alguien expresa su emoción y dolor, deberíamos pensar: «¡No hagas nada! ¡Quédate ahí así!». Pues el papel más beneficioso que podemos desempeñar por lo general es permanecer simplemente ahí y acompañar, en lugar de proponer soluciones una tras otra, o de cargarnos a la espalda problemas que no nos incumben. La mujer albanesa de Kosovo empezó reflexionando un instante: «Mi hermana y mis vecinos —dijo— nos hallamos todos un poco en la misma situación y permanecemos juntos todo el tiempo. Se portan de maravilla con los niños». Aunque eso no resolvía nada, claro, le permitía ver un poco mejor hacia dónde podía dirigirse para sus necesidades más inmediatas. Y el simple hecho de saberlo hacía que se sintiese menos perdida. En mi caso, lo que me ayudó, es comprender que podía empezar una nueva relación con mi hijo y hacerme cargo de ello. Y además había un amigo con el que siempre podía hablar, aunque estuviese lejos. Entonces empecé a llamarle varias veces por semana. Por la noche. Cuando más me pesaba la soledad.

E de Empatia. Finalmente, para concluir la relación, siempre resulta útil expresar con palabras sinceras lo que se ha sentido al escuchar al otro. Para comunicarle que durante unos minutos hemos compartido su carga. Al final de la conversación se marchará solo, con su pesada carga, pero, durante algunos instantes, la habremos sostenido juntos y comprenderemos mejor su dolor. Este recuerdo le permitirá sentirse menos solo en el camino que ha iniciado. Por lo general bastarán algunas palabras muy simples, por ejemplo: «Debe resultarte duro», o: «Siento muchísimo lo que te ha pasado; yo también me he conmovido al escucharte». Los niños que acuden a su madre cuando se han hecho “pupa” lo saben muy bien; a menudo mejor que los adultos. Es evidente que su madre no puede hacer gran cosa contra el dolor. No es médico ni enfermera. Pero no sólo hay que aliviar el dolor, ¡sino sobre todo la soledad! Las grandes personas también tienen necesidad de sentirse menos solas cuando sufren.[2]

Nuestra paciente de Kosovo no salió curada de su visita de quince minutos. Pero sí más fuerte y menos sola. Su médico tuvo la impresión de resultar más eficaz que si le hubiera recetado una batería de exámenes inútiles, o de medicamentos que no habrían servido de nada. También él, como todos los kosovares que conocí allí —tanto albaneses como serbios—, habían sufrido mucho, y sus emociones eran casi tan frágiles como las de esta mujer que ahora salía de la consulta. Pero al observarle tuve la sensación de que a él también le había sentado muy bien. Parecía más relajado, más seguro. Como si esta breve entrevista les hubiera hecho crecer a ambos. Como si cada uno de ellos hubiera obtenido un poco más de dignidad. Al entrar en contacto con la mujer, al aportarle un poco de su humanidad, él también se cuidó a sí mismo. Así —mediante estos intercambios exitosos, aunque no nos “curen” instantáneamente— es como se desarrolla nuestro cerebro emocional; como acumula más confianza en su capacidad de relacionarnos con los demás, y también de ser regulado por ellos, como es necesario. Y esta confianza nos protege de la ansiedad y la depresión.

Susmita habla con su madre

Las técnicas de comunicación de las que acabamos de hablar suelen ser ignoradas por los psiquiatras y psicoanalistas, que consideran que se trata de «simples cuestiones de sentido común». Evidentemente así es. Pero como demuestran los estudios efectuados con médicos que ejercen —a menudo desde hace años— y contrariamente a lo que afirmaba Descartes, el sentido común no es el más común de los sentidos... Si los padres se dirigiesen a sus hijos así, las parejas supieran criticarse sin violencia y escucharse con el corazón, si los jefes supieran respetar así a sus colegas y empleados, si el sentido común fuese efectivamente el más común de los sentidos, no sería necesario enseñarlo. Incluso en psicoterapia, suele ser importante completar el tratamiento mediante instrucciones muy precisas acerca de la manera en que el paciente debe tomarse las cosas para mejorar sus relaciones afectivas con las personas que cuentan más para él. No acabo de comprender por qué no se nos enseña todo eso de una manera sistemática.

Lejos de Kosovo, en una ciudad de Estados Unidos, una de mis pacientes tuvo que aprender con mucha rapidez las bases de la comunicación emocional eficaz para afrontar una relación que suele ser la más difícil de todas: la que se tiene con la propia madre.

Susmita tenía 50 años. A primera vista, lo tenía todo para ser feliz: un marido que la adoraba desde hacía treinta años, dos hijos hermosos, brillantes y especialmente afectuosos, y una preciosa casa en el barrio más acomodado de la ciudad. Llegada de Taiwán a Estados Unidos cuando tenía 14 años, había incluso tenido éxito financiero creando una empresa de trabajo temporal que había vendido, hacía ya varios años. Jugaba al tenis una o dos veces por semana en un club privado, y todavía le gustaba sentir la mirada de los hombres sobre su esbelto cuerpo. Pero, bajo esta superficie sin asperezas, el mundo interior de Susmita era un caos. Estaba sujeta a ataques de ansiedad y se despertaba varias veces por la noche. Durante la jornada incluso tenía que esconderse para llorar. Tenía la sensación de estar continuamente al borde de la asfixia. Su médico acabó por recetarle un ansiolítico y un antidepresivo. Susmita no había tomado ningún medicamento en toda su vida, y la idea de tener que empezar con medicamentos psiquiátricos le pareció inconcebible. Quiso probar otra cosa. Yo tenía mucha confianza en que con su inteligencia y voluntad no tardaríamos en ayudarle a controlar sus síntomas. Tras unas sesiones de retroalimentación para controlar su coherencia cardíaca, varias sesiones de EMDR que le permitieron limpiar buena parte del pesado bagaje emocional dejado por una infancia a menudo difícil, y de unos esfuerzos para mejorar su alimentación, hizo progresos considerables en pocas semanas.

Y no obstante, continuaba teniendo ataques de ansiedad de vez en cuando, durante la noche, y no se había acabado de desembarazar de la sensación de asfixia que la atenazaba de vez en cuando por la mañana, al despertarse. Realizando un nuevo estudio de su situación, me di cuenta de que había tratado de minimizar mucho la violencia de su relación afectiva con su anciana madre, Sun Li, que había salido de Taiwán para venir a vivir con Susmita, tras la muerte de su tercer marido. No se puede hacer como si las relaciones afectivas muy dolorosas no existiesen. No se las puede evitar a golpe de Prozac, ni a base de los tratamientos naturales más eficaces posibles. Su situación requería hacer frente al problema.

Sun Li se había negado a aprender inglés y a obtener el carnet de conducir. Evidentemente se aburría, y su principal actividad parecía ser meterse en la vida de su hija. Con una inteligencia notable, sabía con gran exactitud cómo conseguir que ésta se sintiese culpable, pretendiendo no pedir nada para ella misma. Y todo aquello que Susmita pudiera intentar —es decir, casi todo lo que su madre le pedía—, nunca era bastante, o no lo que resultaba necesario. Como enviarla de vuelta a Taiwán estaba descartado, al igual que ingresarla en una residencia geriátrica, donde no podría hablar con nadie, Sun Li disfrutaba de una formidable posición de fuerza en la casa: había que ocuparse de ella, o si no hacía que todo el mundo se sintiese desgraciado, con sólo ponerse de “morros”. Aunque ahora Susmita era capaz de dominar las aceleraciones de su corazón cuando su madre le lanzaba sus habituales puyas, y aunque, gracias al EMDR, las disputas actuales no eran un eco de los castigos corporales de su infancia, Susmita seguía sometida a una violencia verbal y emocional constante en su propia casa. Además, su cultura asiática no la había preparado para hacer frente a una madre anciana tan difícil. No empezó a sentirse realmente mejor hasta que aceptó ocuparse de manera sistemática de la cargada relación emocional que mantenía con su madre.

Nos propusimos confeccionar una lista de las concesiones que estaba dispuesta a hacer, y de los límites que quería poner. Estuvo de acuerdo, por ejemplo, en llevar a desayunar a Sun Li y hacer las compras tres veces por semana. No parecía gran cosa, pero era ella la que debía definir lo que juzgaba aceptable. A cambio, Susmita quería tener paz en su casa durante una hora por la mañana, una vez que su marido se había ido a la oficina, y disponer de una hora con él cuando regresaba al final del día. No creía que su madre fuera capaz de dejarla en paz. Sun Li siempre se había expresado igual, y, a los 85 años, era muy tarde para que cambiase. Por el contrario, no soportaría más las amenazas de violencia física que su madre —por increíble que pueda parecer— continuaba profiriendo en su contra de vez en cuando.

Con su mapa «O.L.A.—C.E.E» en mano, repetimos cómo debería abordar a su madre para explicarle lo que ahora necesitaba. Con mi ayuda eligió el lugar y el momento donde tendría lugar la conversación, y la manera de abordarla: «Querida madre, usted ya sabe como me preocupa que se sienta feliz en mi casa y lo importante que es para mí mi papel de hija. Así que para que en casa reine la mayor de las armonías, hay unas cuantas cosas que deberíamos hablar». Tras ciertas dudas halló la manera de encadenar lo anterior con la descripción de los comportamientos que la molestaban, de sus emociones y de sus necesidades: «Hay tres cosas que me molestan en su actitud y que me impiden estar todo lo cómoda que me gustaría con usted. Primero, cuando me interrumpe durante mis actividades por la mañana, justo después de que Han se marche. Me siento incapaz de hacerlo todo a la vez, y ése es precisamente el momento en que intento organizar mi jornada. Necesito estar sola durante una hora. Luego, cuando se une a nosotros en cuanto Han regresa de la oficina, me siento frustrada al no poder disponer de ni siquiera un momento para reunirme con él antes de iniciar la velada familiar. Necesito una hora a solas con él en cuanto regresa. Y finalmente, cuando me dice cosas como: “Te voy a dar una lección”; aunque ya sé que no es verdad, eso me sigue dando miedo y me resulta muy desagradable. Necesito sentirme segura en mi casa y saber que nunca ocurrirán violencias».

El primer día fue delicado. ¡Susmita no se había atrevido a hacer frente a su madre en toda su vida! La discusión se desarrolló de manera más sencilla que durante los ensayos en mi consulta. Así pues, Susmita consiguió hacerle saber lo que deseaba hacer con ella —las visitas programadas— y de lo que tenía necesidad para sí misma. También le pidió que cooperase con ella y que a partir de ese momento, si alguna vez llegaba a sentirse amenazada, se negaría a salir con ella durante dos días.

Las primeras semanas fueron las más difíciles. Naturalmente, Sun Li intentaba comprobar cuáles eran los límites a la menor oportunidad. Encontraba mil razones imperiosas para ir a la ciudad, además de las tres ocasiones a las que había dado su conformidad en principio. También, claro está, intentó comprobar la firmeza de la resolución de su hija, amenazándola de nuevo a partir del tercer día. Susmita me llamaba prácticamente cada dos días, pero aguantaba bien. Aunque los síntomas diesen la impresión de empeorar, comprendía muy bien a qué se debía, y eso la inquietaba menos. Al cabo de un mes, el ambiente que reinaba en la casa se había calmado mucho, y los síntomas de Susmita se habían atenuado. Entonces se sintió por fin capaz de una mayor disponibilidad emocional hacia su madre, que después de todo había tenido una vida nada fácil. Aprendió a hablarle escuchando sistemáticamente la emoción que se ocultaba tras sus palabras y ayudándole a identificar qué era lo que más la molestaba. Empezaron así a evocar la larga y tumultuosa vida de su madre, que, desde su infancia en la China imperial, hasta su éxodo con Chang kai-chek, era digna de una novela. Estas conversaciones con su madre tenían un tono inhabitual para ambas. No obstante, el carácter de Sun Li no había realmente cambiado, y sin duda nunca lo haría. La diferencia era que ahora Susmita tenía la sensación de controlar de nuevo su vida. Sentía un nuevo respeto por sí misma y se daba cuenta de que ahora su madre la consideraba de otra manera.

El último dan

El control de la comunicación emocional no se obtiene en un solo día, ni en un mes. Ni siquiera en un año. En las artes marciales, se empieza con el cinturón blanco y se acaba por obtener el negro. A continuación vienen los refinamientos sin fin que se denominan dan. Pero no existe un «último dan». Siempre se puede mejorar.

Para mí, el arte de la comunicación emocional se parece un poco. Requiere de un dominio de la energía para el que sin duda hace falta toda una vida. Yo mismo tengo la impresión, tras los años que he pasado interesándome en la cuestión —cierto es, sin ninguna formación sistemática—, de no ser más que un “cinturón marrón”. No obstante, he adquirido la experiencia suficiente como para estar íntimamente convencido de que resulta trágico atravesar la vida sin dedicarse a esta tarea fundamental: mejorar, siempre, la comunicación emocional. Aunque eso pueda llegar a perfeccionarse infinitamente, no es razón para no empezar ahora mismo. Me encanta esa anécdota que se cuenta sobre Colbert. A Francia le faltaban barcos que le permitieran hacer frente a la potencia cada vez mayor de Inglaterra. No existían suficientes encinas para fabricar mástiles. Colbert reunió a los guardabosques reales y les pidió que plantasen un bosque. «Pero, monseñor —le respondieron—, harán falta cien años para que las encinas sean lo suficientemente grandes como para hacer mástiles de ellas...» «Ah —dijo Colbert—, en ese caso... ¡Habrá que empezar ahora mismo!». Por fortuna, los beneficios de la comunicación emocional se dejan sentir bastante antes. Los médicos jóvenes a los que he enseñado han observado una diferencia casi de inmediato en sus propias relaciones con los pacientes, y, de repente, en la economía de su energía a lo largo de sus prolongadas y difíciles jornadas. Todavía resulta más difícil desarrollar este dominio cuando se combina su aprendizaje con el de la coherencia del ritmo cardíaco. Al estabilizar el cerebro emocional y al hacerlo más receptivo a nuestros sentimientos a la vez que a los de los demás, la coherencia cardíaca nos permite hallar las palabras con más facilidad y permanecer centrados en nuestra integridad.

Me he extendido mucho acerca del impacto de la regulación emocional, acerca de la mejor manera de controlar la influencia que ejercemos mutuamente los unos sobre los otros. Tras el control de la fisiología gracias a los diferentes métodos centrados en el cuerpo y descritos en la primera parte de este libro, la gestión de la comunicación es verdaderamente la etapa esencial para curar el cerebro emocional. No obstante, existe otra, muy descuidada en Occidente desde hace cincuenta años. Se trata de la importancia de lo que podemos hacer no por nosotros mismos, sino por los demás. De nuestro papel en la comunidad en la que vivimos, más allá de nuestra persona e incluso de nuestros seres queridos. El ser humano es un animal profundamente social. No podemos vivir felices, no podemos curarnos en el fondo de nosotros mismos, sin encontrar un sentido en nuestra relación con el mundo que nos rodea, es decir, en lo que aportamos a los demás.

Curación emocional
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