10. ¿PROZAC O ADIDAS?

El pánico de Bernard

Bernard es productor cinematográfico; a sus 40 años, todo parece irle bien. Es grande, elegante, y su sonrisa irresistible ha debido ganar la confianza de la gente de su medio: ¿cómo no caer inmediatamente bajo su encanto? No obstante, Bernard está en las últimas, a causa de los ataques de ansiedad que envenenan su vida desde hace diez años.

La primera vez fue durante una comida de negocios en un restaurante que estaba a reventar. Todo se desarrolló muy bien hasta que súbitamente se sintió mal. Sintió náuseas, el corazón le empezó a latir desbocado, como si se le fuese a salir del pecho, y le costaba respirar. Enseguida pensó en uno de sus amigos de la infancia, fulminado el año anterior por un infarto. Frente a este pensamiento, su corazón latió todavía con más fuerza, y fue incapaz de pensar en otra cosa. Tenía la visión borrosa, y la impresión de que la gente y el decorado a su alrededor se tomaban extrañamente distantes, como si no fuesen reales. En un instante, Bernard comprendió lo que era estar a punto de morir. Murmuró una vaga excusa y se dirigió a la salida del restaurante titubeando. De repente llamó a un taxi y le pidió que le llevase a urgencias del hospital más cercano. Allí le dijeron que no se estaba muriendo. Al contrario, le explicaron que acababa de pasar su primer ataque de ansiedad o, más bien, de pánico.

Una persona de cada cinco víctima de este tipo de ataques acude primero a urgencias de un hospital, no al psiquiatra (¡y casi la mitad de estos llegan en ambulancia!). Así es, en el transcurso de los años siguientes, Bernard pasó bastantes veces por urgencias, así como por la consulta de varios cardiólogos. Le aseguraron repetidamente que sus síntomas no eran de origen cardíaco, e incluso le recetaron un tranquilizante, «para que se relaje», le dijeron.

Al principio, este medicamento le ayudó mucho. Los ataques cesaron, y se acostumbró a depender cada vez más de su pastilla. Incluso empezó a tomarla cuatro veces por semana para evitar que la ansiedad le incomodase en el trabajo. Poco a poco se fue dando cuenta de que si se retrasaba en su dosis siguiente, la ansiedad era más intensa. Un día, cuando se encontraba en el extranjero, le robaron el equipaje. De repente se encontró sin tranquilizantes. Al cabo de unas pocas horas, la ansiedad era tan grande, y su corazón latía con tanta fuerza, que todavía recuerda ese día como el peor de su vida. Al regresar de ese viaje, se prometió liberarse de la dependencia de los tranquilizantes y no volver a tomarlos nunca más.

Bernard había observado que unos años antes, si nadaba durante treinta minutos, se sentía mejor durante una o dos horas. Así que reanudó la natación, pero la sensación de bienestar no duró tanto. La moda del cycling, la práctica intensiva y en grupo de la bicicleta estática hacía furor, y Bernard se dejó convencer por un amigo para probar. Tres veces por semana se libraba a un ritmo desenfrenado impuesto por un instructor que no dejaba que nadie estuviese ocioso, en una sala ocupada por doce personas. La pulsación de la música tecno y la emulación de sus vecinos le animaban a aguantar durante toda la hora que duraba el ejercicio. Salía de esas sesiones a la vez agotado y de un humor excelente. Esta intensa sensación de bienestar perduraba durante horas. De hecho, enseguida comprendió que no debía practicar cycling después de las siete o las ocho de la tarde si luego quería dormir. Pero el resultado más notable fue que empezó a tener cada vez más confianza en su capacidad de hacer frente a los ataques de pánico. Éstos desaparecieron por completo al cabo de unas cuantas semanas...

Ahora, dos años después, Bernard continúa hablando de los sorprendentes beneficios del cycling a todo aquel que está dispuesto a escucharle. Sigue practicando ese deporte tres veces por semana, sobre todo cuando se estresa. Nunca ha vuelto a sufrir ningún ataque.

Bernard se describe a sí mismo como «un adicto al cycling», y no deja de tener razón. Si deja de practicarlo, se siente mal al cabo de unos días. Cuando viaja, siempre se lleva unas zapatillas de jogging para «relajar la tensión», como dice. No obstante, se trata de una toxicomanía que le sienta bien: le permite controlar su peso, aumentar su libido, mejorar el sueño, reducir la tensión arterial, reforzar el sistema inmunitario, le protege contra las enfermedades cardíacas e incluso contra algunos tipos de cáncer. Aunque tenga “dependencia”, su intoxicación de ejercicio le proporciona la sensación de manejar mejor su vida; exactamente al contrario de lo que le sucedía con el tranquilizante.

Un tratamiento para la ansiedad... y las células inmunitarias

Bernard no es el único. Lo que ha descubierto por sí mismo es algo de lo que Platón ya hablaba, y que en el transcurrir de los últimos veinte años ha sido demostrado por la ciencia occidental: el ejercicio es un tratamiento notable de la ansiedad. En la actualidad, los estudios al respecto son tan numerosos que incluso existen varios “estudios de estudios”, meta-análisis.1

Un estudio realizado precisamente acerca de los beneficios de la bicicleta estática —menos intenso que el cycling al que Bernard era adepto— mostraba que, en efecto, la mayoría de los participantes experimentan un aumento de energía a la vez que se sienten más relajados.2 Este estudio constata también que los efectos positivos siguen siempre presentes al cabo de un año, y que la gran mayoría de los participantes han elegido por ellos mismos continuar con dicha práctica de manera regular.

También son varios los estudios que sugieren que, cuanto más “desacondicionado” se está —es decir, cuanto menos se deja uno arrastrar a realizar comidas demasiado pesadas, desplazamientos en coche y pasar horas frente a la televisión—, más rápidamente se sentirán los beneficios del ejercicio físico, aunque se practique a dosis muy pequeñas.3

Bernard también tenía razón al aumentar su dosis de ejercicio durante los períodos de mayor estrés. En la Universidad de Miami, el doctor LaPerrière se ha dedicado a estudiar el efecto protector del ejercicio en situaciones difíciles. Y para ello ha elegido uno de los momentos más terribles de la existencia: aquel en que se nos anuncia que somos seropositivos del virus del sida. En la época en la que realizó ese estudio —mucho antes del descubrimiento de la triterapia—, este diagnóstico equivalía a una sentencia de muerte. Y cada uno se las tenía que apañar psicológicamente como pudiera. Lo que LaPerrière ha constatado es que los pacientes que practicaban ejercicio de manera regular desde al menos cinco semanas antes parecían estar protegidos contra el miedo y la desesperación. Además, su sistema inmunitario, que a veces se desploma en situaciones de estrés, resistía mejor ante tan terribles noticias. Las células natural killer (NK, las “asesinas naturales”) son la primera línea de defensa del organismo tanto frente a las invasiones exteriores —como el virus del sida— como frente a la proliferación de células cancerígenas. Son muy sensibles a nuestras emociones. Cuanto mejor nos sentimos, mejor y con más energía realizan su tarea. Por el contrario, en períodos de estrés y depresión, tienden a desactivarse, o a cesar de multiplicarse. Precisamente eso fue lo que LaPerrière descubrió en el caso de los pacientes que no practicaban ejercicio: su tasa de NK caía de manera brutal tras el anuncio del diagnóstico, ¡al contrario que los pacientes que hacían ejercicio de manera regular!4

El entrenamiento de Xaviera

La depresión también se beneficia de un poco de jogging. En uno de los primeros artículos modernos acerca del tema, el doctor Greist contaba la historia de Xaviera. Esta estudiante de 28 años preparaba su segundo doctorado en la Universidad de Wisconsin. Vivía sola, y rara vez salía fuera de sus cursos, quejándose siempre de que no encontraba al hombre que le convenía. Su existencia le parecía vacía y había perdido la esperanza de que eso cambiase algún día. Su único consuelo eran los tres paquetes de cigarrillos que se fumaba al día, observando las volutas de humo elevándose en el aire en lugar de concentrarse en sus apuntes. Así que no se sintió sorprendida cuando el médico del dispensario de la universidad le anunció que su nivel en una escala de depresión era superior al 90% de los pacientes del centro. Hacía dos años que le duraba la depresión, y ningún tratamiento le parecía aceptable. No sentía necesidad de hablar de su madre, de su padre, ni de sus problemas con una psicóloga, y se negó a tomar medicamentos porque, como ella decía: «Puede que esté deprimida, pero no estoy enferma». Pero tal vez por desafío, aceptó, no obstante, tomar parte en un estudio que estaba realizando el médico: debería correr tres veces por semana entre veinte y treinta minutos, sola o en grupo, como prefiriese.

En su primera cita con su monitor de jogging se preguntó si no sería una broma: ¿cómo podía imaginarse que con sus tres paquetes de cigarrillos al día, su falta total de ejercicio desde que tenía 14 años, y sus 10 kg de más, podía participar en un estudio sobre los efectos del jogging? La última vez que se dejó convencer para practicar ciclismo, lo hizo durante diez minutos y creyó que se moría. Se había jurado no volver a intentarlo... Y además, la idea de que hacía falta un monitor para aprender a correr le parecía todavía más ridícula. ¿Qué es lo que había que aprender? ¿A poner un pie delante del otro más deprisa que andando? Pero escuchó los consejos que le ofrecieron. Resultaron absolutamente esenciales para su futuro éxito: primero, había que dar pasitos, trotar, más que correr, y apenas inclinándose hacia adelante, y sin levantar demasiado las rodillas. Sobre todo no había que ir tan deprisa que no pudiera mantenerse una conversación («Hay que poder hablar, pero no cantar», le repetía el instructor). Si perdía el aliento, había que ir más despacio, es decir, caminar a paso vivo. No debía sentir nunca ni dolor ni fatiga. El objetivo de entrada era simplemente recorrer 1,5 km, tomándose el tiempo necesario, pero intentando trotar todo lo posible. El hecho de alcanzar desde el primer día el objetivo que se le había fijado constituyó ya un motivo de satisfacción. Al cabo de tres semanas, a razón de tres sesiones semanales, ya era capaz de mantener el ritmo de trote en dos, y luego en tres kilómetros, sin demasiadas dificultades. Se vio obligada a reconocer que se sentía un poco mejor. Dormía mejor, tenía más energía y pasaba menos tiempo autocompadeciéndose mentalmente de su suerte. Fue progresando, sintiéndose un poco mejor cada día, a lo largo de cinco semanas.

Y después, un día, forzó un poco más hacia el final del recorrido y se hizo un esguince en el tobillo. No lo bastante grave para permanecer inmovilizada, pero suficiente para no poder correr en al menos tres semanas. Algunos días después, ella fue la primera en sorprenderse al sentirse frustrada por no poder acudir a su sesión de jogging. Una semana sin correr y se dio cuenta de que volvían a aparecer los síntomas de la depresión: lo veía todo negro y no sentía más que pesimismo. No obstante, en cuanto pudo por fin reanudar lo que se había convertido en “mi” ejercicio, sus síntomas volvieron a desaparecer en pocas semanas. Nunca se había sentido tan bien. Incluso sus reglas, normalmente dolorosas, parecían pasar con más rapidez. Cuando reanudó el jogging después de tres semanas de interrupción, le dijo a su monitor: «Ya no estoy en forma, pero sé que la recuperaré, y ahora me he sentido mucho mejor que la primera vez que corrí».

Según el doctor Greist, el médico que dirigía el estudio, mucho tiempo después de su final se la podía ver corriendo todavía de forma regular, dando la vuelta a un lago, con una enorme sonrisa. La historia no cuenta si dejó de fumar, ni si acabó encontrando su gran amor...5

El éxtasis del corredor

La depresión siempre está asociada a ideas negras, pesimistas, de desvalorización de uno mismo y los demás, que no dejan de dar vueltas en la cabeza: «Nunca lo conseguiré; de todas maneras, intentarlo no serviría de nada. No funcionará; soy feo(a); no soy inteligente; siempre me pasa lo mismo, no tengo remedio; no dispongo de suficiente energía, fuerza, coraje, voluntad, ambición, etc.; estoy en el fondo de un agujero; no le gusto a la gente; carezco de talento; no merezco que nadie se interese por mí; no merezco ser amado(a); me encuentro mal, etc.».

Además de que son terribles e injustamente categóricas (como: «Siempre decepciono a todo el mundo», lo cual es evidentemente falso), suelen convertirse en algo tan automático que deja de percibirse hasta qué punto son anormales y representan la expresión de una enfermedad del alma en lugar de una verdad objetiva. Desde la década de 1960 y de los trabajos del notable psicoanalista de Filadelfia Aaron Beck —inventor de la terapia cognitiva—, se sabe que el simple hecho de repetir esas frases alimenta la depresión, y que el hecho de dejar de hacerlo voluntariamente a veces sitúa a los pacientes en el camino de la curación.6 Una de las características del esfuerzo físico prolongado es que permite precisamente detener, al menos de manera temporal, ese fluido incesante de ideas negras. No suelen aparecer de manera espontánea durante la práctica de ejercicio y, si así fuese el caso, bastaría con concentrar la atención en la respiración, o en la sensación de los pasos en el suelo, o incluso en la conciencia de mantener la columna vertebral bien derecha, y desaparecerían por sí mismas.

La mayoría de los practicantes de jogging explican que al cabo de quince o treinta minutos de esfuerzo sostenido entran en un estado en el que los pensamientos son espontáneamente positivos, e incluso creativos. Son menos conscientes de ellos mismos y se dejan guiar por el ritmo del esfuerzo que los sostiene y arrastra. Es lo que se conoce como la “subida”, el éxtasis del practicante de jogging, y que sólo alcanzan quienes perseveran durante varias semanas. Este estado, aunque es sutil, se torna a menudo adictivo. Son numerosos los joggers que no pueden, al cabo de un cierto tiempo, pasar sin sus veinte minutos de carrera, ni siquiera durante un solo día.

El principal error que cometen los principiantes cuando regresan, envalentonados, de la tienda de deportes con sus zapatillas nuevas, es tratar de correr demasiado rápido y demasiado tiempo. La distancia y la velocidad mágicas no existen. Como ha observado de manera brillante Mihaly Csikszentmihalyi, el investigador de los «estados de fluir», lo que permite entrar en ese estado de «fluir», es el hecho de perseverar en un esfuerzo que nos mantiene al límite de nuestras capacidades. Al límite, y no más. Para alguien que empieza a correr, eso significará una distancia corta y poco a poco. Más adelante, deberá correr con mayor rapidez y más distancia para continuar «fluyendo», pero sólo más adelante.

Adidas contra Zoloft[1]

Investigadores de la Universidad de Duke han realizado recientemente un estudio comparativo del tratamiento de la depresión mediante el jogging y mediante un antidepresivo moderno muy eficaz: el Zoloft. Tras cuatro meses de tratamiento, los pacientes de ambos grupos iban exactamente igual de bien. La ingesta del medicamento no ofrecía ninguna ventaja particular con respecto a la práctica regular de la carrera a pie. Ni siquiera aportaba nada suplementario el correr y tomar el medicamento a la vez. Por el contrario, al cabo de un año, existía una diferencia notable entre ambos tipos de pacientes: más de una tercera parte de los pacientes que seguían el tratamiento con Zoloft habían recaído; mientras que el 92% de los que fueron tratados mediante jogging todavía iban perfectamente bien. Y lo cierto es que ellos mismos habían decidido continuar practicando ejercicio incluso tras finalizar el estudio.

Otro estudio procedente de la misma Universidad de Duke ha demostrado que no es necesario ser joven ni gozar de buena salud para sacarle partido al ejercicio físico. En pacientes deprimidos de entre 50 y 67 años, el simple hecho de practicar treinta minutos de «caminar a ritmo vivo», sin correr, tres veces por semana, produjo al cabo de cuatro meses exactamente el mismo efecto que un antidepresivo. La única diferencia radicaba en que el antidepresivo aliviaba los síntomas con un poco más de rapidez pero no más en profundidad.78

No sólo el ejercicio físico regular permite curar un episodio de depresión, sino que probablemente también facilita el evitarlos. En una población de sujetos normales, los que hacían ejercicio al principio del estudio gozaban de manera neta de menos probabilidades de conocer un episodio depresivo en el transcurso de los veinticinco años siguientes.9

He conocido bien estos dos aspectos del ejercicio físico, tanto en el tratamiento de los síntomas como en su prevención, por haber hecho yo mismo la experiencia. Cuando llegué a Estados Unidos a los 22 años, no conocía a casi nadie allí. Los primeros meses se ocuparon con todas las actividades habituales de los emigrantes. Además de los estudios, muy absorbentes, había que encontrar un apartamento, y luego hacer la mudanza. Estuvo bien, al menos al principio, aquello de empezar desde cero, y sin padres que me dijesen lo que tenía o no que hacer. Recuerdo el placer de esta libertad; de la sencilla felicidad que hallaba en comprar las cortinas, o incluso una sartén, por primera vez. Pero al cabo de algunos meses, una vez instalado y prisionero de la rutina de los estudios, mi vida se vio singularmente desprovista de placeres. Sin mi familia, sin mis amigos, sin mi cultura, sin mis “sitios”, de repente comprendí que mi alma se estaba marchitando imperceptiblemente. Recuerdo sobre todo una noche en la que nada parecía tener importancia ni sentido; no me quedaba más que la música clásica, que escuchaba incansable en lugar de sumergirme en mis estudios. Incluso me decía que el único trabajo que podía tener sentido en un mundo tan frio e indiferente era el de director de orquesta. Como no tenía la mínima oportunidad de llegar a serlo, esa incapacidad no hizo más que agravar mi pesimismo de emigrante aislado. Al cabo de varias semanas en este plan, acabé por comprender que, si no reaccionaba, iba a suspender los exámenes y que, entonces, sí que tendría auténticas razones para deprimirme. Haberlo dejado todo para venir a fracasar a América era una estupidez. No sabía muy bien por dónde empezar, pero sabía que tenía que sacudirme aquel torpor que me hacía pasar las horas sentado sin hacer otra cosa que escuchar siempre los mismos casetes. Antes de dejar París había practicado squash, e incluso me había traído la raqueta. Ella me salvó.

Primero me apunté a un club. Durante las dos primeras semanas no cambió nada, salvo que en mi vida había presente una actividad que imaginaba llena de placer. Sabía que, al menos tres veces por semana, me daría el placer de cansarme físicamente, para a continuación darme una larga y merecida ducha. En efecto, gracias al squash también conocí a personas que me invitaron a sus casas y, poco a poco, empecé a construir una vida social un poco más rica. Durante mucho tiempo, no estuve del todo seguro de si practicar ejercicio me había ayudado, o si todo se lo debía a mis nuevos amigos. Pero no tenía importancia. Me sentía infinitamente mejor y estaba encarrilado. Más tarde, me di cuenta de que, incluso en los momentos más difíciles, si hacía veinte minutos de carrera al menos cada dos días, normalmente solo, me sentía mejor armado para hacer frente y evitar las angustias de la depresión.

Y nada de lo que haya podido aprender más tarde ha podido hacerme cambiar hasta el presente lo que es mi “primera línea de defensa” contra los embates de la vida.

Estimular el placer

¿A través de qué misteriosos caminos tiene el ejercicio un impacto tal sobre el cerebro emocional? En primer lugar, claro está, tenemos el efecto en las endorfinas, esas pequeñas moléculas secretadas por el cerebro y que se parecen mucho al opio y a sus derivados, como la morfina y la heroína. El cerebro emocional contiene múltiples receptores para las endorfinas,10 que es, por otra parte, la razón por la que es tan sensible al opio, que da inmediatamente una sensación difusa de bienestar y satisfacción. ¡El opio es incluso el antídoto más fuerte contra el dolor de la separación o del duelo!11 Al igual que un pirata, el opio secuestra uno de los mecanismos intrínsecos del bienestar y del placer en el cerebro.

No obstante, cuando se utilizan en exceso, los derivados del opio comportan una habituación, un acostumbramiento de los receptores del cerebro. De repente, es necesario aumentar la dosis en cada ocasión para obtener el mismo efecto. Además, como los receptores son cada vez menos sensibles, los pequeños placeres cotidianos pierden todo su significado; incluida la sexualidad, que suele quedar reducida a cero entre los toxicómanos.

Justo lo contrario es lo que sucede con la secreción de endorfinas inducida por el ejercicio físico. Cuanto más se estimula el mecanismo natural del placer de esta manera, más sensible parece tomarse. Y las personas que practican ejercicio de manera regular, obtienen más placer de las cosas pequeñas de la vida: de sus amigos, de su gato, de las comidas, de sus lecturas, de la sonrisa de alguien que pasa por la calle. Es como si les resultase más fácil estar satisfechos. Por otra parte, obtener placer es justo lo contrario de la depresión, que ante todo viene definida por la ausencia de placer, más que por la tristeza. Sin duda por esta razón, la liberación de endorfinas tiene un efecto antidepresor y ansiolítico tan pronunciado.12

Cuando se estimula así el cerebro emocional, utilizando medios naturales, también se está estimulando la actividad del sistema inmunitario y favoreciendo la proliferación de células asesinas naturales, convirtiéndolas en más agresivas contra las infecciones de las células cancerígenas13 (véase ilustración nº 1 de las células asesinas). Es lo contrario de lo que se produce en los heroinómanos, cuyas defensas inmunitarias se hunden...

El otro mecanismo posible resulta igualmente intrigante, añadiéndose a lo que ya hemos visto a propósito de la coherencia del ritmo cardíaco: quienes hacen ejercicio de manera regular cuentan con una variabilidad mucho mayor de ritmo cardíaco y más coherencia que quienes son sedentarios.14 Eso significa que su sistema parasimpático, el “freno” fisiológico, que induce períodos de calma, es más sano y fuerte. Un buen equilibrio entre las dos ramas del sistema nervioso autónomo es uno de los mejores antídotos contra la ansiedad y los ataques de pánico. Todos los síntomas de la ansiedad tienen su origen en una actividad excesiva del sistema simpático: sequedad de boca, aceleración del corazón, sudores, temblores, aumento de la tensión arterial, etc. Como los sistemas simpático y parasimpático están siempre opuestos, cuanto más se estimula el parasimpático, más se refuerza, como un músculo que se va desarrollando, y acaba bloqueando las manifestaciones de la ansiedad.

Existe un tratamiento totalmente nuevo de la depresión que está todavía en estudio en los más importantes centros de psiquiatría biológica experimental. Se trata de la estimulación del sistema parasimpático mediante un aparato implantado bajo la piel. Al igual que esos aparatos que se supone que te musculan mientras miras la televisión contrayendo los abdominales mediante una pequeña descarga eléctrica, este tratamiento futurista pretende activar las propiedades beneficiosas del sistema parasimpático sin esfuerzo por parte del paciente. Los resultados de varios estudios preliminares con pacientes que no habían reaccionado ante ningún otro tratamiento parecen muy prometedores.15 Por mi parte, creo que probablemente se pueden obtener los mismos resultados mediante el ejercicio físico y la práctica de la coherencia cardíaca, aunque esta última opción esté reservada a los pacientes que todavía son capaces de motivarse lo suficiente como para emprender dichas actividades.

Las claves del éxito

Aunque se esté convencido de la importancia de la práctica regular de ejercicio, no hay nada más difícil que integrarla en la vida cotidiana. Y sobre todo si se está deprimido o estresado. No obstante, hay algunos secretos muy simples que pueden facilitar el paso a una vida físicamente más activa.

Para empezar, hay que saber que no es necesario hacer mucho. Lo importante es que el ejercicio sea regular. Según diversos estudios, la cantidad mínima que tiene un efecto sobre el cerebro emocional son veinte minutos de ejercicio tres veces a la semana. La duración parece tener importancia, pero no la distancia recorrida ni la intensidad del esfuerzo. Basta con que el esfuerzo sea sostenido al nivel en el que todavía se puede hablar, pero sin poder cantar. Como ocurre con ciertos medicamentos, los beneficios pueden ser proporcionales a la “dosis” de ejercicio. Cuanto más severos son los síntomas de depresión o ansiedad, más regular e intenso debe ser el ejercicio. Cinco sesiones a la semana son preferibles a tres, y una hora de cycling cuenta con más posibilidades de resultar eficaz que veinte minutos de marcha sostenida. No obstante, lo peor es intentar por ejemplo el cycling, sofocarse y cansarse y no volver. En este caso, ¡los veinte minutos de marcha resultarán infinitamente más eficaces!

Hay que empezar con suavidad y dejar que el cuerpo nos guíe. El objetivo es entrar en el estado de fluir descrito por Csikszentmihalyi. Para ello basta con permanecer siempre al límite de las propias capacidades, pero no más allá. El límite de las capacidades es la puerta de entrada al estado de «fluir». Cuando aumentan las capacidades, como consecuencia natural del entrenamiento, siempre se estará a tiempo de correr más y más deprisa. Según este punto de vista, los estudios disponibles no diferencian entre las formas de ejercicio denominadas “aeróbicas”, como la carrera, natación, ciclismo, tenis, etc., que tienen tendencia a dejar sin aliento, y los ejercicios “anaeróbicos”, como la musculación. Un gran artículo del British Medical Journal sugiere que los dos tipos parecen ser igual de eficaces.16

A continuación, la mayoría de los estudios sugieren que el ejercicio colectivo es todavía más eficaz que el individual. El apoyo y los ánimos de los otros, incluso la emulación, en el seno de un grupo dedicado a la misma actividad, marcan una gran diferencia. Eso debería motivarnos los días en que llueve, o que llegamos tarde, o cuando hay una buena película en la tele... Quienes hacen ejercicio en grupo se adaptan mejor al imperativo de regularidad, tan crucial para lograr el éxito.

Finalmente, hay que elegir un tipo de ejercicio que nos divierta. Cuanto más lúdico es el ejercicio, más fácil es de seguir. En numerosas empresas de Estados Unidos, por ejemplo, existen equipos informales de baloncesto que se reúnen tres veces por semana durante una hora al final de la jornada. Pero también puede hacerse con el fútbol, a condición de que sea regular (y que no siempre se acabe de portero). Si le gusta la natación y detesta correr, no se fuerce a practicar jogging, porque no aguantará mucho.

Un consejo que demuestra ser muy útil para muchos de mis pacientes ha sido convertir en algo lúdico la práctica de la bicicleta estática, o de la cinta de jogging en casa, gracias a su vídeo o su lector de DVD. Basta con hacer ejercicio frente a una película de acción y no permitirse mirarla si no se practica el ejercicio a la vez. Este método cuenta con varias ventajas: primera, que las películas de acción —como la música para bailar— tienen tendencia a activarnos fisiológicamente, y por ello nos dan ganas de movernos. En segundo lugar, una buena película tiene un efecto hipnótico que nos hace olvidar el tiempo, y los veinte minutos reglamentarios acaban pasando antes de que uno haya tenido tiempo de mirar el reloj. Finalmente, como está prohibido continuar mirando la película si uno se detiene, el suspense da ganas de volver a empezar al día siguiente, aunque sólo sea para saber cómo continúa... (como las máquinas hacen ruido y el ejercicio molesta para la concentración, es preferible evitar las películas intimistas... Por otra parte, la risa no es compatible con el ejercicio físico, así que más vale evitar también las comedias...).

Volverse hacia los demás

Hasta ahora no hemos considerado más que vías de acceso al cerebro emocional centradas en el individuo. Tanto si se trata de la coherencia del ritmo cardíaco, el método EMDR, la simulación del amanecer, la acupuntura, la nutrición o el ejercicio, todos estos métodos toman al individuo como medida y como objetivo. No obstante, el cerebro emocional no sólo tiene el papel de controlar la fisiología interior del cuerpo. Su otra función, no menos importante, es la de ocuparse del equilibrio de nuestras relaciones afectivas y asegurarse de que tenemos un lugar en la cuadrilla, el grupo, la tribu, o la familia. La ansiedad y la depresión suelen ser la señal de desamparo que emite el cerebro emocional cuando detecta una amenaza para nuestro equilibrio social. Para calmarlo y vivir en armonía con él, hay que gestionar con más gracia nuestras relaciones con los demás. De hecho, basta con utilizar algunos principios de higiene afectiva. Son y han sido tan simples y eficaces como generalmente olvidados.

Curación emocional
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