3. EL CORAZÓN Y LA RAZÓN
«Éste es mi secreto, dijo el zorro.
Es muy sencillo: no se ve bien si no es con el corazón.
Lo esencial resulta invisible para los ojos.»
Antoine de Saint-Exupéry, El principito.
Herbert von Karajan dijo en una ocasión que sólo vivía para la música. Sin duda no sabía hasta qué punto era cierto: murió precisamente el año en que se jubiló, tras treinta al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Pero lo más sorprendente es que dos psicólogos austríacos podrían haberlo predicho. Doce años antes habían estudiado la manera en que el corazón del maestro reaccionaba frente a sus diversas actividades.1 Habían registrado las mayores variaciones cuando dirigía un fragmento especialmente cargado de emociones de la obertura Leonora 3 de Beethoven. De hecho, bastaba con que escuchase de nuevo dicho fragmento para que se observase casi la misma aceleración del ritmo cardíaco.
En esta composición había fragmentos más difíciles físicamente para un director de orquesta. Y no obstante, en Karajan, no producían más que débiles aumentos del ritmo cardíaco. En cuanto al resto de sus actividades, Karajan parecía tomárselas menos a pecho. El hacer aterrizar su avión privado o un despegue casi catastrófico no tenían gran importancia para su corazón. El corazón de Karajan estaba totalmente inmerso en la música. Y cuando el maestro la dejó, su corazón no le siguió.
¿Quién no ha oído la historia de un vecino anciano que ha muerto pocos meses después que su esposa? ¿O el de una tía abuela que murió poco después de perder a su hijo? La sabiduría popular dirá que se les había “partido el corazón”. Durante mucho tiempo, la ciencia médica ha tratado este tipo de incidentes con un absoluto desprecio, considerándolos simples coincidencias. Hace tan sólo veinte años que diversos equipos de cardiólogos y psiquiatras se han dedicado a estudiar estas “anécdotas”. Han descubierto que el estrés es un factor de riesgo incluso más importante que el tabaco en lo concerniente a las enfermedades del corazón.2 También han descubierto que una depresión a continuación de un infarto predice la muerte del paciente en los seis meses siguientes con más precisión que ninguna medición de la función cardíaca.3 Cuando el cerebro emocional se desajusta, el corazón sufre y acaba por agotarse. Pero el descubrimiento más sorprendente es que esta relación tiene doble sentido. En cada instante, el equilibrio de nuestro corazón influye en nuestro cerebro. Algunos cardiólogos y neurólogos han llegado incluso a hablar de un «sistema corazón-cerebro» indisociable.4
Si existiera un medicamento que permitiese armonizar esta relación íntima entre corazón y cerebro, tendría efectos beneficiosos sobre el conjunto del organismo. Retrasaría el envejecimiento, reduciría el estrés y el cansancio, acabaría con la ansiedad y nos protegería de la depresión; por la noche, nos ayudaría a dormir mejor; y durante el día, a funcionar al máximo de nuestras capacidades de concentración y precisión. Y sobre todo, al equilibrar la relación entre cerebro y cuerpo, nos permitiría establecer con mayor facilidad ese estado de «fluir», sinónimo de bienestar. Sería un antihipertensor, un ansiolítico y un antidepresivo “todo en uno”.
Si existiese, no habría médico que se resistiera a recetarlo.
Al igual que el flúor para los dientes, los gobiernos acabarían incluso poniéndolo en el agua.
Pero ese medicamento milagroso todavía no existe. Sin embargo, desde hace poco disponemos de un método sencillo y eficaz, al alcance de todo el mundo, que parece crear, precisamente, esas condiciones de armonía entre corazón y cerebro. Este método es de invención reciente, y son varios los estudios que ya han demostrado sus efectos beneficiosos para el cuerpo y las emociones de aquellos que lo dominan, incluido un rejuvenecimiento de su fisiología. Para comprender cómo es eso posible, debemos en primer lugar fijamos un poco en el funcionamiento del sistema corazón-cerebro.
El corazón de las emociones
Sentimos las emociones en el cuerpo, no en la cabeza: eso al menos parece que está claro. Ya en 1890, William James, profesor de Harvard y padre de la psicología estadounidense, escribió que una emoción era ante todo un estado corporal, y sólo después una percepción en el cerebro. Basaba sus conclusiones en la experiencia ordinaria de nuestras emociones. Efectivamente, ¿no decimos que tenemos «el miedo en el cuerpo», o que sentimos «el corazón ligero», entre otras expresiones? Haríamos mal en ver en esas frases sólo expresiones retóricas. Son representaciones muy precisas de lo que sentimos cuando nos hallamos en diversos estados emocionales. De hecho, desde hace poco se sabe que el intestino y el corazón cuentan con sus propios circuitos de algunas decenas de miles de neuronas que son como “pequeños cerebros” en el interior del cuerpo. Estos cerebros locales son capaces de tener sus propias percepciones, de modificar su comportamiento en función de éstas, e incluso de transformarse a raíz de sus experiencias. Es decir, de alguna manera, de formar sus propios recuerdos.5
Además de disponer de su propio sistema de neuronas semiautónomo, el corazón también es una pequeña fábrica de hormonas. Secreta su propia reserva de adrenalina, que libera cuando tiene necesidad de funcionar al máximo de sus capacidades. También segrega y controla la liberación de otra hormona, el ANF, que regula la tensión arterial. Y, finalmente, secreta su propia reserva de oxitocina, la hormona del amor. Ésta se libera en la sangre, por ejemplo, cuando una madre amamanta a su bebé, cuando dos seres se hacen la corte, y en el transcurso del orgasmo.6 Todas estas hormonas actúan directamente sobre el cerebro. Al final, el corazón hace participar a todo el organismo de las variaciones de su vasto campo electromagnético, que se puede detectar a varios metros del cuerpo, pero del que todavía se desconoce el significado.7 Así pues, está claro que la importancia del corazón en el lenguaje de las emociones no es sólo una imagen. El corazón percibe y siente. Y cuando se expresa, su influencia alcanza toda la fisiología de nuestro organismo, empezando por el cerebro.
Para Marie estas consideraciones estaban lejos de ser puramente teóricas. A los 50 años, sufría desde hacía tiempo de ataques repentinos de ansiedad que podían sorprenderla en cualquier lugar y momento. En primer lugar, su corazón empezaba a latir con demasiada rapidez. Un día, en el transcurso de una recepción, se le aceleró súbitamente el corazón y tuvo que apoyarse en el brazo de un hombre al que no conocía, pues no sentía las piernas. Esta incertidumbre constante sobre el comportamiento de su corazón la tenía muy preocupada. Empezó por reducir sus actividades. Tras el episodio del cóctel no salía más que acompañada de amistades seguras o de su hija. Dejó de conducir sola hasta su casa de campo por miedo a que su corazón la “abandonase” —como ella decía— en la carretera.
Marie no tenía ni idea de qué era lo que desencadenaba esos ataques. Era como si su corazón decidiese, de repente, que estaba aterrado por algo de lo que ella no tenía conciencia; sus pensamientos se tomaban entonces confusos, inquietos, y el resto del cuerpo empezaba a vacilar.
El cardiólogo le diagnosticó un «prolapso de la válvula mitral», una afección benigna de una de las válvulas del corazón que, le dijo, no debía inquietarla. Le sugirió que tomase medicamentos contra la hipertensión para superar los acelerones del corazón, pero éstos la fatigaban y provocaban mareos. Dejó de tomarlos por iniciativa propia. Cuando la recibí en la consulta, yo acababa de leer un artículo en el American Journal of Psychiatry, según el cual el corazón de algunos de esos pacientes respondía muy bien a los antidepresivos, como si las aceleraciones intempestivas tuviesen su origen en el cerebro en lugar de al nivel de la válvula.8 Así pues, mi tratamiento no resultó mucho más eficaz que el de mi colega cardiólogo, y, además, Marie se hallaba muy disgustada a causa de los kilos que había ganado por el medicamento que le receté. El corazón de Marie sólo se calmó cuando aprendió a domesticarlo directamente. Me dan ganas de decir: «Hasta que aprendió a hablarle».
La relación entre el cerebro emocional y el “cerebrito” del corazón es una de las claves de la inteligencia emocional. Al aprender —literalmente— a controlar nuestro corazón, podremos domesticar nuestro cerebro emocional, y viceversa. Pues la relación más fuerte entre el corazón y el cerebro emocional es la que establece lo que se denomina el «sistema nervioso periférico autónomo», es decir, la parte del sistema nervioso que regula el funcionamiento de todos nuestros órganos, que escapa, a la vez, a nuestra voluntad y a nuestra conciencia.
El sistema nervioso autónomo está constituido por dos ramales que inervan cada uno de los órganos del cuerpo a partir del cerebro emocional. El ramal llamado «simpático»[1] libera adrenalina y noradrenalina. Controla las reacciones de lucha y huida. Su actividad acelera el ritmo cardíaco. El otro ramal, llamado «parasimpático», libera un neurotransmisor diferente que acompaña los estados de relajación y calma.[2] Su actividad disminuye la velocidad cardíaca. Entre los mamíferos, estos dos sistemas —el freno y el acelerador— se hallan constantemente en equilibrio. Eso es lo que permite que los mamíferos se adapten de manera extremadamente rápida a todos los cambios que puedan sobrevenir en su entorno. Cuando un conejo come hierba, seguro frente a su madriguera, puede interrumpir dicha actividad en cualquier momento, levantar la cabeza, tensar las orejas, que examinan los alrededores como si de un radar se tratase, a la vez que husmea el aire a fin de detectar la presencia de un depredador. Una vez que pasa la señal de peligro, regresa rápidamente a su comida. Sólo la fisiología de los mamíferos exhibe una flexibilidad tal. Para negociar las curvas imprevisibles de la vida se necesitan un freno y un acelerador, a la vez, que deben hallarse en perfecto estado, cada uno de ellos tan potente como el otro, a fin de compensarse mutuamente en caso de necesidad (véase figura 2).
Según el investigador estadounidense Stephen Porges, el equilibrio sutil entre las dos ramas del sistema nervioso autónomo es lo que ha permitido a los mamíferos desarrollar relaciones sociales cada vez más complejas al hilo de la evolución. La más compleja entre ellas sería la relación amorosa y, sobre todo, la fase especialmente delicada de la seducción. Cuando un hombre o una mujer que nos interesa nos mira y el corazón se nos sale del pecho, o nos ponemos a rugir, es que nuestro sistema simpático ha apretado el acelerador, tal vez demasiado. Si respiramos hondo para recuperar el resuello y retomar la conversación con más naturalidad, en realidad lo que habremos hecho será pisar el freno parasimpático. Sin estas modulaciones constantes, el asunto amoroso sería mucho más caótico y difícil, sujeto a numerosos errores de interpretación, como a menudo sucede entre los adolescentes, que no acaban de controlar del todo el equilibrio de su sistema nervioso autónomo.
Figura 2: El sistema corazón-cerebro. El circuito semiautónomo que constituye el «pequeño cerebro del corazón» está profundamente interconectado con el cerebro propiamente dicho. Juntos constituyen un verdadero «sistema corazón-cerebro». En el seno de este sistema, ambos órganos influyen mutuamente a cada instante. Entre los mecanismos que vinculan corazón y cerebro, el sistema nervioso autónomo desempeña un papel especialmente importante. Está constituido por dos ramas: la denominada «simpática» acelera el corazón y activa el cerebro emocional, mientras que la llamada «parasimpática» desempeña un papel de freno sobre uno y otro.
Pero el corazón no se contenta con sufrir la influencia del sistema nervioso central, pues envía fibras nerviosas hacia la base del cráneo que controlan la actividad del cerebro.9 Además de la vía hormonal, de la tensión arterial y del campo magnético de nuestro cuerpo, el «cerebrito» del corazón también puede actuar sobre el cerebro emocional a través de conexiones nerviosas directas. Y cuando el corazón se desajusta, se lleva con él al cerebro emocional. Eso es justamente lo que le sucedía a Marie.
El reflejo directo del vaivén entre el cerebro emocional y el corazón es la frecuencia normal entre los latidos del corazón. Como las dos ramas del sistema nervioso autónomo se hallan siempre en equilibrio, siempre están a punto de acelerar o disminuir la velocidad del corazón. El intervalo entre dos latidos sucesivos nunca es idéntico.10 Esta variabilidad es muy sana en sí misma porque es señal del buen funcionamiento del freno y el acelerador y, por tanto, de toda nuestra fisiología. No tiene nada que ver con las arritmias que padecen algunos pacientes. Los ataques súbitos de taquicardia (esas aceleraciones brutales del corazón que persisten durante algunos minutos), o las que acompañan los ataques de ansiedad, son síntomas de una situación anormal en la que el corazón ha dejado de estar sometido al efecto regulador del freno parasimpático. Por el contrario, cuando el corazón late con la regularidad de un metrónomo, sin la menor variabilidad, es señal de enorme gravedad. Los tocólogos han sido los primeros en reconocerlo: en el feto, durante el parto, refleja un sufrimiento posiblemente mortal que vigilan muy de cerca. También entre los adultos, pues se considera que el corazón no empieza a latir con tanta regularidad más que algunos meses antes de la muerte.
Caos y coherencia
He descubierto mi propio «sistema corazón-cerebro» en la pantalla de un ordenador portátil. Me hicieron pasar la yema de un dedo sobre una pequeña varilla unida al ordenador. El ordenador medía simplemente el intervalo entre los latidos sucesivos que detectaba en la yema de mi índice. Cuando el intervalo era un poco más corto —mi corazón había latido más rápido—, sobre la pantalla se producía una súbita ondulación en una línea azul. Cuando el intervalo se alargaba —mi corazón había descendido un poco la velocidad de su latir—, la línea descendía. En la pantalla podía ver el zigzaguear azul de la línea, que iba de arriba abajo sin razón aparente. Con cada latido, mi corazón parecía adaptarse a algo, pero no había ninguna estructura reconocible entre picos y valles, las aceleraciones y frenazos. La línea que se iba dibujando parecía la cresta caótica de una cadena montañosa. Aunque mi corazón latiese a una media de 62 latidos por minutos, en un instante podía aumentar a 70 para luego descender a 55, sin que pudiera discernir el por qué. La técnica a cargo de la prueba me aseguró que era la frecuencia normal del ritmo cardíaco. A continuación me pidió que efectuase un cálculo mental: «Reste 9 a 1.356, y después continúe restando 9 a cada cifra que obtenga...». Lo llevé a cabo sin demasiadas dificultades, aunque no resultaba agradable ser sometido a esa prueba ante el grupo de curiosos observadores que descubrían este sistema al mismo tiempo que yo. No pasó mucho tiempo, con gran sorpresa por mi parte, antes de que el trazado se tomase todavía más irregular y caótico, y la media de mis latidos trepó hasta 72. Diez latidos más por minuto, ¡y sólo porque estaba manipulando algunas cifras! ¡El cerebro es un devorador de energía! ¿O bien se trataba del estrés por tener que realizar esos cálculos en voz alta y en público?
La técnica nos explicó que, como el trazado se había tornado más irregular al tiempo que mi ritmo cardíaco se aceleraba, eso era señal más de ansiedad que de un simple esfuerzo mental. Y no obstante, yo no sentía nada. A continuación me pidió que dirigiese mi atención a la región cardíaca y que intentase evocar un recuerdo agradable o feliz. Me sorprendió. En general, las técnicas de meditación o de relajación exigen que se vacíe el espíritu para alcanzar la calma interior, no que se evoquen recuerdos agradables... Pero hice lo que me pedía y... ¡Sorpresa! Al cabo de pocos segundos, la línea sobre la pantalla cambió por completo: las irregularidades imprevisibles se convirtieron en una sucesión de suaves oleadas, en una onda regular, flexible y elegante. Como si mi corazón alternase ahora tranquila y regularmente entre aceleración y disminución progresivas. Como un atleta que tensa y relaja sus músculos antes del esfuerzo, mi corazón parecía querer asegurarse que podía hacer ambas cosas, en todas las ocasiones que desease... En la parte inferior de la pantalla, una ventana indicaba que yo había pasado del 100% de caos en mi fisiología a un 80% de “coherencia”. ¡Para obtener tal resultado me había bastado con acordarme de algo agradable y concentrarme en mi corazón!
En el curso de los últimos diez años, la existencia de programas de ordenador como ese del que acabo de hablar nos ha permitido describir dos modos característicos de variación del ritmo cardíaco: el caos y la coherencia. Por lo general, las variaciones son suaves y “caóticas”: acelerones y frenazos se suceden sin ton ni son, de forma dispersa e irregular. Por el contrario, cuando la frecuencia de los latidos del corazón es fuerte y sana, las fases de aceleración y disminución de la velocidad muestran una alternancia rápida y regular. Eso es lo que produce la imagen de una onda armoniosa, que describe perfectamente el término de “coherencia” del ritmo cardíaco.
CAOS
COHERENCIA
Figura 3: Caos y coherencia. En los estados de estrés, ansiedad, depresión o cólera, la frecuencia del ritmo cardíaco entre dos latidos se torna irregular o “caótica”. En los estados de bienestar, compasión, o de gratitud, esta frecuencia se torna “coherente”: la alternancia de aceleraciones y desaceleraciones del ritmo cardíaco es regular. La coherencia maximiza la variación en el transcurso de un intervalo de tiempo dado y conduce a una mayor —y más sana— frecuencia cardíaca (esta imagen ha sido extraída del programa Freeze-Framer, producido por el HeartMath Institute de Boulder Creek, California, EE.UU.).
Entre el nacimiento, cuando la frecuencia es más intensa, y la proximidad de la muerte, cuando es más baja, perdemos alrededor del 3% de variabilidad al año.11 Es señal de que nuestra fisiología va perdiendo su flexibilidad de manera progresiva, de que cada vez le resulta más difícil adaptarse a las variaciones de nuestro entorno físico y emocional. Es señal de envejecimiento. Si la frecuencia desciende, es en parte porque no utilizamos nuestro freno fisiológico, a saber, el “tono” del sistema parasimpático. Al igual que un músculo que no se utiliza, éste también se atrofia con el devenir de los años. Por otra parte, no dejamos de utilizar el acelerador, el sistema simpático. Así pues, al cabo de decenas de años de este régimen, nuestra fisiología se parece a un coche que puede avanzar sin pisar el freno o acelerar brutalmente, pero que se ha tornado casi incapaz de frenar.
El descenso de la frecuencia de los latidos del corazón está asociado a un conjunto de problemas de salud ligados al estrés y al envejecimiento: hipertensión, insuficiencia cardíaca, complicaciones de la diabetes, infarto, muerte súbita e incluso cáncer. Así lo afirman estudios publicados en revistas tan prestigiosas e indiscutibles como The Lancet o Circulation (la revista de referencia en cardiología): cuando desaparece la frecuencia, cuando el corazón deja de responder a nuestras emociones, y, sobre todo, cuando ya no sabe “frenar”, es que la muerte se aproxima.12
La jornada de Charles
A los 40 años, Charles es director de unos grandes almacenes de París. Ha ascendido numerosos escalones y domina perfectamente su terreno. Sólo que, desde hace unos meses, padece de “palpitaciones” que le inquietan mucho y por las cuales ha consultado a varios cardiólogos, sin que hayan podido descubrir la mínima dolencia. Ahora ha llegado a un punto en que ha decidido dejar de practicar deporte porque tiene miedo de que le desencadene un “ataque” y que vuelva a acabar en urgencias. Anda con ojo cuando hace el amor a su esposa por temor a forzar demasiado su corazón. Según él, sus condiciones de trabajo son «totalmente normales y no más estresantes que otras». No obstante, a lo largo de nuestras sesiones me entero de que le encantaría dejar su puesto, a pesar de todo el prestigio que entraña. De hecho, el presidente del grupo suele mostrarse despreciativo y cínico. A pesar de vivir en un medio agresivo, Charles continúa siendo un ser sensible al que hieren los comentarios desagradables o severos de su jefe. Además, como suele ocurrir, el cinismo del jefe repercute en toda la jerarquía: los compañeros de Charles, de márketing, de publicidad, de finanzas, se tratan entre sí con frialdad y se permiten comentarios mordaces unos a costa de los otros.
Siguiendo mis consejos, Charles ha aceptado prestarse a una prueba en la que registrará la frecuencia de su ritmo cardíaco durante veinticuatro horas. Para permitir el análisis de los resultados, tuvo que anotar en un cuaderno sus diferentes actividades a lo largo del día. La interpretación del trazado no resultó difícil. A las once de la mañana, tranquilo, concentrado y eficaz, eligió las fotos para un catálogo, sentado en su despacho. Su ritmo cardíaco mostraba una sana coherencia. Más tarde, a mediodía, de repente, su corazón se hundió en el caos, con, además, una aceleración de 12 pulsaciones por minuto. En ese preciso instante se dirigía hacia el despacho de su presidente. Un minuto después, su corazón latía todavía más rápido y el caos era total. Este estado persistiría durante dos horas: acababa de oírse decir que la estrategia de desarrollo que llevaba semanas preparando era “nula” y que, si no era capaz de organizarla de manera más clara, más valdría que dejase que se ocupase otro directivo. Al salir del despacho de su jefe, Charles padeció el típico episodio de palpitaciones, que le había obligado a salir del edificio para calmarse.
A mediodía tuvo una reunión. El registro mostraba otro episodio caótico de más de treinta minutos. Cuando le pregunté al respecto, Charles primero fue incapaz de recordar lo que podría haberlo provocado, pero al reflexionar más se acordó de que el director de márketing había comentado, sin mirarle a la cara, que los temas de los catálogos futuros encajaban mal con la nueva imagen que la empresa quería promocionar. De regreso a su despacho, el caos se había calmado y había cedido su lugar a una coherencia relativa. En ese momento, Charles se hallaba ocupado revisando un plan de producción del que se sentía muy orgulloso. A última hora de la tarde, en los embotellamientos de tráfico, su nerviosismo se tradujo directamente en otro episodio caótico. Una vez que llegó a casa, abrazó a su esposa e hijos, y a eso le siguió una fase de coherencia de diez minutos. ¿Por qué sólo diez minutos? Porque, de repente, habían encendido la televisión para ver los informativos...
Diversos estudios han establecido que son las emociones negativas, como la cólera, la ansiedad, la tristeza, e incluso las preocupaciones banales, las que más hacen caer la frecuencia cardíaca y siembran el caos en nuestra fisiología.13 Por el contrario, otros estudios han demostrado que son las emociones positivas, como la alegría, la gratitud y, sobre todo, el amor, las que más favorecen la coherencia. En el espacio de unos pocos segundos, esas emociones inducen una oleada de coherencia que resulta inmediatamente aparente en el registro de la frecuencia cardíaca.14
Para Charles, al igual que para cada uno de nosotros, los fragmentos caóticos de nuestra fisiología cotidiana son auténticas pérdidas de energía vital. En un estudio realizado sobre varios millones de ejecutivos de grandes empresas europeas, más del 70% de entre ellos se consideraban “cansados” bien “una buena parte del tiempo” o “prácticamente todo el tiempo”. ¡El 50% decía sentirse totalmente “agotados”!15 ¿Cómo es posible que hombres y mujeres competentes y entusiastas, para quienes su trabajo es un componente esencial de su identidad, puedan llegar a tal estado? Es precisamente la acumulación de fragmentos caóticos —que apenas se notan—, de esos atentados cotidianos a su equilibrio emocional, lo que a la larga les vacía de energía. Y eso es lo que acaba haciéndonos soñar con otro trabajo o, en la esfera personal, con otra familia, otra vida.
Además del caos, también vivimos momentos de coherencia. Pero no son precisamente esos los que nos marcan. No son más que implantes de éxtasis o de arrebato. En un laboratorio de California donde se estudiaba la coherencia cardíaca, Josh, hijo de uno de los ingenieros, de 12 años, solía visitar a su padre y al resto del equipo. Siempre le acompañaba Mabel, su perro labrador. Un día, a los ingenieros se les ocurrió medir la coherencia cardíaca de Josh y Mabel. Separados, Josh y Mabel se hallaban en un estado medio caótico y medio coherente totalmente normal. Pero al juntarlos, ambos entraban en coherencia. Si se les separaba, volvía a desaparecer la coherencia, casi de inmediato. Para Josh y Mabel, el simple hecho de estar juntos generaba coherencia. Debían sentirlo intuitivamente, porque eran inseparables. Para ellos, estar juntos no era ciertamente una experiencia fuera de lo común, sino sólo algo que alimentaba su ser emocional a cada instante. Algo que les sentaba bien. Algo que hacía que Josh nunca se preguntase si no sería mejor vivir con otro perro, ni a Mabel con otro dueño. Su relación les proporcionaba coherencia interior, que hallaba resonancia en su corazón.
El estado de coherencia cardíaca también influye en el resto de los ritmos fisiológicos. En particular, la frecuencia natural de la tensión arterial y la de la respiración se alinean rápidamente con la coherencia cardíaca, y estos tres sistemas se sincronizan.
Se trata de un fenómeno comparable al alineamiento “en fase” de las ondas luminosas en un rayo láser, que precisamente se designa con la palabra “coherencia”. Esta alineación es la que proporciona la energía y potencia al láser. La energía que una bombilla de cien vatios disipa inútilmente en todas direcciones bastaría para perforar un agujero en una placa de metal si estuviera canalizada mediante una alineación en fase. La coherencia del ritmo cardíaco representa una economía real de energía para el organismo. Sin duda, ésta es la razón por la que, seis meses después de una jornada de formación en coherencia cardíaca, el 80% de los ejecutivos citados anteriormente dejaron de considerarse “agotados”. Y también eran seis veces menos propensos a sufrir insomnio, y ocho veces menos numerosos a considerarse “tensos”. Da la impresión de que basta con detener la pérdida inútil de energía para recuperar la vitalidad natural.
En el caso de Charles, algunas sesiones de formación sobre coherencia ante el ordenador le permitieron controlar sus palpitaciones. Eso no tiene nada de misterioso ni de mágico. Al ejercitarse un poco cada día entrando en coherencia entre las sesiones que permitían verificar sus progresos, Charles reforzó de manera considerable la actividad de su sistema parasimpático, es decir, su freno fisiológico. Una vez “en forma”, como un practicante veterano de jogging, resulta cada vez más fácil utilizarlo. Y con un freno que funciona y que se puede controlar, la fisiología no patina más, aunque las circunstancias externas puedan ser difíciles. Dos meses después de su primera sesión, Charles había vuelto a practicar deporte y volvía a hacerle el amor a su esposa con el entusiasmo que su relación merecía. Frente a su presidente, había aprendido a concentrarse en las sensaciones de su pecho para mantener su “coherencia” y no dejar que se acelerase su fisiología. De hecho, se había tornado capaz de responder con más tacto y hallaba con mayor facilidad las palabras que neutralizaban la agresividad de los demás sin herirlos.
El control del estrés
En los experimentos de laboratorio, la coherencia permite al cerebro ser más rápido y preciso.16 En la vida cotidiana, la sentimos como un estado en el que nuestras ideas fluyen de manera natural y sin esfuerzo; hallamos sin dudar las palabras necesarias para expresar lo que queremos decir, y nuestros gestos son rápidos y eficaces. También es el estado en que nos hallamos dispuestos a adaptarnos a todo tipo de imprevistos, pues nuestra fisiología está en equilibrio óptimo, abierta a todo, capaz de encontrar las soluciones adecuadas. Así pues, la coherencia no es un estado de relajación en el sentido tradicional del término. No exige que uno se aísle del mundo. No requiere que el entorno permanezca estático, ni siquiera tranquilo. Por el contrario, es un estado de toma de contacto con el mundo exterior, casi cuerpo a cuerpo, pero armonioso en lugar de conflictivo.
Por ejemplo, un estudio llevado a cabo en niños de cinco años cuyos padres estaban divorciados permitió a investigadores de Seattle (EE.UU.) mostrar la importancia del equilibrio fisiológico de cara a su evolución ulterior. Los niños cuya variabilidad cardíaca era más elevada antes del divorcio —y que contaban con la capacidad más intensa de entrar en coherencia— eran con mucho los más afectados por la disolución de su familia cuando se les interrogó al cabo de tres años.17 También eran los que habían conservado las mayores capacidades de afecto, de cooperación con los demás, así como de concentración en los estudios.
Céleste me ha descrito muy bien cómo utiliza la coherencia del ritmo cardíaco. A los 9 años se sentía aterrada ante la idea de tener que cambiar de colegio. Algunas semanas antes del retorno a la escuela tras las vacaciones de verano, había empezado a morderse las uñas, se negaba a jugar con su hermanita pequeña y se despertaba varias veces a lo largo de la noche.
Cuando se le preguntó en qué situaciones sentía más necesidad de morderse las uñas, respondió sin dudarlo: «Cuando pienso en el colegio nuevo». Aprendió rápidamente, como suele ocurrir con los niños, a controlar el ritmo de su corazón mediante la concentración. Al cabo de unos pocos días me contó que no había tenido problemas para adaptarse al nuevo colegio: «Cuando me estreso entro en mi corazón y le hablo al hada que hay dentro. Ella me dice que todo irá bien y, a veces, incluso me dice lo que debo decir o hacer». Sonreí al escucharla. ¿No nos iría mejor a todos si tuviésemos siempre un hada a nuestro lado?
La noción de coherencia del corazón, y el hecho de que sea posible aprender a controlarla con facilidad, va en contra de todas las ideas recibidas acerca de la manera de controlar el estrés. Un estrés crónico provoca ansiedad y depresión. También implica consecuencias negativas en el cuerpo: insomnio, arrugas, hipertensión, palpitaciones, dolor de espalda, problemas de la piel, de digestión, infecciones recurrentes, esterilidad, impotencia sexual. Y afecta asimismo a las relaciones sociales y al rendimiento profesional: irritabilidad, pérdida de la capacidad de escuchar, descenso de la concentración, repliegue sobre uno mismo y pérdida del espíritu de equipo. Estos síntomas son típicos de lo que se denomina sobrecarga laboral, que puede influir tanto en el trabajo como en el hecho de sentirse bloqueado en una relación afectiva que nos vacía de toda nuestra energía. En una situación así, la reacción más corriente suele ser la de concentrarse en las condiciones externas. Uno se dice: «Si pudiera cambiar mi situación me sentiría mucho mejor mentalmente, y de paso mi cuerpo también funcionaría mejor». Pero mientras tanto, apretamos los dientes, esperamos el próximo fin de semana o las vacaciones, soñamos con días mejores en el “después”. Todo se arreglará «cuando pueda por fin acabar los estudios... cuando cambie de trabajo... cuando los niños ya no estén en casa... cuando abandone a mi marido... cuando me jubile...», y así sin parar. Por desgracia, las cosas no suelen suceder de esa manera. Los mismos problemas tienen tendencia a salir a la superficie en situaciones distintas, y el fantasma de un jardín del Edén hallado por fin un poco más adelante, en el próximo cruce, se convierte enseguida en nuestro método principal de control del estrés. Resulta triste que a menudo vayamos tirando de esa manera hasta el día de nuestra muerte.
La conclusión que se puede extraer de los estudios sobre los beneficios de la coherencia cardíaca está en las antípodas de lo anterior: hay que afrontar el problema al contrario. En lugar de intentar siempre obtener circunstancias externas ideales, hay que empezar por controlar el interior: nuestra fisiología. Al acabar con el caos fisiológico y maximizar la coherencia, nos sentiremos mejor de manera automática, de repente, y mejoraremos nuestra relación con los demás, nuestra concentración, nuestra eficacia y nuestros resultados. De pronto, las circunstancias favorables tras las que no se cesa de correr acabarán por producirse, pero podría decirse que se trata de un efecto colateral, de un beneficio secundario de la coherencia, pues desde que domesticamos nuestro ser interior, lo que nos llega del mundo exterior tiene menos agarre en nosotros.
El programa de ordenador que mide la coherencia del ritmo cardíaco se utiliza en la investigación del sistema corazón-cerebro. También puede servir para demostrar a quienes dudan que su corazón reacciona de forma instantánea a su estado emocional. Sin embargo, resulta perfectamente posible entrar en coherencia sin ordenador y sentir enseguida los beneficios en la vida cotidiana. Para ello basta como aprender a vivir la coherencia.