12. LA COMUNICACIÓN EMOCIONAL

«Quienes tienen dominio sobre la palabra adecuada

no ofenden a nadie. Y no obstante, dicen la verdad.

Sus palabras son claras pero nunca violentas...

Nunca se dejan humillar, y nunca humillan a nadie.»

EL BUDA.

La terrible tía Esther

En Estados Unidos tuve un amigo maravilloso cuya situación familiar era casi una parábola. Eran cerca de treinta primos y primas, y uno de los temas de conversación favoritos en las grandes reuniones familiares era su tía Esther. Esta tenía 85 años y continuaba inspirando un cierto terror —ahora mezcla de piedad— tanto entre sus hermanas como entre todos sus primos, e incluso entre los hijos de todos. Siempre había tenido mal genio y había sido difícil, pero contaba con una inteligencia viva y hacía veinte años que había heredado una considerable fortuna a la muerte de su marido. Gracias a esas dos cualidades, conseguía imponerse en todos los asuntos familiares. No dejaba de telefonear a todo el mundo para enterarse de cómo les iba, o pedir un servicio, insistiendo en que se la llevase aquí o allá, quejándose constantemente de que no se la visitaba a menudo y, siempre que quería, se autoinvitaba a cenar, o incluso a pasar el fin de semana. Era evidente que Esther tenía necesidad de afecto y reconocimiento, pero su estilo agresivo ponía en fuga a todos los que ella hubiera querido tener cerca.

Los treinta primos estaban divididos en tres categorías muy claras respecto a las relaciones con la tía Esther. Los más numerosos, con mucho, eran los que nunca decían «no» directamente a la tía Esther. Siempre buscaban una excusa para evitarla y, cuando se sentían arrinconados por sus insistencias y argumentos, acababan por decir que «sí» a su pesar para evitar sus diatribas, sus interminables llamadas y sus recriminaciones. Por el contrario, éstos también eran los que nunca la llamaban, ni siquiera cuando habían prometido hacerlo, saltándose a veces citas a las que habían aceptado acudir, o bien llegando muy tarde. A espaldas de ella se burlaban e incluso intentaban sacarle dinero, a veces de manera deshonesta, como si su personalidad imposible y los esfuerzos que debían realizar por ella a su pesar les diese derecho. A este tipo de comportamiento se le denomina «pasivo» o «pasivo-agresivo»: es la reacción humana más corriente en las sociedades tradicionales frente a una persona en posición de autoridad que desagrada, pero también, curiosamente, en familias y empresas.1 Es el comportamiento que adoptamos cuando sobre todo queremos evitar conflictos. Es el comportamiento que se ve entre las personas que se describen como: «seres sensibles», «respetuosos con los demás», «que no quieren meterse en líos», «que prefieren dar antes que pedir», etc. Pero al igual que en las sociedades tradicionales o en las empresas, eso tampoco funcionaba especialmente bien en la familia de Georges. Por una parte, estos primos y primas se sentían utilizados por Esther, y todos albergaban un cierto resentimiento al respecto; por otro, Esther, que percibía muy bien su mala voluntad y que sospechaba su falsedad, les despreciaba. Como, además, contaba con relaciones muy bien situadas en su ciudad, eso les solía complicar la vida.

Los primos del segundo grupo eran menos numerosos. Un día, Esther despertó a uno de ellos a medianoche. Larry, que no le tenía miedo, le había dicho que estaba harto de sus modales. Después, a causa de la acumulación de años de irritación sin expresar, la llamó de todo. Esther se sintió muy herida, pero como ella tampoco era manca, le devolvió el cumplido añadiendo dos o tres cosas que le hirieron igualmente. Aunque Larry no se arrepintió nunca de decir lo que pensaba, sabía que, a partir de entonces, la tía Esther se le opondría a la mínima ocasión. Y, en efecto, no tardó en hacérselo sentir en el transcurso de los años siguientes, al igual que a los demás miembros de la familia que se habían comportado de manera parecida con ella. El despacho de abogados de Larry perdió varios clientes; no obstante, es cierto que para compensar la tía Esther dejó de importunarlo e incluso hacía todo lo posible por evitarle. Al menos, no tenía que volver a tratar directamente con ella y había tenido el gusto de decirle en voz alta todo lo que llevaba pensando desde hacía años. El comportamiento de Larry y de sus otros primos y primas que se habían conducido de manera parecida era lo que se denomina un comportamiento «agresivo». Es menos frecuente que el primero y más típicamente masculino. Pero tampoco contribuye más a resolver los problemas y se suele saldar con pérdidas materiales (divorcio, despido, etc.). Además, se ha comprobado que este tipo de comportamiento es un factor de hipertensión y de enfermedades cardiovasculares.2

Y por fin, estaba mi amigo Georges, que reconocía perfectamente los defectos de Esther. Pero no sólo la veía de manera regular, sino que daba la impresión de que no le molestaba. Incluso sentía auténtico afecto por ella, que era recíproco. De hecho, era ella la que solía hacerle bastantes encargos, ocupándose de sus hijos, llevándole el coche al mecánico, y otras cosas por el estilo. También le había prestado el dinero que necesitaba para poder ampliar su casa, y le había ayudado, muy acertadamente, a redecorar su despacho. Georges trabajaba en mi mismo hospital, y yo siempre había admirado el dominio del que hacía gala en sus relaciones con colaboradores y compañeros, así como su manera de manejar los inevitables momentos de tensión que habían aflorado en nuestra amistad a lo largo de los diez últimos años.

Me costó largo tiempo comprender lo que le distinguía de los demás, y que sin duda le había permitido mantener relaciones de calidad con alguien tan difícil como su tía Esther. Georges era un consumado maestro de la tercera manera de comportamiento, la que no es pasiva ni agresiva. Había descubierto por sí mismo la comunicación emocional no violenta, que a veces se denomina «comunicación asertiva», la única que permite dar y recibir a cambio lo que es necesario, respetando siempre los límites propios y las necesidades del otro.

Una noche que me invitó a cenar a su casa pude verle manos a la obra con su tía. Esther debía acompañarle en un viaje de estudios que tenía que realizar en nombre de la universidad en una ciudad donde ella contaba con muchas relaciones. Esa noche era la tercera vez en dos días que ella le llamaba para pedirle que añadiese a otras varias personas en la agenda de sus citas, ya muy cargada. Georges había tenido un día muy largo en el hospital, era tarde, y yo sabía cuánto le gustaba cenar tranquilo, sobre todo cuando tenía amigos invitados. Me pregunté cómo manejaría esa situación. Primero respiró hondo, y después pasó al ataque: «Esther, ya sabes la ilusión que me hace este viaje que vamos a hacer juntos y lo agradecido que estoy por todo lo que has hecho por mí». Era cierto, y yo sentía que no tenía que forzarse para reconocerlo. No sé qué le contestó Esther, pero de repente tuve la impresión de que había bajado la tensión al otro lado de la línea. Después continuó: «Pero cuando me llamas tres veces seguidas para decirme lo mismo, cuando resulta que acabamos de hablar hace una hora y ya estuvimos de acuerdo, me siento frustrado. Necesito sentir que formamos un equipo y que respetas mis necesidades igual que yo respeto las tuyas. ¿Podemos ponernos de acuerdo en que no volveremos a hablar de cosas que ya hemos decidido?». La conversación finalizó en dos minutos, y pudo volver a concentrarse en nuestra cena. Y estaba perfectamente sereno, como si acabasen de llamarle para decirle a qué hora salía el avión... Pensé en todos los pacientes que, a lo largo de los años, me habían llamado al “busca” a horas intempestivas. ¡Si les hubiera podido hablar así! Más tarde descubrí la lógica y la mecánica perfectamente engrasadas que se ocultaban tras la fuerza tranquila de mi amigo Georges...

El Love Lab de Seattle

En la Universidad de Seattle, en un lugar llamado Love Lab (el “laboratorio del amor”), dos parejas casadas aceptaron pasar por el microscopio emocional del profesor Gottman, que analizó la naturaleza de sus relaciones. Unas cámaras de vídeo filmaron a las parejas y permitían detectar la menor mueca en sus rostros, aunque no durase más que unas décimas de segundo. Unos sensores captaban las variaciones de su ritmo cardíaco y de su tensión arterial. Desde que inventó su Love Lab, más de cien parejas han aceptado discutir sus temas conflictivos crónicos: el reparto de las tareas domésticas, las decisiones concernientes a los hijos, la gestión de las finanzas, las relaciones con la familia política, los conflictos acerca del tabaco, de la bebida, y otros. El primer descubrimiento del profesor Gottman es que la pareja feliz no existe —de hecho, ninguna relación afectiva duradera— sin conflicto crónico. Más bien es al contrario: las parejas que no tienen tema de discusión crónico deben ir con cuidado. La ausencia de conflictos es señal de una distancia emocional tal que excluye toda verdadera relación. El segundo descubrimiento —asombroso— es que al profesor Gottman le basta con analizar cinco minutos —¡cinco minutos!— de una disputa entre una mujer y su marido para predecir con una precisión de más del 90% si seguirán casados, o se divorciarán en pocos años, ¡aunque se trate de una pareja que todavía esté en plena luna de miel!3

No hay nada que afecte tanto a nuestro cerebro emocional y a nuestra fisiología como cuando nos sentimos emocionalmente alejados de aquellos con los que estamos más apegados: nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros padres. En el Love Lab, una palabra de más, un rictus minúsculo de menosprecio o disgusto —apenas visible para un observador— basta para provocar una aceleración del ritmo cardíaco en aquellos a quienes está destinado. Una indirecta bien colocada y sazonada con un poco de menosprecio, y la frecuencia cardíaca ascenderá brutalmente a más de 110 latidos por minuto.[1]4 El problema radica en que una vez que el cerebro emocional se pone en alerta de esta manera, suprime completamente la capacidad del cerebro cognitivo de razonar de manera racional: como ya hemos visto, el córtex anterior se halla “desconectado”. Los hombres, sobre todo, son muy sensibles a lo que Gottman llama la «inundación» afectiva: una vez activada su fisiología, se ahogan en las emociones y no piensan más que en términos de defensa y ataque. No intentan hallar una solución o una respuesta que calmaría la situación. Muchas mujeres también reaccionan así. Cuando se escuchan esas conversaciones, dan la impresión de ser terriblemente familiares:

FRED: ¿Has ido a recoger mi ropa a la tintorería?

INGRID (en tono de burla): «¿Has ido a recoger mi ropa?». No tienes más que ir a recogerla tú mismo. ¿Qué te has creído que soy? ¿Tu criada?

FRED: Desde luego que no. Si fueses mi criada, la casa estaría en orden...5

En el transcurso de este intercambio, las fisiologías de Fred y de Ingrid se desajustan rápidamente y las consecuencias son funestas. Gottman define lo que denomina «los cuatro jinetes del Apocalipsis» en los diálogos conflictivos. Se trata de cuatro actitudes que destruyen todas las relaciones a su paso. Activan el cerebro emocional del otro hasta tal punto que éste se torna incapaz de responder de otra manera que no sea con maldad o retirándose, como un animal herido. Gracias a estos cuatro jinetes, podemos estar literalmente seguros de que no obtendremos lo que deseamos en la relación; y no obstante, son esos mismos jinetes a los que llamamos siempre en primer lugar para que se hagan cargo de nuestras batallas afectivas.

El apocalipsis de la comunicación

El primer jinete es la crítica. Criticar al otro en lugar de presentarle simplemente una queja o una petición. Ejemplo de crítica: «Llegas tarde. No piensas más que en ti». Queja: «Son las nueve. Dijiste que estarías aquí a las ocho. Es la segunda vez esta semana. Me siento solo y me molesta cuando tengo que esperarte tanto». Crítica: «Estoy harta de ordenar tus cosas. ¡Me exaspera tu desorden!». Queja: «Con todas tus cosas desordenadas en la cocina no puedo tomarme el café por la mañana. Necesito un poco de orden alrededor para sentirme bien. ¿Podrías hacer el esfuerzo de recogerlo por la noche, antes de acostarte?».

Gottman ofrece una receta impagable para transformar una queja legítima, que cuenta con todas las probabilidades de ser comprendida, en una crítica que no desencadenará más que resentimiento, mala voluntad o un contraataque virulento: basta con añadir al final: «¿Cuál es tu problema?».

Lo que estas observaciones tienen de sorprendente es ¡hasta qué punto parecen ser normales! Todos sabemos exactamente cómo no nos gusta ser tratados. Por el contrario, nos resulta más difícil precisar cómo nos gustaría serlo, aunque podamos sentirnos inmediatamente agradecidos a alguien que se dirija a nosotros de una manera emocionalmente inteligente. Recuerdo una lección inesperada que recibí un día por teléfono. Esperaba desde hacía más de veinte minutos que la operadora de una compañía aérea me dijese dónde estaba mi reserva para un vuelo que debía tomar al mediodía. Impaciente y ansioso, cuando por fin me confesó que no la encontraba, me dejé llevar: «¿Cómo dice? ¡Pero qué disparate! ¿Qué hace ahí si es incapaz de encontrar una reserva?». En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras ya lo estaba lamentando. Me daba perfecta cuenta de que estaba a punto de poner en mi contra a la persona de la que más necesidad tenía para resolver mi problema. Pero ignoraba cómo salir de aquello. Pensé que sería ridículo disculparme (de hecho, nunca es demasiado tarde ni demasiado pronto, pero eso todavía no lo había comprendido). Con gran sorpresa por mi parte, fue ella la que me sacó de apuros: «Mire caballero, cuando levanta la voz me resulta imposible concentrarme para tratar de ayudarle». Tenía suerte, esa mujer acababa de ofrecerme la ocasión perfecta para disculparme sin perder la cara. Lo hice de inmediato, y, algunos segundos después, volvíamos a hablar como dos adultos que intentaban resolver un problema. Cuando le expliqué la importancia de este viaje para mí, la operadora se transformó en una sólida aliada e infringió una regla interna para darme un asiento, en principio bloqueado, en ese vuelo.

El psiquiatra era yo, pero la que había dominado perfectamente las emociones de la conversación había sido ella. Ese día, imaginé que regresó a su casa sin duda mucho más relajada que yo. Esta experiencia me incitó a iniciarme en la comunicación emocional no violenta. En efecto, nadie había considerado que era importante o útil que llegase a aprenderla...

El segundo jinete de Gottman, el más violento y peligroso para nuestro equilibrio límbico, es el menosprecio. El menosprecio se manifiesta efectivamente a través de insultos, de los más suaves —algunos dirían hipócritas—, tipo: «Su comportamiento es inapropiado», a los más clásicos y violentos, como: «Hija mía, eres una idiota», o: «Pobre tipo», o el más sencillo pero no menos notable: «Eres ridículo». El sarcasmo también puede hacer mucho daño, como cuando Fred le contesta a Ingrid: «Si fueses mi criada, la casa estaría en orden». El sarcasmo puede resultar gracioso en el cine (y aún), pero no lo es en la vida cotidiana. Precisamente son esos sarcasmos los que más utilizamos, a veces incluso con placer. Conozco a una gran periodista francesa que ha pasado más de quince años en análisis. Un día que hablábamos sobre la manera en que manejaba los conflictos, me confió: «Yo, cuando me siento agredida, intento destruir a mi adversario. Si puedo hacerle fosfatina, me siento contenta...».

Las expresiones del rostro suelen bastar para comunicar menosprecio: los ojos que giran hacia arriba en respuesta a lo que se acaba de decir, las comisuras de la boca que descienden junto con los ojos que se pliegan como reacción frente al otro... Cuando el que nos dirige esas señales es alguien con quien se vive o trabaja, atraviesan el corazón, como una flecha, y convierten en imposible cualquier posible resolución de la situación: ¿cómo razonar o hablar tranquilamente cuando el mensaje que se recibe es que no evocamos más que desagrado?

El tercer y el cuarto jinetes son el contraataque y la retirada total. Cuando se es atacado, el cerebro emocional ofrece dos soluciones: lucha o huida (la famosa reacción fight o flight descrita por el gran fisiólogo estadounidense Walter B. Cannon en la década de 1930). Ambas están grabadas en nuestros genes a través de millones de años de evolución. Y son efectivamente las dos opciones más eficaces para un insecto o un reptil... Ahora bien, sea cual fuere el conflicto, el problema del contraataque es que no conoce más que dos opciones. En el peor de los casos, conduce directamente a una escalada de la violencia: herida a causa de mi contraataque, la otra parte reacciona con violencia. Así ocurre en Oriente Medio, desde luego, pero también en todas las cocinas del mundo donde las parejas se desgarran. El ciclo se perpetúa hasta que se recurre a la separación física y permanente de los beligerantes: la destrucción de la relación; sea a través de una separación, divorcio... o un asesinato. En el mejor de los casos, el contraataque “tiene éxito”, y el otro queda vencido por nuestro verbo o —como a veces se permiten los padres con los hijos, y los hombres con las mujeres— ¡con un bofetón! La ley del más fuerte se ha impuesto, satisfaciendo al reptil que hay en nosotros. Pero esta victoria deja forzosamente al vencido herido y lastimado. Y esta herida no hace más que profundizar la sima emocional y agravar la dificultad de vivir juntos. Jamás un contraataque violento ha dado al otro deseos de deshacerse en sinceras excusas y de abrazarnos...

La otra opción, la retirada total, es una especialidad masculina que tiene el don de exasperar especialmente a las mujeres. Suele prefigurar la última fase de la desintegración de una relación, se trate de un matrimonio o de una colaboración profesional.

Tras semanas o meses de críticas, de ataques y contraataques, uno de los protagonistas acaba por abandonar el campo de batalla, en todo caso emocionalmente. Cuando el otro busca el contacto, quiere hablar, el primero se enfada, se mira los pies, o se oculta detrás del periódico, a la espera de que todo pase. El otro, exasperado por esta actitud que pretende ignorarlo por completo, habla cada vez más alto y acaba incluso gritando. Es la etapa de los platos volantes, o cuando es la mujer la que se ha transformado en “pared de ladrillos”, de los golpes a los que se arriesga. La violencia física es una tentativa desesperada de reanudar el vínculo con el otro, de hacer que comprenda que vivimos emocionalmente, que sienta nuestro dolor. Por supuesto, nunca vale la pena. Víctor Hugo[2] ilustró de manera soberbia este vano intento de quien nos ignora: el abad Frollo, para sentirse reconocido por Esméralda, que no hace más que ignorar y rechazar sus insinuaciones, acaba por torturarla, ¡para a continuación matarla! La retirada afectiva no es tampoco una manera afectiva de manejar los conflictos. Como ha demostrado Gottman, y Hugo antes que él, suele acabar bastante mal.

Decirlo todo sin violencia

Gracias al Love Lab de Seattle, se ha conseguido comprender con cierto nivel de detalles sin precedentes lo que ocurre en la cabeza y en el corazón de las personas en conflicto. Y cómo van derechos a estrellarse de cabeza. Naturalmente, existen todas las razones para creer que se trata de los mismos reflejos, los mismos errores, que minan el control de los conflictos conyugales, con nuestros hijos, padres, familia política, y sobre todo con nuestros superiores y nuestros compañeros de oficina. ¿Pero cuáles son los principios de la comunicación eficaz, la que consigue hacer llegar el mensaje sin alienar a su destinatario, y que, por el contrario, inspira respeto y le da ganas de ayudamos?

Uno de los maestros de la comunicación no violenta es el psicólogo Marshall Rosenberg. Nacido en Detroit en un barrio pobre y especialmente violento, desde muy joven le apasionaron las maneras inteligentes de resolución de desacuerdos sin pasar por la violencia. Ha enseñado y practicado en todas las circunstancias y regiones del mundo donde la gestión de conflictos es indispensable, se trate de escuelas de barrios desfavorecidos, de grandes empresas en proceso de reestructuración, de Oriente Medio o de África del Sur. El primer principio de la comunicación no violenta es sustituir todo juicio —es decir, toda crítica— por una observación objetiva. En lugar de decir: «Ha dado muestra de su incompetencia», o incluso: «Este informe no es bueno» —lo cual pone a nuestro interlocutor a la defensiva—, es preferible ser objetivo y preciso: «En este informe, hay tres ideas que me parece que no acaban de comunicar nuestro mensaje». Cuanto más preciso y objetivo, más posibilidades existen de que lo que decimos sea interpretado por el otro como una tentativa legítima de comunicación en lugar de una crítica potencial. Rosenberg cita un estudio que trata de la relación entre la literatura de un país y la violencia de sus habitantes: según éste, cuantas más obras contengan términos que clasifican a las personas —que los juzgan como “buenos” o “malos”—, más violencia se expresa libremente en las calles de ese país...67

El segundo principio es evitar todo juicio respecto del otro para concentrarse totalmente en lo que se siente. Ésa es la clave absoluta de la comunicación emocional. Si hablo de lo que siento, nadie puede discutírmelo. Si digo: «Llegas tarde, eres tan egoísta como siempre...», el otro no puede más que contestar a lo que digo. Por el contrario, si digo: «Habíamos quedado a las ocho y son las ocho y media. Es la segunda vez en un mes; cuando haces eso me siento frustrado e incluso humillado», la otra persona no podrá poner en cuestión mis sentimientos, ¡porque me pertenecen por completo! Todo el esfuerzo consiste en describir la situación con frases que empiecen por “yo” en lugar de por “tú” o por “vosotros”. Al hablar de mí, y solamente de mí, no estoy criticando a mi interlocutor, no le ataco, sino que estoy en la emoción y, por tanto, en la autenticidad y la apertura. Si soy honrado conmigo mismo, llegaré incluso a mostrarme vulnerable, para mostrarle el daño que me ha hecho. Vulnerable porque le habré desvelado una de mis debilidades. Pero, por lo general, es justamente este candor el que desarmará al adversario y le dará ganas de cooperar, en la medida en que él también desee conservar nuestra relación. Eso es exactamente lo que hacía Georges con su tía Esther («Cuando me llamas... me siento frustrado...»), o incluso la operadora de la compañía aérea («Cuando levanta la voz me resulta imposible concentrarme para tratar de ayudarle»). En ambos casos no hablan más que de dos cosas: lo que acababa de pasar objetivamente —y eso no se prestaba a discusión alguna— y lo que sentían. No se decía ni una palabra sobre lo que pensaban del otro porque eso no serviría de nada.

Según Rosenberg, resulta todavía más eficaz no sólo decir lo que se siente, sino también hacer al otro partícipe de la esperanza compartida que ha fracasado: «Cuando llegas tarde y resulta que teníamos una cita para ir juntos al cine, me siento frustrado porque me encanta poder ver el principio de la película. Para mí es importante poder aprovechar toda la sesión». O también: «Cuando no me llamas en una semana para contarme cómo te va, tengo miedo de que te haya pasado algo. Necesito saber que todo te va bien». O, en el contexto del trabajo: «Cuando se hace circular un documento con faltas de ortografía, me siento personalmente avergonzado porque tanto mi imagen como la de todo el equipo sufre. Nuestra imagen me importa mucho, así como nuestra reputación, sobre todo después de haber trabajado tanto para hacernos respetar».

Cuando enseño este enfoque de la comunicación a médicos jóvenes que tienen auténtica necesidad de controlar sus relaciones con pacientes difíciles, les doy un “algoritmo”, una especie de receta por etapas. Lo suelen apuntar sobre un plano que consultan cuando se preparan para una visita conflictiva. Rosenberg explica que uno de los participantes en un taller le contó un día la siguiente historia: había empezado a ayudarse mediante un plano de ese tipo para poner en práctica con sus hijos lo que había aprendido. Al principio, claro, resultaba un poco embarazoso, incluso francamente ridículo, y sus hijos no habían dejado de hacérselo notar. Consultó su plano, como todo buen principiante concienzudo, y les dijo: «Cuando me decís que soy ridículo porque hago un esfuerzo por intentar mejorar nuestras relaciones y desempeñar mejor mi papel de padre, me da mucha pena. Necesito sentir que para vosotros también es importante el que podamos hablar de manera distinta a como lo hacemos desde hace meses...». Eso funcionó y continuó así durante varias semanas. Hasta tal punto que acabó por dejar de utilizar el plano. Más tarde, un día, cuando discutía con sus hijos a propósito de la televisión, su temperamento había acabado ganando a sus resoluciones no violentas. Su hijo de cuatro años le había dicho, con cierta urgencia: «¡Papá, vete a buscar el plano!».

El plano de seis puntos

El plano que utilizo y que doy a los médicos jóvenes lleva la siguiente inscripción: «O.L.A.—C.E.E».[3] Estas iniciales resumen los seis puntos claves de un enfoque no violento que proporciona las mejores opciones para obtener lo que se desea, tanto en casa, como en el despacho, con la policía, e incluso con el mecánico del coche. Veamos qué significan dichas iniciales.

O de ORIGEN. Primero hay que asegurarse de que uno se dirige bien a la persona que es el origen del problema y que cuenta con los medios para resolverlo. Esto, que parece de cajón, no acostumbra a ser nuestra primer reacción. Si un compañero de trabajo me hace un comentario desagradable ante todo el equipo con motivo de mi trabajo (o mi compañera delante de mis amigos a propósito del salmón que he hecho demasiado), no servirá absolutamente de nada quejarme ante el resto de mis compañeros o a mi madre por teléfono, aunque eso sea precisamente de lo que tenga más ganas. Lo mejor que podría pasar en esos casos es que mi ofensor no oiga hablar nunca más del tema; y en el peor de los casos le dirán lo que yo comenté (con las deformaciones y exageraciones de rigor) y quedaré como un cobarde. Para ganarme su respeto y cambiar su comportamiento, deberé hablar con ese compañero o compañera. Y yo soy la única persona que puede hacerlo. Resulta mucho más difícil, seguro, y además no tengo ganas de hacerlo, pero es el único medio eficaz. Hay que dirigirse al origen del problema.

L de LUGAR Y MOMENTO. Siempre hay que intentar que la discusión se lleve a cabo en un lugar protegido y privado, y en un momento propicio. No suele ser buena idea enfrentarse a nuestro agresor, incluso si nuestra dolencia no es violenta, en público ni en el pasillo. Tampoco hay que iniciar esta conversación de inmediato, en caliente, ni cuando se está en una situación estresante. Es preferible elegir un lugar donde se pueda hablar con tranquilidad y asegurarse la disponibilidad de la persona a la que me vaya a dirigir.

A de APROXIMACIÓN AMISTOSA. Para hacerse entender, primero hay que asegurarse de que nos van a escuchar. ¿Existe un medio mejor de hacer fracasar la iniciativa que adoptar una actitud agresiva o un tono de voz demasiado perentorio? Como ha demostrado Gottman gracias a su Love Lab, si uno de los protagonistas se siente agredido, tiene tendencia a ahogarse en sus emociones incluso antes de iniciar la conversación. Tras la cual, no habrá remedio. Así pues, por el contrario, hay que intentar que el interlocutor esté cómodo desde las primeras palabras; hay que abrirle los oídos en lugar de cerrárselos. ¿Saben cuál es la palabra más agradable de la lengua francesa para entablar una conversación? ¡El nombre de la persona a la que nos dirigimos! Los psicólogos lo denominan el «fenómeno del cóctel»: nos encontramos en un cóctel, con todo el mundo hablando a nuestro alrededor, y no obstante estamos notablemente concentrados en la conversación que hemos iniciado con nuestro interlocutor. No escuchamos nada de los diálogos que transcurren alrededor: son filtrados y eliminados por la atención. Y hete aquí que, de repente, en otro grupo, alguien pronuncia nuestro nombre. En cuanto lo oímos giramos la cabeza. Nuestro nombre: esa palabra, más que cualquier otra, está como hecha a propósito para atraer nuestra atención. De la misma manera, veremos de inmediato nuestro nombre en medio de un texto, por denso que sea. Somos más receptivos a nuestro nombre que a cualquier otra palabra. Así pues, sea lo que fuere lo que tenemos que decirle a nuestro ofensor, hay que empezar a llamarle por su nombre, para a continuación hacer algún comentario amable, a condición de que sea cierto. No siempre será fácil de hallar, pero es muy importante. Si, por ejemplo, se trata de quejarnos por haber sido criticado en público por el jefe, podríamos decir: «Bertrand, aprecio todas las oportunidades de recibir retroalimentación de su parte. Eso me permite avanzar, progresar en mi trabajo». Recordemos también que eso es lo que Georges empezaba a decirle a Esther: «Esther, ya sabes la ilusión que me hace este viaje que vamos a hacer juntos y lo agradecido que estoy...». Eso no siempre resulta fácil. Las primeras veces nos raspará un tanto la lengua. Pero no obstante, valdrá la pena. Se nos abrirá la puerta de la comunicación.

C de COMPORTAMIENTO OBJETIVO. A continuación hay que entrar en el tema: levantar acta del comportamiento que motiva nuestra queja, limitándonos a una descripción de lo sucedido y nada más, sin la menor alusión a un juicio moral. Por tanto, habría que decir: «Como usted hizo eso», y eso es todo. No hay que decir: «Como usted se comportó como un pervertido», sino: «Como ha hecho usted alusión a mis pantalones cortos».

E de EMOCIÓN. La descripción de los hechos debe ir inmediatamente seguida de la emoción que se ha sentido. Ahí no se puede caer en la trampa de hablar de la propia cólera, que a menudo es la emoción más manifiesta. Así pues, no habría que decir: «Cuando usted dijo delante de todo el mundo que mi manera de vestir era ridícula (comportamiento objetivo), me encolericé», pues la cólera ya es una emoción dirigida hacia el otro, no la expresión de una herida íntima. Resulta más intenso y eficaz hablar de uno mismo: «Me sentí herida», o: «Me ha resultado humillante».

E de ESPERANZA FRUSTRADA. Uno podría aferrarse a la expresión de una emoción, pero todavía resulta más beneficioso continuar mencionando una esperanza frustrada, o la necesidad que se siente y que no ha sido satisfecha: «Necesito sentirme segura en la oficina, saber que no seré humillada ni herida a causa de comentarios cáusticos, sobre todo provenientes de alguien tan importante como usted». O, si se trata de nuestro cónyuge, que nos ha ignorado olímpicamente en el transcurso de una cena mundana: «Necesito sentirme en contacto contigo, sentir que te importo, incluso cuando estamos con amigos».

Sé perfectamente que esta manera de hacer tiene algo de surrealista, sobre todo cuando existen tan pocos modelos en nuestro entorno en los que inspirarnos. Uno se dice: «Sí, sería estupendo si pudiera hablar así, si me atreviese. Pero es imposible. No con mi jefe», o: «No con mi marido, mis hijos, mi suegra», etc.). El problema, pues, es simple. En una situación de conflicto sólo existen tres maneras de reaccionar: la pasividad (o la pasividad-agresividad), la reacción más corriente y menos satisfactoria; la agresividad, no mucho más eficaz y bastante más peligrosa; o bien la «asertividad», es decir, la comunicación emocional no violenta.

No obstante, existen circunstancias en las que más vale ser pasivo o agresivo que lanzarse al complejo proceso de la comunicación asertiva. Cuando el motivo es menor, por ejemplo, cuando no merece ni nuestro tiempo ni nuestra atención, resulta perfectamente legítimo ser pasivo, y aceptar un insulto, o dejarse manipular sin reaccionar. A menudo resulta más económico. Por el contrario, en situaciones de urgencia o peligro, es normal ser agresivo y dar órdenes sin explicaciones. Es la manera en la que funciona el ejército, justamente porque su razón de ser es hacer frente al peligro. Pero, sea cual fuere la situación, no hay más que tres reacciones posibles. Nos corresponde a nosotros mismos, en cada ocasión, elegir. En nuestras manos está el aceptar o no el desafío emocional.

Por fortuna, no todas las relaciones son conflictivas. El otro aspecto de la comunicación, generalmente descuidado, aunque es igualmente importante, es saber aprovechar las ocasiones de profundizar nuestra relación con los demás. Una de las maneras más simples de conseguirlo es saber estar totalmente presente cuando él (o ella) sufre y tiene necesidad de nuestra ayuda. También en esa situación resulta importante conocer las palabras que permiten comunicar la corriente emocional entre ambos cerebros de manera eficaz, sin que eso requiera demasiado tiempo. Para ello existe otra técnica. Es más fácil de utilizar; sin duda porque conlleva menos riesgos para nosotros.

Curación emocional
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