11. EL AMOR ES UNA NECESIDAD BIOLÓGICA
El desafío emocional
La madre de Marie le devuelve el boletín de las notas escolares: «Eres una nulidad. Nunca llegarás a nada. Suerte que tengo a tu hermana». La esposa de Jacques rompe un plato contra el borde del fregadero: «¡Me vas a escuchar de una vez! ¡Estoy harta de tener que gritar! ¿Cómo puedes ser tan egoísta?». Pocos días después de ser contratado, Edgar se informa en un departamento de su nueva empresa que no es el suyo. Un compañero de trabajo desconocido se le acerca y le dice: «No sé quién eres, pero aquí no tienes nada que hacer. Es mi territorio, ¡así que esfúmate!». Por tercera vez en la misma semana, los vecinos de Sophia están de fiesta hasta las dos de la madrugada. A la mañana siguiente, saca la basura a las siete haciendo todo el ruido posible: «Así aprenderán...», murmura por lo bajo.
Nada hace rechinar más los dientes de nuestro cerebro emocional que los conflictos con quienes forman parte de nuestro entorno directo. Tanto si se quiere como si no, los conflictos con nuestros vecinos —que después de todo, no son más que “extraños”— pueden afectarnos tanto como un rechinar de uñas sobre una pizarra.
Por el contrario, se nos deshace el corazón ante el espectáculo de un niño sonriente que coge de la mano a su padre para decirle, mirándole a los ojos: «Te quiero, papá». O ante la anciana en su lecho de muerte que mira a su marido y le confía: «He sido muy feliz contigo. No me arrepiento de nada. Puedo marcharme en paz. Y cuando sientas el viento sobre tu rostro, acuérdate que soy yo, que te estoy abrazando». O incluso frente al refugiado que abraza al médico de una organización humanitaria y que declara: «Es usted un enviado de Dios. Tenía mucho miedo, ¡pero ha salvado usted a mi hija!».
Tanto en un caso como en el otro reaccionamos ante la relación afectiva entre seres humanos. Cuando las personas se violentan emocionalmente, sufrimos, incluso cuando no somos más que simples testigos. Cuando explican lo que sienten («Te quiero», «He sido feliz», «Tenía miedo») y utilizan esa sensación para aproximarse, para tocarse el corazón, nos conmovemos. Los realizadores cinematográficos y los publicitarios cuentan con una intuición perfecta sobre qué nos hace reaccionar en ese sentido. Siempre se intenta que compremos café, por ejemplo, sugiriéndonos que su aroma acerca a los amigos, las parejas, o a una madre y a su hija. Hasta tal extremo que incluso los deprimidos declaran haber vertido lágrimas durante los intermedios publicitarios de la televisión. Por lo general no saben por qué. Pero es porque acaban de ser testigos de una escena de afecto entre dos seres, y precisamente ese sentimiento de conexión, de intimidad, es lo que más les falta.
En los últimos treinta años, la tasa de depresión no ha cesado de aumentar en las sociedades occidentales. En el curso de los últimos diez años, el consumo de antidepresivos se ha doblado en la mayoría de los países occidentales avanzados.1 Estos datos son tan crudos que la mayoría de nosotros y de nuestras instituciones prefiere no pensar en ello. Seguimos negándolo felizmente y hacemos buenas provisiones de Prozac. Nos decimos a nosotros mismos que algún día todo esto se solucionará. Pero las cosas siguen sin solucionarse. Están empeorando. Si alguien me preguntara dónde comenzar para invertir esta tendencia, respondería que debemos confrontar la violencia en las relaciones cotidianas, en las parejas, con nuestros hijos, con nuestros vecinos, en el lugar de trabajo.2 Debemos volvernos más respetuosos con las necesidades de armonía y comunicación de nuestro cerebro emocional. No hay modo de evitar lo que la evolución nos lleva a querer y a sentir en las relaciones.
La psicología del afecto
Hay toda una parte del cerebro emocional que distingue a los mamíferos de los reptiles. Desde el punto de vista de la evolución, la diferencia esencial radica en que los mamíferos echan al mundo una descendencia vulnerable e incapaz de sobrevivir durante algunos días, semanas o años sin la atención constante de los padres. El caso extremo es la especie humana, cuyos bebés son los más inmaduros y necesitan la inversión parental más larga. Entre nosotros, al igual que entre los mamíferos, la evolución ha creado, pues, estructuras límbicas del cerebro que nos hacen particularmente sensibles a las necesidades de nuestros hijos.[1] La evolución ha cableado en nuestro cerebro el instinto que nos hace responder a sus necesidades: alimentarlos, darles calor, acariciarlos, protegerlos, enseñarles cómo recolectar, cazar, defenderse. Este acoplamiento, construido a fin de asegurar la relación indispensable para la supervivencia de la especie —y sobre todo robusta y eficaz— conforma la base de nuestra profunda capacidad para formar vínculos sociales, para relacionarnos con los demás: familia, horda, tribu, etc.
Una región específica de nuestro cerebro emocional es también responsable de los llantos de desamparo que emitimos —de bebés— en cuanto nos separamos de aquellos a los que estamos apegados.3 Asimismo es la responsable de nuestra reacción instintiva frente a dichos llantos. Desde el nacimiento, el cerebro emocional del bebé emite una llamada: «¿Estás ahí?». Y una y otra vez el de la madre le contesta: «¡Sí, aquí estoy!». Estos lloros y nuestra respuesta instintiva constituyen el «arco reflejo» de las relaciones entre los seres, tanto si son animales como humanos, la base sobre la que se levanta toda la comunicación oral, todo el canto de los pájaros, todos los mugidos, bramidos, ululatos, ladridos, maullidos, chillidos, y toda la poesía y las canciones de los seres humanos. Ahí es donde, sin duda, se hallan las raíces de la notable capacidad de la música para evocar emociones: opera directamente sobre el cerebro emocional, mucho mejor de lo que lo hacen las palabras o las matemáticas.
Esta comunicación límbica no existe entre los reptiles. Y en cierto sentido, es mejor para ellos: si los bebés lagartos, cocodrilos o serpientes hicieran saber a sus padres dónde estaban, se los comerían crudos. Lo mismo vale para los tiburones, mientras que los mamíferos delfines o ballenas se comunican constantemente mediante sonidos con sus pequeños, y estos mamíferos marinos cuentan con cantos que algunos científicos no dudan en comparar con el lenguaje. De hecho, es posible mantener relaciones afectivas con casi todos los mamíferos y buen número de aves (las cotorras y loritos están entre los animales domésticos más afectuosos), pero ni una boa ni una iguana responderían de la misma manera al afecto que pudiera manifestárseles...
El cerebro emocional está, pues, construido para emitir y recibir mediante el canal del afecto. Este tipo de comunicación desempeña un papel esencial en la supervivencia del organismo, y no solamente en lo que concierne a la alimentación y el calor. El contacto emocional es, para los mamíferos, una auténtica necesidad biológica, como los alimentos y el oxígeno. Algo que la ciencia ha redescubierto sin saberlo.
El amor es una necesidad biológica
En la década de 1980, los progresos de la reanimación permitieron mantener con vida a recién nacidos cada vez más prematuros. En incubadoras herméticas provistas de lámparas ultravioletas, las condiciones de vida artificial podían regularse con la precisión necesaria para permitir la supervivencia de esas pequeñas formas humanas que los internos llaman en son de burla afectuosa: «las gambitas». Pero por entonces no se era consciente de que el frágil sistema nervioso de esos bebés no soportaba nada bien las manipulaciones necesarias para su cuidado. Entonces se aprendió a cuidarlos sin contacto físico. Y en el exterior de las incubadoras han aparecido unos carteles: «NO TOCAR».
Los lloros de desamparo que se oían procedentes de las incubadoras, a pesar de la insonorización, le encogían el corazón incluso a las enfermeras más indiferentes, aunque los ignoraban de manera disciplinada. Pero a pesar de la temperatura ideal, de que las condiciones de oxígeno y de humedad estuviesen perfectamente controladas, de una alimentación medida al miligramo, y de los UV..., ¡los bebés no crecían! Científicamente era un misterio, casi un desaire. ¿Cómo era posible que, a pesar de unas condiciones tan perfectas, la naturaleza se negase a cooperar?
Los médicos e investigadores se interrogaron al respecto y constataron que una vez salidos de la incubadora, los niños —es decir, los que habían sobrevivido— aumentaban rápidamente de peso. Pero un día, en una unidad de neonatología estadounidense, se observó que ciertos bebés, incluso en la incubadora, parecían crecer con normalidad. No obstante, no había nada distinto en los protocolos de los cuidados. Nada... o casi nada.
Una investigación reveló, para asombro de los médicos clínicos, que todos los niños que crecían eran llevados por una misma enfermera de noche que acababa de comenzar a trabajar en el servicio. Preguntada, la joven primero lo dudó, pero luego acabó confesando: era incapaz de soportar el llanto de sus pequeños pacientes. Primero con inquietud, pues estaba prohibido, y luego con una creciente seguridad a la vista de los resultados, había empezado, hacía unas semanas, a acariciar la espalda de los bebés para calmar su llanto. Como no se producía ninguna de las reacciones negativas contra las que le habían advertido, siguió con sus caricias.
Después, en la Universidad de Duke, el profesor Schonberg y su equipo confirmaron este resultado en una serie de experiencias realizadas en ratones aislados al nacer. Han demostrado que en ausencia de contacto físico todas las células del organismo se niegan literalmente a desarrollarse. En todas las células, la parte del genoma responsable de la producción de las enzimas necesarias para el crecimiento cesa de expresarse, y el cuerpo en su conjunto entra en una especie de estado de hibernación. Por el contrario, si se acaricia suavemente la espalda de cada ratoncito mediante un pincel húmedo que imite los lamidos de la lengua que prodiga toda mamá rata en respuesta a las llamadas de sus pequeños, se reanuda la producción de enzimas de inmediato, así como el crecimiento. El contacto emocional es realmente un factor necesario para el crecimiento, e incluso para la supervivencia.4
Hacia mediados del siglo xx, en los primeros orfelinatos modernos, también se ordenaba a las enfermeras que no tocasen a los niños, ni jugasen con ellos, por temor a las enfermedades contagiosas. A pesar de los impecables cuidados que recibían en las áreas física y alimenticia, el 40% de los que atrapaban el sarampión acababan muriendo. En el exterior de estos orfelinatos tan “higiénicos”, menos de un niño de cada cien sucumbía a esta enfermedad por lo general benigna.5
En 1981, David Hubel y Torsten Wiesel, dos investigadores de Harvard, recibieron el premio Nobel de Medicina por sus trabajos pioneros acerca del funcionamiento del sistema visual. Establecieron, entre otras cosas, que el córtex visual no se desarrolla con normalidad más que si es suficientemente estimulado durante un período crítico, al principio de la vida.6 Ahora estamos a punto de descubrir que lo mismo vale para el cerebro emocional. Los penosos orfelinatos rumanos, donde los niños a veces permanecían atados a la cama y alimentados como animales, han aportado en el transcurso de estos últimos años otra demostración sorprendente de lo que les sucede a niños de nuestra especie cuando no reciben alimento afectivo: la mayoría mueren. Más tarde, investigadores de Detroit han demostrado que, entre los huerfanitos rumanos que han sobrevivido, el cerebro emocional suele estar atrofiado, sin duda de manera irreversible.7
El doctor Hofer descubrió por casualidad cómo se desordena la fisiología de los mamíferos cuando se degradan las relaciones afectivas. Estudiaba la fisiología de los bebés ratas cuando una mañana se dio cuenta de que una de las mamás ratas había abandonado su jaula durante la noche. Las ratitas abandonadas a su suerte presentaban un ritmo cardíaco dos veces inferior al normal. Hofer primero pensó que se debía a la falta de calor. Para verificar su hipótesis desarrolló un aparatito calefactor en un calcetín y lo colocó en medio de los ratoncitos sin pelo. Con gran sorpresa por su parte, eso no cambió nada. De experimento en experimento, Hofer pudo demostrar que el ritmo cardíaco no sólo estaba vinculado a la presencia reguladora de la madre (de hecho, a la expresión de su amor maternal), sino a más de quince funciones fisiológicas, entre ellas los períodos de sueño y despertar nocturno, la tensión arterial, la temperatura del cuerpo, e incluso la actividad de células inmunitarias como los linfocitos B y T, defensores del organismo contra toda infección (véase figura 5).8 Al final llegó al siguiente y sorprendente resultado: la principal fuente de regulación biológica para esos ratoncitos era... el amor de su madre.
Figura 5: El amor materno y la fisiología del recién nacido. En el curso de las horas que siguen a su separación de la madre, la fisiología de un ratoncito queda literalmente hecha pedazos. En el estado «normal», las diversas funciones corporales del ratoncito están alineadas entre sí. Tras la separación todo se desajusta, como si los eslabones de la fisiología del recién nacido se desarticulasen (esta ilustración está inspirada en Hofer, 1995).
Entre los seres humanos, se ha establecido que la calidad de la relación entre los padres y su hijo, definida por el grado de empatia de los padres y de respuesta a sus necesidades emocionales, determina, varios años más tarde, la tonicidad de su sistema parasimpático, es decir, el factor preciso que favorece la coherencia del ritmo cardíaco y permite resistir mejor el estrés y la depresión...9
«¿Le manifiesta amor su esposa?»
Actualmente está establecido que el equilibrio fisiológico de los bebés mamíferos, incluidos los seres humanos, depende del afecto que se les proporcione. ¿Resulta, pues, sorprendente que eso también valga para los adultos?
Un estudio aparecido en el British Medical Journal ha mostrado que la supervivencia media de hombres mayores que habían perdido a su esposa era mucho menor que la de otros hombres de la misma edad cuya esposa todavía vivía.10 Según otro estudio, los hombres que padecían enfermedades cardiovasculares y que habían respondido «sí» a la pregunta: «¿Le manifiesta amor su esposa?», tenían dos veces menos síntomas que los otros. Y cuantos más factores de riesgo acumulaban estos hombres (colesterol, hipertensión, estrés), más protector parecía ser el efecto del amor de su esposa." Fenómeno inverso: ocho mil cien hombres con buena salud fueron estudiados durante cinco años. Los que al principio del estudio se reconocieron en la afirmación: «Mi esposa no me ama», desarrollaron tres veces más úlceras que los otros. Según este estudio, más vale ser fumador, hipertenso o estresado que no ser amado por la propia esposa.12 Entre las mujeres, los beneficios del apoyo emocional son igualmente importantes. De mil mujeres a las que se acababa de diagnosticar un cáncer de mama, entre las que se declaraban faltas de afecto en su vida se contabilizaron dos veces más defunciones al cabo de cinco años.13 Incluso entre las mujeres sanas, las que a menudo se sentían “desatendidas” por su marido, sufrían con más frecuencia resfriados, cistitis y trastornos intestinales que aquellas con una vida de pareja armoniosa.14 Las mujeres que viven juntas, o incluso que comparten simplemente una oficina, suelen observar que sus ciclos menstruales se sincronizan.15 Pero el fenómeno queda reforzado cuando entre ellas existe un auténtico vínculo afectivo, cuando son amigas en lugar de simples coinquilinas o compañeras de trabajo.
La lección que puede extraerse de estos estudios es simple: la fisiología de los mamíferos sociales no es independiente de todo el resto. Su regulación óptima depende en cada momento de las relaciones que tengamos con los demás, sobre todo con las personas más próximas emocionalmente. En un maravilloso librito sobre el cerebro emocional y sus funciones, poéticamente titulado Une théorie générale de l’amour, Lewis, Amini y Lannon, tres psiquiatras de la Universidad de San Francisco, han bautizado dicho fenómeno: regulación límbica. En sus propias palabras: «La relación (afectiva) es un concepto tan real y determinante como cualquier medicamento o intervención quirúrgica».16
Pero, todo parece indicar que es una idea que todavía no acaba de ser aceptada. Aunque esté perfectamente establecida de manera científica, tal vez porque no hace vender medicamentos.
Cuando los animales nos cuidan
En el hospital, en Pittsburgh, me solían pedir mi opinión antes de dejar volver a casa a una persona anciana deprimida a la que le habían hecho un bypass, o que se recuperaba de una fractura de fémur. En general, yo era el último en ser consultado, y los colegas que me habían precedido ya habían prescrito una larga lista de medicamentos: antiarrítmicos, antihipertensores, antiinflamatorios, antiácidos, etc. Se esperaba que yo interpretase mi papel y que añadiese mi propio “anti”: un antidepresivo o un ansiolítico (antiansiedad)...
No obstante, por lo general, la causa de la depresión estaba clara: este anciano o esa vieja dama vivían solos desde hacía años, sin salir mucho a causa de una salud frágil, sin ver tampoco a sus hijos ni nietos, que se habían trasladado a California, Boston o Nueva York, que no jugaba al bingo con sus amigos y que se dejaba marchitar viendo la televisión. ¿Por qué razón ese paciente querría ocuparse de sí mismo? Y aunque un antidepresivo le hubiese sentado bien, ¿estaba seguro de que se lo tomaría cada día? Sin duda ocurriría como con el resto de pastillas, ya difíciles de distinguir unas de otras y de ingerir como se las recetaron... Verdaderamente no tenía ningunas ganas de añadir mi granito de sal a tanta confusión. Los medicamentos no son «reguladores límbicos». Así pues, reuniendo todo el valor que podía, escribía mi recomendación en el historial médico: «En cuanto a su depresión, lo más beneficioso para este paciente sería procurarse un perro (un perrito, claro, para minimizar los riesgos de caída). Si el paciente considera que le daría demasiado trabajo, entonces bastará con un gato, que no tiene necesidad de salir. Si eso también fuese demasiado, entonces un pájaro o un pez. Si el paciente también lo rechazase, entonces recomendaría una bonita planta de interior».
Al principio recibía llamadas de teléfono un tanto irritadas por parte de los internos de los servicios de cirugía ortopédica o cardiovascular: «Le hemos consultado para que nos recomendase un antidepresivo, ¡no un parque zoológico! ¿Qué quiere que le escribamos en la receta? ¡En las farmacias no hay animales domésticos!». Y como a pesar de todo, mis explicaciones no parecían convencer a nadie, excepto a mí mismo, acababan por recetar ellos mismos un antidepresivo. Sin duda estaban convencidos de apoyar así la causa de la medicina moderna y científica frente al oscurantismo siempre amenazador de una medicina de «remedios de la abuela»...
No tardé en comprender que mi enfoque no resultaba eficaz y que acabaría haciéndome una reputación muy mala. Así qué recurrí a una hoja impresa en la que había resumido distintos estudios científicos sobre el tema, y que añadía a mis conclusiones en el historial médico. Esperaba, de esta manera, llevar al conocimiento de mis colegas ciertos resultados notables que parecían ignorar. Como los de ese estudio publicado en el American Journal of Cardiology, según el cual se había estudiado durante más de un año a hombres y mujeres cuyo infarto hubiera estado acompañado de peligrosas arritmias. Quienes poseían un animal doméstico contaban con seis veces menos posibilidades de morir, en el siguiente año, que los demás.17 O también los de ese otro estudio, según el cual las personas ancianas que contaban con un animal doméstico disponían de más resistencia psicológica frente a las dificultades de la vida y visitaban mucho menos a su médico.18 Sin olvidar los de otro estudio de un grupo de Harvard, según el cual el simple hecho de ocuparse de una planta reducía a la mitad la mortalidad de los pensionistas que vivían en las residencias de ancianos.19 Ni el llevado a cabo con enfermos de sida, que mostraba que los propietarios de un perro o de un gato estaban más protegidos frente a la depresión.20 Finalmente, hacía referencia al evangelio de mis interlocutores: el sacrosanto Journal of the American Medical Association. En 1996, esta revista publicó un estudio que mostraba que las personas incapacitadas hasta el punto de no poder casi desplazarse —como los pacientes ancianos a los que me pedían visitar— eran más felices, contaban con una autoestima mayor y con una red de relaciones mucho más desarrollada si estaban acompañados por un perro.21 De hecho, también se ha demostrado que la simple presencia al lado de un animal nos torna “más atractivos” a los ojos de los demás.22
Incluso los corredores de Bolsa se encuentran mejor si cuentan con un animal doméstico. Es uno de los trabajos más estresantes que existen: víctimas constantes de las fluctuaciones del mercado, sobre el que carecen de todo control, debiendo, a pesar de todo, cumplir con sus cuotas de ventas. ¿Qué tiene de sorprendente que una buena parte de ellos sufra de hipertensión arterial precoz? El doctor Alien, de la Universidad de Buffalo, ha realizado un estudio poco convencional sobre un grupo de corredores de Bolsa de su ciudad. Los medicamentos contra la hipertensión que les recetaban les hacían efectivamente bajar la tensión por debajo del alarmante umbral de 16−10, al que podía llegar. No obstante, eso no impedía las subidas de tensión en los momentos de estrés. El doctor Alien le propuso a la mitad de entre ellos que se llevasen a casa un perro o un gato (tenían derecho a elegir el animal). Seis meses después, los resultados hablaban por sí mismos: quienes tenían un animal doméstico no reaccionaban más al estrés de la misma manera. No sólo tenían una tensión arterial estabilizada incluso en período de estrés, sino que su efectividad en ciertas tareas —cálculo mental rápido, exposición frente al público— era claramente mejor: cometían menos errores, como si pudieran controlar mejor sus emociones y, por tanto, su concentración.23 En otro estudio, el doctor Alien pudo demostrar que las mujeres ancianas (más de 70 años) que viven solas pero con un animal familiar tienen la misma tensión arterial que las mujeres de 25 años que cuentan con una vida social activa.24
Mi “informe adjunto” demostró ser muy eficaz: nunca más se me hizo el mínimo comentario y dejé de oír risas burlonas a mi espalda cuando anotaba una de mis recomendaciones “zoológicas” en el historial de uno de sus enfermos. Por el contrario, no creo que ni un solo paciente haya regresado a su casa sin su receta de Prozac, ni con un gato... Científicamente establecida o no, la idea de que la relación afectiva es en sí misma una intervención fisiológica comparable a un medicamento todavía no se ha abierto camino en medicina.
Los perros de Sarajevo
Los propietarios de un animal doméstico no necesitan que se les demuestre lo que sienten en su vida a diario. Incluso en circunstancias extraordinarias. En 1993, Sarajevo vivía bajo las bombas y la constante amenaza de los francotiradores. Aparte de algunas raciones humanitarias, no había nada que comer desde hacía casi un año. Todas las tiendas habían sido saqueadas, no quedaba ni una ventana intacta, los parques de la ciudad se habían convertido en cementerios donde apenas quedaban sitios. No se podía salir a la calle por miedo a recibir una bala perdida o ser víctima de otro francotirador. No obstante, en esa ciudad agotada y agonizante, donde los únicos sobresaltos eran el estruendo de la guerra, se veía todavía a algún hombre, a alguna mujer, o a algún niño paseando a su perro. «Hay que sacarle —decía un hombre en la calle—, y además, en momentos así, uno se olvida un poco de la guerra; cuando uno se consagra a otra cosa puede olvidarla.»
En la única habitación todavía intacta de su apartamento, una pareja anciana había metido a una perra y un gato que hallaron agonizantes en la calle al principio del sitio. Pensaban que podrían soltarlos al cabo de unas semanas, cuando estuviesen mejor. Un año después seguían allí. Nadja y Thomaslov compartían con esos animales las magras raciones que podían procurarse de vez en cuando. El gato prefería la leche en polvo de los paquetes humanitarios franceses —«Es un marqués», decían, sonriendo—, pero cuando tenía hambre de veras, aceptaba las raciones norteamericanas que eran algo más fáciles de encontrar. La perra había tenido siete cachorrillos delante del edificio. Cinco habían sobrevivido porque los residentes les suministraban restos cuando podían. «Nosotros nos ocupamos de ellos porque tenemos necesidad de saber que algo vive a nuestro alrededor. Siempre que podemos también les echamos de comer a los pájaros. Eso nos recuerda la paz, ¿sabe? La paz normal, la paz cotidiana, como antes. Hay que aferrarse y creer que sobreviviremos.»25 Eso sucedía en Sarajevo, en 1993. En medio de la pesadilla, cuando falta de todo, hay algo que todavía queda: la relación afectiva, incluso con un perro. Poder seguir dando. Para sentirse humano. Sentir que todavía se cuenta para alguien. Y eso es más fuerte que el hambre, que el miedo.
Cuando se perturban esas relaciones, nuestra fisiología se degrada, y lo sentimos como si se tratase de un dolor. Es un dolor afectivo, pero un dolor, a menudo más intenso, por otra parte, que el sufrimiento físico. Esta llave de nuestro cerebro emocional no depende únicamente del amor de nuestro compañero o compañera. Depende de la calidad de todas nuestras relaciones afectivas. Con nuestros hijos, padres, hermanos y hermanas, amigos, animales. Pues lo que importa es el sentimiento de poder ser uno mismo, completamente, con alguien más. De poderse mostrar débil y vulnerable al igual que fuerte y radiante. De poder reír y también llorar. De sentirse comprendido en las emociones. De saberse útil e importante para alguien. Y de tener un mínimo de contactos físicos cálidos. Simplemente, de ser amado. Como todas las plantas que se giran hacia la luz del sol, también nosotros tenemos necesidad de la luz del amor y de la amistad. Sin ella nos hundimos en la ansiedad y la depresión. Pero en nuestra sociedad hay constantemente fuerzas centrífugas trabajando para separarnos unos de otros. Y cuando no nos separan, a menudo nos incitan a vivir en la violencia de las palabras en lugar del afecto. Para controlar mejor nuestra fisiología, debemos aprender a manejar mejor todas nuestras relaciones con los demás.
Y eso es posible, por poco que valga la pena aprender las bases de lo que se podría denominar la «comunicación emocional».