5. LA AUTOCURACIÓN DE LOS GRANDES DOLORES: LA INTEGRACIÓN NEUROEMOCIONAL MEDIANTE MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR)

La cicatriz del dolor

Tras un año de amor idílico, Pierre, el hombre con el que Sarah estaba segura que acabaría casándose, la había abandonado brutalmente. Ninguna nube ensombrecía su relación. Sus cuerpos parecían estar hechos el uno para el otro, y sus espíritus, vivos y curiosos (ambos eran abogados), estaban totalmente de acuerdo. A ella le gustaba todo en él, su olor, su voz, su sonrisa, que restallaba a todas horas. A Sarah incluso le gustaban sus futuros suegros. Su futuro juntos parecía estar trazado. Pero un día, Pierre llamó a su puerta con un naranjo entre los brazos envuelto en una gran cinta y una carta fría y dura en la mano, que llevaba escritas las palabras que él no podía pronunciar. Pierre había vuelto con su antigua compañera, católica practicante como él, con la que iba a casarse. Su decisión, decía la carta, era irrevocable.

Después de eso, Sarah no volvió a ser la misma. Ella, que siempre había sido sólida como una piedra, empezó a padecer ataques de ansiedad en cuanto se acordaba de lo que le había sucedido. No pudo volver a sentarse nunca más junto a un árbol de interior, sobre todo cerca de un naranjo. El corazón le brincaba en el pecho cuando sostenía un sobre en el que aparecía escrito su nombre a mano. A veces, sin razón aparente, tenía “fogonazos”: veía pasar frente a sus ojos aquel horrible momento. Por la noche, solía soñar con Pierre, sobre todo con su despedida, y a veces se despertaba sobresaltada. No volvió a vestir de la misma manera, ni a andar igual, ni a sonreír de la misma manera. Y, durante mucho tiempo, fue incapaz de hablar de lo sucedido. Por vergüenza —¿cómo podía haberse equivocado tanto?—, y también porque el mínimo recuerdo le hacía llorar. Daba la impresión de que incluso le resultaba imposible hallar las palabras para describir el episodio. Las pocas que le venían a la mente parecían desabridas y sin relación con la verdadera dimensión del suceso.

Como demuestra la historia de Sarah —y como todos sabemos más o menos directamente—, los sucesos más dolorosos dejan una marca profunda en nuestro cerebro. Un estudio del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Harvard ha permitido incluso ver a qué se parece esta huella. En ese estudio se pedía a pacientes que hubieran sufrido un traumatismo emocional que escuchasen una descripción de lo que les había sucedido y durante la cual se registrarían las reacciones de su cerebro en un escáner por emisión de positrones (conocido como “PET sean”). Igual que Sarah, todas esas personas sufrían lo que los psiquiatras denominan «estado de estrés postraumático» (o EEPT). El escáner permitía visualizar las partes de su cerebro que se hallaban activadas o desactivadas durante esos minutos de terror revivido (véase ilustración nº 4).

Los resultados hablaron por sí mismos: la región de la amígdala, el núcleo reptiliano del miedo en el corazón del cerebro emocional, aparecía claramente activada. Y extrañamente, el córtex visual también mostraba una activación muy intensa, como si estos pacientes mirasen una foto de la escena en lugar de escuchar simplemente el relato. Y, lo que todavía resultó más fascinante, las imágenes mostraron una “desactivación” —una especie de anestesia— del área de Broca, la región del cerebro responsable del lenguaje. Era como una “firma” neurológica de lo que las personas que sufren de EEPT repiten tan a menudo: «No hallo las palabras para describir lo que he vivido».1

Los psiquiatras y psicoanalistas lo saben muy bien: las cicatrices dejadas en el cerebro por los accidentes más difíciles de la vida no se borran con facilidad. Hay veces en que los pacientes continúan mostrando síntomas decenas de años después del traumatismo inicial. Es algo corriente entre los antiguos combatientes, así como entre los supervivientes de los campos de concentración. Pero también es cierto en lo relativo a traumatismos de la vida civil. Según un estudio reciente, la mayoría de las mujeres que sufren de un EEPT a raíz de una agresión (la violación es la más corriente, pero también el robo) continúan presentando los rigurosos criterios de este diagnóstico al cabo de diez años.2 Lo más intrigante es que la mayoría de esos pacientes saben perfectamente que no deberían sentirse tan mal. Son conscientes, claro está, de que la guerra finalizó, de que los campos de concentración no son más que una pesadilla del pasado, que la violación ya sólo es un recuerdo, aunque atroz. Saben que ya no corren peligro. Lo saben, pero no lo sienten.

Una huella imborrable

Incluso sin haber padecido estos traumatismos “con T mayúscula” a los que se aplica el diagnóstico de EEPT, todos conocemos el fenómeno por haber vivido múltiples traumatismos “con t minúscula”. ¿Quién no ha sido humillado por un profesor desabrido en la escuela elemental? ¿A quién no le ha abandonado una novia o un novio sin piedad? En otro orden de cosas, más sombrío, muchas mujeres han abortado involuntariamente, muchas personas han perdido su empleo de manera brutal, eso sin contar a las innumerables personas que les cuesta superar el divorcio o la muerte de un ser querido.

En esas situaciones uno piensa y repiensa; se escuchan los consejos de los amigos y de los padres; se leen artículos relacionados en la prensa, e incluso se compran libros sobre el tema. Todo ello ayuda, a menudo mucho, a pensar en la situación, y se sabe perfectamente lo que debería sentirse ahora que la hemos dejado atrás. Y no obstante, se está como arrinconado: nuestras emociones van con retraso; continúan apegadas al pasado cuando ya ha pasado el tiempo suficiente como para que nuestra visión racional de la situación haya evolucionado. El hombre que ha sufrido un accidente de coche continúa sintiéndose incómodo y tenso cuando circula por la autopista, aunque sepa que hace años que pasa por allí para ir a casa sin que le haya pasado nada. La mujer que ha sido violada continúa sintiéndose bloqueada cuando se encuentra en el lecho con el hombre que ama, aunque el afecto que le tiene y su deseo de intimidad física no alberguen duda alguna en su espíritu. Pero todo sucede como si las partes del cerebro cognitivo que contienen todo el saber apropiado no llegasen a entrar en contacto con las zonas del cerebro emocional marcadas por el traumatismo, que continúan evocando las emociones dolorosas.

En un laboratorio de la Universidad de Nueva York, un investigador oriundo de Luisiana ha explicado de una manera totalmente distinta la forma en que esas huellas emocionales se organizan en el cerebro. De niño, Joseph LeDoux observaba a su padre carnicero vender sesos de bovinos. Su fascinación por la estructura de este órgano continúa hasta hoy. Tras varios años de estudiar la diferencia entre los cerebros derecho e izquierdo, LeDoux quiso comprender la relación entre el cerebro emocional y el cerebro cognitivo. Fue uno de los primeros en demostrar que las reacciones de miedo no pasaban por el neocórtex. Descubrió que, cuando un animal aprende a tener miedo de algo, la huella se forma directamente en el cerebro emocional.3

En estos estudios, unas ratas son introducidas en una jaula cuyo suelo posee un revestimiento eléctrico. Cada vez que suena un timbre, las ratas reciben una pequeña descarga eléctrica en las patas. Tras algunos timbres y descargas, aprenden a paralizarse cuando escuchan el timbre. Aunque el experimento cese durante un tiempo, el miedo de las ratas persiste, incluso transcurridos varios meses antes de volver a escuchar el timbre (o cualquier sonido que se le parezca). No obstante, es posible hacer “psicoterapia” con las ratas: basta con hacer sonar el timbre una y otra vez sin que tras él sobrevenga la descarga eléctrica. Esta “terapia de exposición”, una forma de terapia conductista, es famosa por “extinguir” el reflejo del miedo. Tras un número suficiente de sesiones de este tipo, todo parece indicar que las ratas han aprendido a dejar de tener miedo al timbre, pues éste deja de estar asociado a la descarga eléctrica. Incluso en presencia del timbre, se dedican simplemente a sus actividades habituales. Este hallazgo, uno de los resultados más viejos de la literatura cásica condicionante, se conoce desde Pavlov como la “extinción” del reflejo del miedo mediante la “exposición”.4 En general, parece como si la huella del miedo haya sido borrada de los cerebros emocionales de las ratas. No obstante, la realidad es muy distinta.

LeDoux, y otros científicos que han trabajado con él, tales como el doctor Greg Quirk, ahora en la Ponce School of Medicine, han descubierto que la huella en el cerebro emocional no desaparece jamás. Las ratas se comportan “como si” no tuvieran miedo sólo mientras el córtex anterior bloquea activamente la respuesta automática del cerebro emocional. En cuanto se debilita el control del neocórtex, regresa el miedo, incluso después de la “terapia”.5 El doctor LeDoux habla también de la “indelebilidad” de los recuerdos emocionales.6 La “terapia de exposición”, que parece convenir muy bien a las ratas en el inicio, parece dejar intacta la respuesta al miedo en el cerebro emocional, lista para ser reactivada. Extrapolando estos resultados a los seres humanos, se comprende cómo pueden permanecer durante años las cicatrices en el cerebro emocional, dispuestas a reactivarse.

Pauline, a la que conocí cuando ella tenía 60 años, era el ejemplo viviente de la trágica persistencia de las huellas del miedo en el cerebro emocional. Me consultó porque no soportaba la presencia de su nuevo jefe de servicio después de que hubiera cambiado de lugar de trabajo. No obstante, ella se daba cuenta de que el comportamiento del nuevo jefe no tenía nada de anormal: el problema radicaba en ella. Dos semanas antes, la presencia del jefe a su espalda la había afectado de tal manera que había sido incapaz de proseguir su conversación telefónica con un importante cliente. Diez años antes, ya había perdido su empleo por primera vez a causa del mismo problema. Ahora estaba decidida a comprender qué era lo que ocurría, y a superarlo. Descubrí con bastante rapidez que había tenido un padre distante, colérico, y a veces violento. Le había pegado en varias ocasiones. Le pedí que me describiese una de esas escenas. Pauline me contó que un día, cuando tenía cinco años, su padre regresó a casa en un coche nuevo que le gustaba mucho. Como estaba de un humor excelente, ella había querido aprovecharlo y acercarse a él para compartir su alegría, y había decidido hacer que el coche brillase todavía más. Su padre había entrado en casa, y ella había tomado un balde y una esponja y se había puesto a frotar con todo el entusiasmo de que era capaz una niña que quería agradar a su padre. Por desgracia, no se había fijado en las piedritas que la esponja llevaba pegadas, y la carrocería quedó totalmente rayada. Cuando fue a buscar a su padre para mostrarle orgullosa su trabajo, él fue presa de un acceso de cólera tan violento como incomprensible a sus ojos. Temiendo que iba a ganarse una paliza, se precipitó en su habitación para ocultarse bajo la cama. La evocación de ese recuerdo hizo regresar a la superficie una imagen que había permanecido incrustada en su espíritu con tanta nitidez como si se tratase de una fotografía: los pies amenazantes de su padre que avanzaban hacia ella mientras se ocultaba como un animalillo, acercándose todo lo posible a la pared. Y al mismo tiempo que la imagen, la emoción regresaba con toda su potencia. Delante de mí, cincuenta años después de los hechos, su rostro se metamorfoseó bajo el efecto del miedo, y su respiración se aceleró hasta tal punto que temí que padeciese una crisis cardíaca en mi consulta. Cincuenta años después, todo su cerebro, todo su cuerpo, permanecían a merced de la huella dejada por su miedo... Tras su condicionamiento a las descargas eléctricas, las ratas de LeDoux reaccionaban con terror ante cualquier estímulo que se pareciese mucho o poco a los que habían aprendido a temer.7 En el caso de Pauline, bastaba con que su jefe le hiciese pensar un poco en su padre para que ella se sienta, incluso ahora, algo peor que incómoda...

De hecho, las cicatrices emocionales del cerebro límbico parecen estar dispuestas a manifestarse siempre que flaquea la vigilancia de nuestro cerebro cognitivo y su capacidad de control, aunque sea temporalmente. El alcohol, por ejemplo, impide que el córtex anterior funcione con normalidad. Por esa razón nos sentimos “desinhibidos” en cuanto bebemos un poco de más. Pero precisamente por esta misma razón, cuando hemos sido lastimados o traumatizados por la vida, nos arriesgamos, bajo el efecto del alcohol, a interpretar una situación benigna como si se nos agrediese una vez más y a reaccionar de manera violenta. Es una situación que también puede producirse cuando nos hallamos cansados o demasiado distraídos por otras preocupaciones como para mantener el control sobre el miedo impreso en nuestro cerebro límbico.

Los movimientos oculares durante los sueños

Los psiquiatras conocen muy bien este aspecto del EEPT. Saben que existe una desconexión entre los conocimientos apropiados del presente y las emociones inapropiadas, residuos del traumatismo pasado. Saben que eso es lo que dificulta el tratamiento de ese síndrome. Su experiencia les ha enseñado que no basta simplemente con hablar para establecer una conexión entre las viejas emociones y una perspectiva más anclada en el presente. También saben que el simple hecho de explicar el traumatismo una y otra vez no hace sino agravar los síntomas. Y finalmente, también saben que los medicamentos tampoco son muy eficaces. A principios de la década de 1990, un estudio del conjunto de tratamientos existentes para el EEPT publicado por el prestigioso Journal of the American Medical Association —sin duda la revista médica más leída del mundo—, llegaba a la conclusión de que no existía un tratamiento verdaderamente eficaz para dicho síndrome, sino sólo intervenciones con beneficios limitados.8 Frente a pacientes como Pauline, yo era muy consciente de ello. Al igual que todos mis colegas psiquiatras o psicoanalistas, yo también luchaba desde hacía años por ayudar a personas como ella, obteniendo resultados a menudo insatisfactorios. Hasta el día en que asistí a la proyección de un vídeo asombroso.

Se produjo en un congreso médico. Francine Shapiro, una psicóloga californiana, realizaba una presentación del EMDR (en inglés: Eye Movement Desensitization and Reprocessing, es decir, movimientos oculares de desensibilización y reprocesamiento), un método de tratamiento que había puesto a punto, y a propósito del cual el estamento médico estaba dividido desde hacía tiempo. Ya había oído hablar del método EMDR y me sentía muy escéptico al respecto. La idea de que podían resolverse traumatismos emocionales moviendo de manera rítmica los ojos me parecía absolutamente disparatada. Y no obstante, uno de los casos presentados en vídeo por la doctora Shapiro me llamó la atención.

Maggie, una mujer de unos 60 años, se había enterado por su médico de que padecía un cáncer grave, que no le quedaban más de seis meses de vida y que debía prepararse para morir sufriendo mucho. Henry, su marido desde hacía veintisiete años, era viudo de un primer matrimonio, y su primera esposa había muerto de cáncer. Cuando Maggie le anunció el diagnóstico, la angustia de Henry fue tal que dijo que no podría volver a pasar por ello, y la abandonó al cabo de una semana. Tras la sorpresa inicial, Maggie se hundió en una profunda depresión. Compró un revólver con la intención de matarse. Puestos al corriente, unos amigos comunes fueron a ver a Henry, convenciéndole para que regresase a casa. Pero Maggie había quedado tan profundamente traumatizada que no dormía, y siempre soñaba la misma pesadilla, en la que Henry la dejaba; no soportaba separarse de él, ni siquiera cuando él salía a hacer la compra. Su vida se tornó imposible, y le exasperaba que sus últimos meses tuvieran que ser así. A través de los periódicos se había enterado de que existía un programa experimental de tratamiento de traumatismos y se había inscrito para participar en uno de los primeros estudios controlados del método EMDR. Tras haber evocado el escenario de su caso, Francine Shapiro proyectó un vídeo de la primera sesión del tratamiento de Maggie.

Al principio de la sesión, Maggie ni siquiera podía recordar la imagen de Henry alejándose el día de su marcha. Cuando el terapeuta le pidió que evocase el recuerdo se halló inmediatamente asfixiada por el miedo. A continuación, y a base de muchos ánimos, consiguió dejar que le inundasen la memoria las imágenes más dolorosas de la marcha de Henry. El terapeuta le pidió entonces que siguiese su mano, que se desplazaba de izquierda a derecha por delante de sus ojos para inducir movimientos oculares rápidos comparables a los que se producen espontáneamente durante los sueños (en la fase del sueño denominada REM sleep en inglés, «movimiento rápido del ojo durante el sueño»). El recuerdo parecía estar grabado en el conjunto del cuerpo, y por ello le requería un esfuerzo enorme: además del miedo que revivía, su corazón latía demasiado fuerte y demasiado rápido, y no cesaba de decir que le dolía todo. A continuación, apenas unos pocos minutos después de otra serie de movimientos oculares, su rostro se transfiguró de repente. En sus labios apareció una expresión de sorpresa y declaró: «¡Desapareció! Es como un tren... Se mira algo desde la ventana que está totalmente allí, delante, y entonces, de repente, desapareció. Está en el pasado y hay otra cosa que lo substituye y que es lo que ahora se mira. Se trate de belleza o de dolor, está en el pasado... ¿Cómo me he podido dejar afectar por eso durante tanto tiempo?». Cambió toda su actitud corporal. Se mantenía derecha, aunque pareciese todavía un poco desconcertada. Con la siguiente serie de movimientos de los ojos, empezó a sonreír. Cuando el terapeuta interrumpió los movimientos y le pidió que explicase lo que le había pasado por la mente, ella respondió: «Tengo algo divertido que contarle... Me he visto en la escalinata de casa, y Henry se alejaba por la calle, y yo pensaba: “Si él no puede plantar cara a la situación, es su problema, no el mío”, y entonces empecé a mover la mano mientras decía: “Adiós, adiós, Henry, adiós...”».

Tras otras series de movimientos oculares, siempre muy breves, de una duración inferior a treinta segundos o un minuto, Maggie se deslizó espontáneamente hacia la escena de su lecho de muerte. Sus amigos la rodeaban, y ella se sentía segura al comprobar que no estaba sola. Una serie de movimientos oculares más y, en lugar del miedo que la dominaba al principio de la sesión, ahora en su rostro se leía una gran determinación. Se dio una palmada en el brazo y dijo: «¿Sabéis qué? ¡Me moriré con dignidad! Nadie me lo impedirá». Todo aquello había durado puede que quince minutos, y el terapeuta no había llegado a pronunciar ni diez frases.

Durante todo ese tiempo, el científico que mora en mí me murmuraba continuamente al oído: «No ocurre más que en una paciente. ¿Puede que se halle sugestionada? Es posible que no se trate más que de un efecto placebo». Pero el médico en mí respondía: «Puede ser, pero efectos placebos veo a diario entre mis pacientes, y sin embargo nunca he observado nada parecido».

Lo que acabó de convencerme fue un estudio realizado sobre el tratamiento mediante EMDR en ochenta pacientes que presentaban traumatismos emocionales importantes. Fue publicado en una de las revistas de psicología clínica de las más puntillosas en materia de metodología y rigor científico. En ese estudio, el 80% de los pacientes no mostró casi más síntomas de EEPT al cabo de tres sesiones.9 Se trata de una tasa de curación comparable a la de los antibióticos para la neumonía.10 No conozco ningún otro estudio de algún tratamiento en psiquiatría, incluyendo los medicamentos más potentes, que haya obtenido una eficacia tal en tres semanas. Naturalmente, yo me decía que era inconcebible que un tratamiento que funcione con tanta rapidez obtenga resultados duraderos. Pero, cuando se entrevistó de nuevo al mismo grupo de ochenta pacientes al cabo de quince meses, los resultados fueron todavía mejores que inmediatamente después de las sesiones. A pesar de todo, el método me siguió pareciendo extraño, puede que incluso contrario a mi ética, teniendo en cuenta mi formación psicoanalítica y, por tanto, mi apego a la importancia del lenguaje, de la paciencia, de la duración, del análisis, de la transferencia, y todo lo demás. No obstante, ante tales resultados, no pude dejar de pensar que lo que sí que sería contrario a mi ética sería no aprender EMDR para juzgar por mí mismo. Negarse a intentarlo habría sido como si en el momento de la presentación de la penicilina alguien se hubiese negado a probarla con el pretexto de que se creía en la eficacia de las sulfamidas, medicamentos más pesados y menos útiles, pero disponibles desde hacía mucho tiempo y a menudo bastante eficaces.

Un mecanismo de autocuración en el cerebro

El día en que cumplí 14 años me regalaron mi primer ciclomotor. Al día siguiente sufrí mi primer accidente. Iba conduciendo junto a una fila de coches parados. De repente, justo por delante de mí, se abrió una puerta, demasiado tarde como para que yo pudiera frenar. Además de los inevitables moretones por todo el cuerpo, mi cerebro emocional también recibió un buen golpe. Me sentí sacudido. Eso me duró unos cuantos días. Volvía a recordar el accidente en momentos inesperados, cuando no tenía la mente ocupada en otra cosa. Soñaba con ello por las noches. Durante varios días no sentí el mismo placer al salir con mi ciclomotor. Llegué incluso a preguntarme si no sería demasiado peligroso. Pero al cabo de una semana, poco después de la desaparición de las marcas sobre el cuerpo —y para gran preocupación de mis padres—, todos esos pensamientos se desvanecieron, y a la mínima ocasión volvía a subirme a mi caballito de hierro. No obstante, ahora prestaba mucha más atención a las filas de coches aparcados junto a la acera, y siempre mantenía una sana distancia de una puerta abierta entre ellos y yo... El suceso había sido “digerido”. Conservé lo que resultaba útil e importante del incidente, lo que había que aprender, y las emociones y las pesadillas inútiles fueron eliminadas.

La idea de partida del EMDR es precisamente que en cada uno de nosotros existe un mecanismo de digestion de los traumatismos emocionales. Los médicos de EMDR denominan «sistema adaptativo de tratamiento de información» a este mecanismo. El concepto es bastante simple: igual que con mi accidente de ciclomotor, todos experimentamos traumatismos “con t minúscula” a lo largo de la vida. No obstante, por lo general, no desarrollamos síndrome postraumático. De la misma manera que el sistema digestivo absorbe de los alimentos lo que es útil y necesario para el organismo, y rechaza el resto, el sistema nervioso extrae la información útil —la lección— y en pocos días se desembaraza de las emociones, los pensamientos y la activación fisiológica que dejan de ser necesarios una vez que el acontecimiento ha pasado."

Freud, claro está, ya habló de ese mecanismo psicológico. Lo describió como el «trabajo de duelo» en su artículo clásico «Duelo y melancolía». Tras la pérdida de un ser querido, de algo a lo que nos sentimos muy apegados, o incluso a consecuencia de un suceso que pone en cuestión nuestra sensación de seguridad en un mundo que creíamos conocer, nuestro sistema nervioso queda temporalmente desorganizado. Sus referencias habituales no funcionan. Hace falta cierto tiempo para recuperar el equilibrio, lo que los fisiólogos denominan «homeostasis». Por lo general, el organismo sale reforzado. Habrá crecido al pasar la prueba y dispondrá de nuevos recursos. Es más flexible, y está mejor adaptado a las situaciones a las que debe hacer frente. Algunos autores, como Boris Cyrulnik en Francia, han demostrado cómo la adversidad también suele conducir a lo que él ha denominado la «elasticidad».12 A cada época le corresponde su metáfora. Freud, que escribió en la época de la revolución industrial, llamó a este proceso el «trabajo» del duelo. El método EMDR ha nacido en la zona de San Francisco, alrededor de la escuela de Palo Alto, en la época de la revolución informática y de la neurociencia. ¿Qué tiene, pues, de sorprendente que la nueva teoría hable de este mismo mecanismo de digestión del cerebro como de un «sistema adaptativo de tratamiento de información»?

No obstante, en ciertas circunstancias, este sistema puede desbordarse. Si el traumatismo es demasiado fuerte, por ejemplo, a consecuencia de torturas, una violación, o de la pérdida de un hijo (entre mis pacientes, la pérdida de un hijo, o incluso simplemente la enfermedad grave de un hijo, parece ser una de las experiencias más dolorosas de la vida). Pero también puede suceder con acontecimientos bastante menos graves, sólo porque somos especialmente vulnerables en el momento en que se producen, sobre todo si se es niño —y por tanto, incapaz de protegerse—, o se halla uno en una situación de fragilidad.

Anne, por ejemplo, enfermera, vino a la consulta a causa de síntomas depresivos crónicos y de una terrible imagen de sí misma. Se encontraba gorda y fea —«repugnante» decía ella— mientras que objetivamente era una mujer más bien bonita, y su peso correspondía a la media. Como era de carácter alegre y comunicativo, su imagen de sí misma estaba claramente deformada. Al escucharla comprendí que esta imagen se había anclado en ella durante los últimos meses de su embarazo, hacía ya tres años. Recordaba perfectamente el día en que su cónyuge, al que reprochaba que nunca pasaba tiempo con ella, acabó por decirle: «Pareces una ballena. ¡Eres la cosa más repugnante que nunca he visto!». En otras circunstancias, incluso lastimada, se hubiera defendido, puede que incluso hubiese respondido que él no era precisamente Paul Newman. Pero el embarazo había sido difícil, y había tenido que dejar de trabajar, y no estaba segura de poder recuperar su trabajo. Había perdido la confianza y estaba aterrorizada ante la idea de que Jack pudiera dejarla antes del nacimiento del niño, como había hecho su padre con su madre. Se sentía vulnerable e impotente. No hacía falta mucho más para que ese comentario envenenado tomase una dimensión traumatizante que nunca debiera haber tenido.

Tanto si se trata de la intensidad del traumatismo, o de la situación de fragilidad de la víctima, un suceso doloroso se convierte en “traumático” en el sentido propio del término. Según la teoría del EMDR, en lugar de ser digerida, la información concerniente al traumatismo permanece bloqueada en el sistema nervioso, grabada en su forma inicial. Las imágenes, pensamientos, sonidos, olores, emociones, sensaciones corporales, y las convicciones que se extraen sobre uno mismo («No puedo hacer nada, me van a abandonar»), se almacenan en un sistema de neuronas que cuenta con vida propia. Anclado en el cerebro emocional, desconectado del conocimiento racional, este sistema se convierte en un paquete de información no tratada y disfuncional que el menor recuerdo del traumatismo inicial puede reactivar.

Los recuerdos del cuerpo

Un recuerdo grabado en el cerebro puede ser estimulado a partir de cualquiera de sus constituyentes. Un ordenador necesita una dirección exacta para encontrar lo que guarda en su memoria (igual que un bibliotecario necesita conocer la localización exacta de un libro para encontrarlo en las estanterías). Por el contrario, el acceso a un recuerdo en el cerebro se lleva a cabo por analogía: no importa qué situación nos recuerda un aspecto de algo que hemos vivido, puede bastar para evocar el recuerdo entero. Estas propiedades de la memoria son bien conocidas: se las denomina «acceso a través del contenido» y «acceso a través de las correspondencias parciales».13 Eso tiene consecuencias importantes para los recuerdos traumáticos. A causa de estas propiedades, no importa qué imagen, qué sonido, olor, emoción, pensamiento o incluso sensación física que se parezca a las circunstancias del suceso traumático, puede desencadenar el recuerdo de la totalidad de la experiencia almacenada de manera disfuncional. A menudo, el acceso a los recuerdos dolorosos se realiza a través del cuerpo.

Comprendí por primera vez la importancia de la codificación corporal de los recuerdos el día en que me llamaron de urgencias a la consulta por una joven que acababa de salir de la sala de operaciones. No se había acabado de recuperar de los efectos de la anestesia general y las enfermeras la habían encontrado agitada. Temieron que, en su confusión, pudiera arrancarse accidentalmente los goteros y los diversos cables que seguían unidos a su cuerpo. Por ello le habían inmovilizado las manos con brazaletes de tela atándoselas a los barrotes de la cama. Poco después la chica se despertó sobresaltada, y se puso a gritar con una expresión de terror en el rostro. Se debatía con todas su fuerzas contra las ataduras, y su ritmo cardíaco, así como la tensión arterial, alcanzaba niveles peligrosos para su estado. Cuando por fin conseguí calmarla —tuve que liberarla de inmediato—, me describió el recuerdo que acababa de revivir. Se había vuelta a ver, de niña, atada por las muñecas a su cama por su padrastro, que le quemaba la piel con un cigarrillo. Todo el recuerdo, almacenado en su forma disfuncional y, por tanto, muy vivo, había emergido a la superficie a partir de la sensación de las muñecas inmovilizadas...

La fuerza del método EMDR radica en que en primer lugar evoca el recuerdo traumático con todos sus distintos componentes —visual, emocional, cognitivo y físico (las sensaciones corporales)—, y después estimula el «sistema adaptativo de tratamiento de información», que hasta ese momento no había logrado digerir la huella disfuncional.

Los movimientos oculares comparables a los que se producen espontáneamente durante el sueño tienen como objeto aportar la ayuda necesaria al sistema natural de curación del cerebro para que consiga lo que no pudo lograr sin ayuda exterior. A la manera de ciertos remedios naturales y plantas conocidos desde hace siglos por su capacidad para activar mecanismos naturales de curación del cuerpo tras un traumatismo físico —como el áloe vera para las quemaduras,14 o el gotu kola para las heridas abiertas—,15 los movimientos oculares de EMDR se supone que son un mecanismo natural que acelera la curación tras un traumatismo psicológico.

Durante los movimientos oculares, los pacientes dan la impresión de realizar espontáneamente una «asociación libre» como recomendaba Freud y de la que se sabe que resulta especialmente difícil «por encargo». De igual manera que ocurre en los sueños, los pacientes atraviesan una vasta red de recuerdos ligados entre sí mediante distintos fragmentos. A menudo empiezan a acordarse de otras escenas relacionadas con el mismo acontecimiento traumático, bien porque sean de la misma naturaleza (por ejemplo, de otros episodios de humillación en público), o porque reclamen las mismas emociones (un mismo sentimiento de impotencia). Les suelen sobrevenir fuertes emociones que emergen con rapidez a la superficie aunque hasta entonces permaneciesen ignoradas. Todo sucede como si los movimientos oculares —igual que en el transcurso del sueño— facilitasen un rápido acceso a todos los canales de asociación conectados a un recuerdo traumático determinado por el tratamiento. A medida que se activan dichos canales, pueden conectarse a los sistemas cognitivos que, a su vez, contienen la información anclada en el presente. Gracias a esta conexión, la perspectiva del adulto, que hoy ya no es ni impotente, ni está sometido a los peligros del pasado, acaba por hacer pie en el cerebro emocional. Entonces puede sustituirse la impresión neurológica del miedo o de la desesperación. Y cuando se la reemplaza acaba siendo eliminada por completo, hasta tal punto que a menudo se observa emerger a otra persona.

Tras varios años de práctica, todavía me sorprenden los resultados del método EMDR de los que soy testigo. Y comprendo que mis colegas psiquiatras y psicoanalistas desconfíen, como me ocurrió a mí al principio, de un método a la vez tan nuevo y diferente. No obstante, ¿cómo negar la evidencia cuando se manifiesta tanto en mi consulta como en los numerosos estudios publicados a lo largo de los últimos años? Sé de pocas cosas en medicina tan impresionantes como el EMDR en acción. Y de eso me gustaría hablar a continuación.

Curación emocional
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