8. EL CONTROL DEL QI: LA ACUPUNTURA MANIPULA DIRECTAMENTE EL CEREBRO EMOCIONAL
Desencuentros
Mi primer encuentro con la acupuntura fue un desencuentro, como el de dos amigos destinados a quererse, pero que no se dan cuenta las primeras veces que se ven. Fue en la década de 1980, antes de mi marcha a Estados Unidos, cuando todavía era estudiante de medicina en París. Uno de mis profesores de aquella época regresó de la China Popular. Él había leído el libro del francés Soulié de Morant —el primero en dar a conocer la acupuntura en Occidente—1 y había decidido obtener información de primera mano. Filmó en super 8 una operación quirúrgica en un hospital de Pekín. Junto con doscientos de mis compañeros apretados en una sala atestada, contemplé, con la boca abierta, a una mujer, cuyo vientre estaba abierto, hablar tranquilamente con el cirujano que le retiraba de las entrañas un quiste del tamaño de un melón. Por toda anestesia tenía algunas agujas muy finas clavadas en la superficie de la piel. Evidentemente, nunca habíamos visto nada parecido. Y no obstante, en cuanto acabó la proyección y volvió a hacerse la luz en la sala, todos nos apresuramos a olvidar lo que acabábamos de ver. Tal vez fuese posible en la China, pero en Europa... Estaba muy alejado de nuestros conocimientos, y del inmenso saber de la medicina occidental que todavía debíamos adquirir. Demasiado lejos y demasiado... esotérico. En los quince años siguientes nunca volví a pensar en aquella película, hasta el día en que llegué a Dharamsala, en la India, sede del Gobierno tibetano en el exilio, al pie del Himalaya.
Visité el Instituto de Medicina Tibetana y me entrevisté con un médico acerca de cómo consideraba la depresión y la ansiedad. «Ustedes, los occidentales, tienen una visión invertida de los problemas emocionales —me dijo—. Siempre les sorprende constatar que lo que ustedes denominan depresión o ansiedad, y el estrés, tienen síntomas físicos. Hablan de la fatiga, de la pérdida o el aumento de peso, de latidos irregulares del corazón, como si se tratasen de manifestaciones físicas de un problema mental. Para nosotros es más bien al revés: la tristeza, la pérdida de autoestima, la sensación de carencia y la ausencia de placer, son las manifestaciones mentales de un problema físico.» Efectivamente, nunca me lo había planteado de esa manera. No era la visión más plausible de la depresión en Occidente. Y siguió diciendo: «De hecho, en realidad no es ni una cosa ni otra. Para nosotros, no existe diferencia entre ambas. Los síntomas emocionales y físicos son simplemente dos aspectos de un desequilibrio subyacente en la circulación de la energía, el qi». Ahí me perdí. Anclado desde siempre en la tradición cartesiana que establece una distinción muy clara entre lo mental y lo físico, todavía no estaba preparado para hablar del qi (pronunciar “chi”), ni para imaginar una energía reguladora subyacente que afectaría a la vez a lo físico y lo mental.
Y sobre todo que no se la pudiera medir. Pero mi interlocutor continuó: «Existen tres maneras de influir en el qi: la meditación, que lo regenera, la alimentación y las hierbas medicinales y, la más directa, la acupuntura. Nosotros solemos curar mediante la acupuntura eso que ustedes denominan depresión. Funciona muy bien siempre que los pacientes sigan el tratamiento el tiempo suficiente». Pero yo hacía oídos sordos a la cuestión. ¿Meditación? ¿Hierbas y agujas? Desde luego, ya no compartíamos la misma longitud de onda. Además, desde que había hablado de la duración del tratamiento, inmediatamente pensé que se trataría de un efecto placebo, es decir, de la reacción de pacientes a tratamientos ineficaces en sí mismos, pero que funcionan porque se ocupan de ellos de manera regular, con amabilidad, y a causa de la apariencia de un tecnicismo convincente, como en el caso de las agujas de la acupuntura, por ejemplo. Ése fue mi segundo desencuentro. Pero dejó una huella en mi memoria.
La tercera ocasión se dio en Pittsburgh, poco tiempo después. Un sábado por la tarde me encontré en la calle a una paciente a la que había visitado en una sola ocasión en la consulta del hospital. Padecía una depresión bastante severa, pero había rechazado los antidepresivos que le propuse. Como de todas maneras tuvimos un buen contacto, le pregunté cómo se sentía ahora, si estaba mejor. Me miró sonriendo, sin saber muy bien si podía hablar abiertamente conmigo, pero acabó diciéndome que había decidido ver a una acupuntora que le había devuelto el equilibrio en pocas sesiones a lo largo de cuatro semanas y que ahora estaba en plena forma. De no haber sido por aquella conversación en Dharamsala, probablemente hubiera clasificado esta “curación” en la categoría del efecto placebo. En la depresión, el efecto placebo es tan importante que hacen falta al menos tres estudios clínicos comparativos entre un antidepresivo y un placebo para que uno de los tres muestre la superioridad del medicamento.2 Pero la conversación de Dharamsala también me vino a la memoria y —un poco vejado, lo admito, porque otro tratamiento distinto del que yo dominaba hubiese resultado más útil— decidí informarme acerca de lo que se conocía sobre esta extraña práctica. Lo que aprendí me dejó todavía más confuso a causa de la amplitud de sus consecuencias sobre la naturaleza del cuerpo y del cerebro.
La palabra de la ciencia
En primer lugar, y con cinco mil años de historia documentada, la acupuntura es probablemente la técnica médica más antigua practicada de manera continua en el planeta. En cincuenta siglos han visto la luz del día un gran número de placebos: plantas ineficaces o tóxicas, elixires de serpiente o polvos de caparazón de tortuga, pero ninguno, que yo sepa, ha sobrevivido en la práctica corriente de la medicina durante tanto tiempo. Cuando empecé a interesarme en serio en la acupuntura, descubrí que, en 1978, la Organización Mundial de la Salud había publicado un informe en el que reconocía oficialmente la acupuntura como práctica médica eficaz y aceptada. Además, otro informe del National Institute of Health estadounidense que empezaba a circular en los medios universitarios concluía que la acupuntura era eficaz al menos para ciertas condiciones, como, por ejemplo, los dolores tras una operación quirúrgica y las náuseas asociadas al embarazo o a la quimioterapia. Más tarde, un informe de la British Medical Association publicado en el 2000 ha llegado a conclusiones similares, ampliando el alcance de las indicaciones, e incluyendo, por ejemplo, el dolor de espalda.3
Después me di cuenta de que no podía ser un efecto placebo porque los conejos se mostraban igual de sensibles que los humanos. Son varios los experimentos que han demostrado con claridad que un conejo puede ser “anestesiado” mediante la estimulación de puntos en la pata que corresponden a los que bloquean el dolor en el ser humano. Y lo que todavía resulta más rotundo: cuando se inyecta a otro conejo un extracto del líquido en el que se baña el cerebro del conejo “anestesiado”, aquél tampoco siente dolor.[1] Eso demuestra que por lo menos la acupuntura provoca la secreción por parte del cerebro de substancias que pueden bloquear la sensación de dolor, más allá de todo efecto placebo.4
Finalmente, en la literatura científica internacional pueden hallarse estudios que confirman la eficacia de la acupuntura para toda una gama de problemas, como depresión, ansiedad e insomnio, además de trastornos intestinales, síndrome de abstinencia de tabaco o heroína, esterilidad femenina (con una duplicación de la tasa de éxito de las inseminaciones artificiales), e incluso un estudio aparecido en el Journal of the American Medical Association demuestra que es posible devolver un feto al vientre de su madre cuando viene de nalgas, ¡con una tasa de éxito del 80%!5
Un reencuentro personal
Más tarde se llevarían a cabo estudios todavía más sorprendentes (véase más adelante), pero esta información ya me bastó para que quisiera pasar yo mismo por la experiencia de la acupuntura. Me habían hablado en varias ocasiones de una mujer un poco esotérica, una cierta Christine, que trataba problemas emocionales mediante la acupuntura llamada «de los cinco elementos». Era a ella a quien mi paciente había acudido, y con la que tanto se había beneficiado, y me dije que lo más lógico sería empezar por ella.
Christine no era médico, pero practicaba acupuntura desde hacía veinticinco años. Su consulta era una habitación blanca en un ala de su casa de campo, que se hallaba bañada de luz natural a todas horas. Dos sillones de tela se hallaban dispuestos uno junto al otro, frente a una mesita baja. No había ningún escritorio, sólo una mesa de masaje cubierta mediante una colcha amerindia de reflejos rojos, rosas y violetas. En la pared nos recibía la siguiente inscripción: «La enfermedad es una aventura. La acupuntura te proporciona las espadas, pero tú eres quien debe combatir». Christine te hacía contar tu historia durante una hora mientras tomaba notas. Me hizo preguntas extrañas. Me preguntó, por ejemplo, si prefería los alimentos crudos o cocidos, si tenía más energía por la mañana o por la noche. A continuación, me tomó el pulso durante un rato, en los dos lados a la vez, cerrando los ojos para concentrarse. Tomó notas en varias ocasiones. Al cabo de unos minutos, me dijo: «Ya sabe que tiene un soplo en el corazón, ¿verdad? No es grave. Ya hace mucho que está ahí y por ahora no le ha molestado». Ya resulta bastante difícil identificar un pequeño soplo en el corazón con un estetoscopio, ¡pero no conocía a ningún cardiólogo que pudiera detectarlo tomando el pulso! Normalmente me lo hubiera tomado como un farol, pero de repente recordé que, en efecto, hacía quince años, un colega cardiólogo al que había consultado por otro problema me había dicho exactamente lo mismo. Me auscultó durante cinco largos minutos y concluyó: «Tiene un pequeño soplo en el corazón. Creo que nadie lo localizará, pero si un día se lo vuelven a diagnosticar, sepa que no tiene mayor importancia». No había vuelto a pensar en ello desde entonces. ¿Cómo era posible que esta mujer, en medio de aquella decoración chamánica, lo hubiese podido localizar sólo con los dedos?
A continuación me pidió que me tendiese casi desnudo sobre la mesa de masaje. Mientras me explicaba que yo tenía un tipo morfológico y una personalidad más bien yang, pero que me faltaba yin en los riñones y que tenía “demasiado qi” en el hígado, me frotó con una gasa impregnada de alcohol los distintos “puntos” que, mediante la estimulación con agujas, iban a permitir que «se reequilibrase la energía y la relación entre sus órganos». Los puntos que eligió se hallaban sobre todo en pies y tibias, manos y muñecas. Sin ninguna relación, pues, con el hígado o los riñones. Y claro está, las agujas me daban miedo. Me sorprendí al constatar que eran casi tan finas como un cabello. Por otra parte, no sentí absolutamente nada cuando, con destreza, daba un golpecito seco para hacerlas entrar bajo la piel. Ni siquiera la sensación de una picadura de mosquito. Nada. Sólo a continuación, cuando las hacía girar un poco, o cuando las hundía un poco más, sentía como una ligera descarga eléctrica, en segundo plano. Curiosamente, Christine parecía sentirla antes que yo. Decía: «¡Ah! ¡Eso es, ya lo tengo!». Y, efectivamente, medio segundo después, yo sentía la electricidad que parecía haber “hallado” la aguja, igual que un relámpago encuentra el pararrayos. A eso ella lo llamaba la sensación de dai qi, y me explicó que para ella era la señal de que se había encontrado el punto buscado: «Lo que siente es el qi que se desplaza, que es atraído por la aguja». Mientras manipulaba una aguja en uno de mis pies sentí una presión tan breve como repentina en la parte inferior de la espalda. «Sí —me dijo—, estoy en el meridiano del riñón. Ya le había dicho, a su riñón le faltaba yin. Eso es lo que estoy tratando de corregir.» Me fascinó lo de los «meridianos», esas líneas a lo largo del cuerpo descritas ya hace más de dos mil quinientos años. No corresponden a ningún recorrido nervioso, ni a ningún vaso sanguíneo, ni a ningún canal linfático conocido, y no obstante, se manifestaban con precisión en mi propio cuerpo. Algunos minutos y una decena de agujas más tarde, empecé a notar una sensación de calma y tranquilidad que se difundía por todo el cuerpo. Era un poco como el bienestar que se siente tras realizar un esfuerzo físico intenso. Al final de la sesión tenía la impresión de contar con una nueva energía, de necesitar hacer un montón de cosas, de llamar a los amigos, de salir a cenar fuera. Christine me volvió a tomar los pulsos: «El yin de sus riñones ha aumentado como queríamos. Me alegro. Debería poder relajarse más. No se ocupa lo suficiente de usted mismo. Lo que le consume es la actividad constante. ¿Medita? Eso recarga, ¿sabe?...». Después me recomendó cambiar mi alimentación y sugirió algunas hierbas medicinales. Exactamente lo que hacía mi colega tibetano con sus pacientes en Dharamsala...
La acupuntura y el cerebro
El auténtico despegue de la exploración científica de la acupuntura fue llevado a cabo algunos años después y corrió a cargo de la publicación de un artículo en la muy selecta Proceedings of the National Academy of Sciences, una revista donde sólo pueden publicar sus trabajos los miembros de la Academia de Ciencias de Estados Unidos o sus “invitados”.6 El doctor Cho, investigador en neurociencias de origen coreano, quiso comprobar la teoría de dos mil quinientos años de antigüedad según la cual la estimulación del dedo pequeño del pie mediante una aguja de acupuntura mejora... la vista. Colocó a diez personas con buena salud en un escáner y empezó comprobando su aparato haciendo parpadear ante sus ojos un damero negro y blanco, la estimulación más fuerte conocida del sistema visual. De hecho, las imágenes mostraron una gran activación de la región occipital, la del córtex visual, situado en la parte de atrás del cerebro. En todos los sujetos, el parpadeo del damero provocó un crecimiento muy intenso de la actividad en esa región del cerebro, que desaparecía cuando cesaba la estimulación. Hasta ahí, todo correcto.
A continuación pidió a un acupuntor experimentado que estimulase el punto llamado «vejiga 67» en los antiguos manuales chinos, que se encuentra en el borde externo del dedo pequeño y del que se dice que mejora la vista. Para sorpresa de todo el equipo, cuando se manipulaba la aguja a la manera tradicional —haciéndola pivotar rápidamente entre los dedos—, las imágenes mostraban una activación de la misma región del cerebro, ¡el córtex visual! Sí, cierto, la activación era menos intensa que con los dameros, pero lo suficientemente clara como para superar todas las pruebas estadísticas. Para asegurarse de que no se trataba de una alucinación —por parte de los investigadores o de los investigados—, el doctor Cho hizo estimular a continuación un punto en el dedo gordo que no corresponde a ningún meridiano. No se percibió ninguna activación de las zonas visuales. Pero el experimento no se quedó ahí.
Uno de los conceptos más asombrosos en medicina tradicional china y tibetana es la idea de que existen diferentes «tipos morfopsicológicos», en particular el tipo yin y el yang. Estos dos tipos dominantes vienen determinados a partir de las preferencias de cada persona respecto al calor y el frío, de ciertos alimentos, de ciertos períodos de la jornada, de su apariencia física, e incluso de la forma de sus pantorrillas. En los textos antiguos aparece escrito que la estimulación de ciertos puntos de acupuntura puede tener efectos exactamente opuestos entre los enfermos dependiendo del tipo del paciente, de ahí la importancia de determinarlo al principio. Por ello, Cho pidió al acupuntor que determinase el tipo de los sujetos participantes en el experimento. A continuación observó los efectos de la estimulación del punto vejiga 67 del dedo pequeño del pie entre los yin y los yang. Así verificó que los dos grupos reaccionaban de la misma manera cuando se les presentaba un damero parpadeante: activación del córtex visual, y después desaparición de la actividad hasta que la estimulación cesaba. Los sujetos yin tenían el mismo tipo de respuesta cuando se les estimulaba el punto vejiga 67: activación con la estimulación, retorno a la normalidad con el cese de la manipulación. Por el contrario, lo cual resultaba apenas creíble, los sujetos yang ¡mostraron el efecto contrario! La estimulación de la aguja producía una desactivación del córtex visual, y su detención un regreso a la normalidad.
La distinción yin-yang no corresponde a absolutamente nada conocido en la fisiología moderna. Y no obstante, era capaz de predecir, como indicaban los antiguos textos chinos, que el cerebro respondía a la misma estimulación, con la misma aguja, en el mismo punto de acupuntura de manera exactamente contraria... Es un resultado tan inaudito que la mayoría de los científicos occidentales prefieren no pensar en ello, como había hecho yo veinticinco años antes.
Para Paul, la acupuntura no era una cuestión teórica. Sufría una depresión desde hacía años y tomaba un antidepresivo clásico desde hacía unos meses, sin resultado. Fue a la consulta de Thomas, el acupuntor del Centro de Medicina Complementaria de la universidad, a causa de un dolor de espalda. Thomas le propuso añadir a los puntos tradicionales para el dolor de espalda la estimulación de dos puntos en el cráneo que varios estudios chinos sugieren que son eficaces contra la depresión.7 Desde la mitad de la primera sesión, Paul declaró que sentía disiparse «una capa de neblina que le impedía pensar». Tenía la impresión de ser más ligero y de tener un poco más de confianza, aunque siguiese sintiendo un nudo en la garganta, una sensación que asociaba con sus períodos de depresión. A razón de una sesión semanal a lo largo de varias semanas, se fueron disipando otras capas, según lo que cuenta, y finalmente se le deshizo el nudo de la garganta. A lo largo del tratamiento, recuperó el sueño, y después una energía que desconocía desde hacía dos años, y por fin la autoconfianza, su deseo de estar con su esposa y sus hijas, y el deseo de volver a comenzar. Al igual que en los estudios chinos, sus síntomas parecían haber respondido de la misma manera, y a la misma velocidad, a la acupuntura que a los antidepresivos a los que se la había comparado. Claro está, Paul no dejó nunca de tomar el medicamento recetado por su médico. Es posible que acabase por surtir efecto. De todas maneras, el hecho de que los primeros síntomas de alivio apareciesen a partir de la primera sesión de acupuntura sugiere que las agujas fueron las que desencadenaron su reestablecimiento. Naturalmente, también es posible que los dos tratamientos se hayan complementado, y que la acupuntura haya permitido la estimulación de los mecanismos de autocuración del cerebro emocional además de los efectos del antidepresivo.
Los acupuntores, tanto occidentales como orientales, saben perfectamente que su arte resulta sobre todo útil en el tratamiento y alivio del estrés, de la ansiedad y la depresión. No obstante, en Occidente, éstas son precisamente las aplicaciones menos reconocidas y estudiadas. Los escasos estudios occidentales son positivos, y la acupuntura ha sido incluso probada en el hospital de la Universidad de Yale para controlar la ansiedad de los pacientes antes de ser sometidos a una operación, en lugar de utilizar ansiolíticos.8 Pero su aplicación todavía sigue siendo muy limitada, sin duda porque, al igual que ocurre con el método EMDR, no se comprenden muy bien sus mecanismos de acción.
En Harvard acaba de descubrirse uno de esos mecanismos de acción. El doctor Hui, con la ayuda del equipo del Massachusetts General Hospital, uno de los centros más grandes de imágenes funcionales cerebrales del mundo, ha mostrado cómo el cerebro emocional puede ser directamente controlado mediante acupuntura. Estimulando un único punto —situado en el dorso de la mano, entre el pulgar y el índice—, ha evidenciado la anestesia parcial de circuitos de dolor y del miedo (véase ilustración nº 5). Este punto —que los antiguos manuales chinos llaman «intestino grueso 4»— es uno de los más antiguos y más utilizados por todos los acupuntores del mundo. Goza de una justa reputación en cuanto al control del dolor y la ansiedad... La estimulación de la superficie de la piel, como ocurre con el EMDR cuando se utiliza la piel en lugar de movimientos oculares, parece pues capaz de “hablar” de manera muy directa al cerebro emocional y de actuar sobre él.9
Uno de los casos más asombrosos para mí de este uso fue el de Caroline, otra paciente de Thomas, el acupuntor de nuestro Centro de Medicina Complementaria. Se trataba de una joven de 28 años que acababa de ser operada de un cáncer de estómago muy agresivo. Al día siguiente de la operación sufría mucho y sólo la morfina, que ella misma se dosificaba, era capaz de aliviarla. No obstante, toleraba mal dicho medicamento, pues le impedía pensar con claridad y le provocaba pesadillas a veces muy intensas. Thomas tuvo ocasión de ocuparse de ella en el marco de un estudio que llevábamos a cabo en aquellos momentos. Al principio, Caroline se mostró tan preocupada por su dolor que apenas se dio cuenta de las tres finas agujas que Thomas introdujo durante cuarenta y cinco minutos en su mano, tibia y abdomen. No obstante, a partir del día siguiente, no utilizó más morfina, sólo en pequeñas dosis cada veinticuatro horas, según las anotaciones de las enfermeras. Dos días después dijo que no sólo casi ya no le dolía, sino que empezaba a sentirse más fuerte y decidida que nunca a hacer frente a su enfermedad, sin dejarse desanimar por el pesimismo de sus médicos. La ansiedad parecía haberse disuelto al mismo tiempo que el dolor, y sin ninguno de los efectos secundarios típicos de los medicamentos antálgicos.[2]10,11
El estudio de Harvard muestra que las agujas de acupuntura son, en efecto, capaces de bloquear las regiones del cerebro emocional responsables de la experimentación del dolor y la ansiedad. Gracias a ese estudio se han podido comprender mejor resultados tan impresionantes como los observados en el caso de Caroline. Los estudios realizados en conejos que no sienten más dolor, así como en heroinómanos con síndrome de abstinencia, también sugieren que la acupuntura estimula la secreción de endorfinas, esas pequeñas moléculas producidas por el cerebro y que actúan como la morfina o heroína.
Existe un tercer mecanismo de acción que los investigadores empiezan a discernir: una sesión de acupuntura tendría una influencia directa en el equilibrio de las dos ramas del sistema nervioso autónomo. Aumentaría la actividad del parasimpático —el “freno” de la fisiología— a costa de la actividad del sistema simpático, el “acelerador”. Por ello favorecería la coherencia del ritmo cardíaco y, de forma más general, permitiría reequilibrar el sistema. Las consecuencias de este equilibrio en todos los organismos del cuerpo están bien documentadas. Como ya hemos visto en los capítulos precedentes, su importancia para el bienestar emocional, la salud, el retraso del envejecimiento y la prevención de la muerte súbita ha sido suficientemente documentada en revistas tan reputadas como The Lancet, American Journal of Cardiology, Circulation, etc.
¿Correspondería este equilibrio de la fisiología al equilibrio de la «energía vital», del qi, del que ya hablaban textos de dos mil quinientos años de antigüedad? Sin duda no es posible reducir el qi a una única función, pero el equilibrio del sistema nervioso autónomo es ciertamente uno de sus aspectos. Ahora se sabe que puede ser influido por la meditación, como ya hemos visto en el capítulo 3, por la alimentación, como veremos en el siguiente capítulo, y ahora por la acupuntura. Éstos son exactamente los tres métodos de reforzamiento del qi en los que insisten las medicinas china y tibetana...
Al comenzar el siglo xxi asistimos a intercambios sin precedentes entre las culturas médicas y científicas de todo el mundo. Como un nuevo “paso del Noroeste” a través del estrecho de Bering, una lengua de tierra firme parece haberse tendido entre las grandes tradiciones de Occidente y Extremo Oriente. Gracias a las imágenes funcionales y a los progresos de la biología molecular, está a punto de establecerse la relación entre el cerebro, las moléculas de las emociones como las endorfinas, el equilibrio del sistema nervioso autónomo y el «flujo de energía vital» del que hablaban los antiguos. De estos múltiples vínculos, sin duda, nacerá una nueva fisiología que algunos, como Candice Pert, profesora de fisiología y de biofísica de la Universidad de Georgetown, en Washington, denominan la fisiología del «sistema cuerpo-cerebro unificado».12
La acupuntura no es más que uno de los tres pilares de la medicina tradicional china. Los otros dos son, por una parte, el control de la fisiología mediante la actitud mental —tanto a través de la meditación como de ejercicios de coherencia cardíaca de los que ya hemos hablado—, y, por otra parte, la alimentación. Para los practicantes de esta medicina cuya sabiduría nos resulta cada día más evidente en Occidente, no tendría ningún sentido utilizar acupuntura o cultivar el equilibrio mental y fisiológico sin prestar una atención particular a los componentes que renuevan constantemente nuestro cuerpo, es decir, a los alimentos que ingerimos. Se trata de un campo abandonado casi por completo por parte de los psiquiatras y psicoterapeutas contemporáneos. No obstante, se han realizado descubrimientos muy importantes acerca del control del estrés, de la ansiedad y de la depresión a través de la alimentación. Descubrimientos con un aprovechamiento inmediato.