1. UNA NUEVA MEDICINA DE LAS EMOCIONES

«Dudar de todo o creérselo todo son dos soluciones igualmente cómodas que nos eximen de reflexionar.»

HENRI POINCARÉ, La ciencia y la hipótesis.

Todas las vidas son únicas, y cada una de ellas es difícil. Nos solemos sorprender envidiando la vida de los demás: «Ah, si fuese tan bella como Marilyn Monroe», «Ah, si tuviese el talento de Marguerite Duras», «Ah, si pudiera llevar una vida llena de aventuras como Hemingway»... Lo cierto es que no tendríamos los mismos problemas, al menos no los nuestros. Pero tendríamos otros: los suyos.

Marilyn Monroe, la más sexy, célebre y libre de las mujeres, deseada incluso por el presidente de su país, ahogaba su desazón en el alcohol y murió de sobredosis de barbitúricos. Kurt Cobain, el cantante del grupo Nirvana, convertido en vedete planetaria de la noche a la mañana, se suicidó antes de haber cumplido los treinta años. También el suicidio apareció en la vida de Hemingway, a quien un premio Nobel y una vida fuera de lo común no evitaron un profundo sentimiento de vacío existencial. En cuanto a Marguerite Duras, talentosa y capaz, conmovedora, y adulada por sus amantes, se destruyó mediante el alcohol. Ni el talento, la gloria, el poder, el dinero o la adulación femenina o masculina hacen que la vida sea fundamentalmente más fácil.

Y no obstante, existen personas felices que llevan una vida armoniosa. Por lo general, tienen la sensación de que la vida es generosa. Saben apreciar lo que les rodea y los pequeños placeres cotidianos: las comidas, el sueño, la serenidad de la naturaleza, la belleza de la ciudad. Les gusta creer y construir, tanto objetos como proyectos o relaciones. Esas personas no forman parte ni de una secta ni de una religión particular. Se las puede encontrar por las cuatro esquinas del mundo. Algunas son ricas, otras no; algunas están casadas, otras viven solas; algunas cuentan con talentos particulares, mientras que otras son perfectamente normales. Todas han conocido fracasos, decepciones y momentos difíciles. Nadie escapa a todo eso. Pero en conjunto parecen saber sortear mejor los obstáculos: se diría que cuentan con una aptitud particular para crecerse frente a la adversidad, para dar un sentido a su existencia, como si mantuviesen una relación más íntima con ellas mismas, con los demás, y con lo que han elegido hacer de su vida.

¿Qué es lo que permite alcanzar un estado así? Tras veinte años de estudio y práctica de la medicina, sobre todo en las grandes universidades occidentales, pero también junto a médicos tibetanos o chamanes amerindios, he descubierto algunas claves que han demostrado ser útiles tanto para mis pacientes como para mí mismo. Con gran sorpresa por mi parte no me han enseñado ninguna de ellas en la universidad. No se trata de medicamentos ni de psicoanálisis.

El momento crítico

Nada me preparó para semejante descubrimiento. Empecé mi carrera en medicina sobre todo por amor a la ciencia y la investigación. Al final de mis estudios abandoné el mundo de la práctica médica durante cinco años para interesarme por la manera en que los sistemas de neuronas engendran pensamientos y emociones. Obtuve un doctorado en ciencias neurocognitivas bajo la supervisión de los profesores Herbert Simon —uno de los pocos psicólogos que han recibido el premio Nobel—, y James McClelland, uno de los fundadores de la teoría de los sistemas de neuronas. El principal resultado de mi tesis fue publicado en Science, la revista de referencia en la que todo científico espera ver publicados sus trabajos algún día.

Tras esta rigurosa formación científica me costó regresar a la práctica clínica para terminar mi especialización en psiquiatría. Los médicos de los que se suponía que debía aprender mi oficio me parecían demasiado imprecisos en su enfoque, demasiado empíricos. Estaban mucho más interesados en la práctica que en la base científica que enseñaban. Tenía la impresión de no aprender más que recetas (para esta enfermedad, hacer tal y cual pruebas, y utilizar los medicamentos A, B y C a tales dosis durante tantos días...). Todo ello me parecía demasiado alejado del espíritu de cuestionamiento permanente y de la precisión matemática que tan familiares me resultaban. No obstante, me animaba repitiéndome que aprendía a cuidar pacientes en el seno del departamento de psiquiatría más riguroso y orientado hacia la investigación de Estados Unidos. En la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh, nuestro departamento recibía más fondos del Gobierno destinados a investigación que todos los demás, incluido el prestigioso departamento de trasplantes cardíacos y hepáticos de nuestro hospital. No sin cierta arrogancia, nos considerábamos “científicos clínicos”, y no simples psiquiatras.

Poco tiempo después obtuve fondos procedentes del National Institute of Health[1] y de diversas fundaciones privadas, que me permitieron crear un laboratorio de investigación acerca de las enfermedades mentales. El futuro no habría podido ser más prometedor: podría saciar mi sed de hechos y conocimientos. Pero al cabo de muy poco tiempo pasaría por ciertas experiencias que cambiarían por completo mi visión de la medicina y transformarían mi vida profesional.

Primero fue un viaje a la India, para trabajar con refugiados tibetanos en Dharamsala, la población donde reside el Dalai Lama. Allí conocí la práctica de la medicina tradicional tibetana, que establece un diagnóstico de los “desequilibrios” gracias a la palpación prolongada de los pulsos de ambas muñecas, y a la inspección de la lengua y la orina. Sus practicantes curan utilizando sólo la acupuntura y las plantas. No obstante, con toda una gama de enfermedades crónicas parecían tener tanto éxito como la medicina occidental. Y sin embargo, existían dos grandes diferencias: los tratamientos presentaban menos efectos secundarios y costaban bastante menos en términos económicos. Al reflexionar sobre mi práctica de psiquiatra me pareció que mis propios pacientes sufrían sobre todo, también, de enfermedades crónicas: depresión, ansiedad, trastorno maníaco-depresivo, estrés... Por primera vez empecé a hacerme preguntas acerca del menosprecio que me había sido inculcado a lo largo de mis años de estudio hacia las medicinas tradicionales. ¿Estaba basado en hechos —como siempre había creído— o simplemente en la ignorancia? El palmarés de la medicina occidental es inigualable en cuanto a enfermedades agudas, como la neumonía, la apendicitis y las fracturas. Pero está lejos de resultar ejemplar en lo concerniente a las enfermedades crónicas, incluyendo la ansiedad y la depresión...

Otra experiencia, ésta más personal, me forzó a enfrentarme a mis propios prejuicios. Con motivo de una visita a París, una amiga de la infancia me explicó cómo se había recuperado de un episodio depresivo lo suficientemente serio como para destruir su matrimonio. Había rechazado los medicamentos propuestos por su médico y se había dirigido a una especie de sanadora que la había tratado mediante una técnica de relajación parecida a la hipnosis, que le permitió revivir antiguas emociones rechazadas. Algunos meses con dicho tratamiento le permitieron estar «mejor que normal». No sólo ya no estaba deprimida, sino que por fin se sentía liberada del peso de treinta años pasados sin lograr despedirse de su padre, desaparecido cuando mi amiga tenía seis años. De repente había recobrado una energía, una ligereza y una claridad de acción desconocidas hasta ese momento. Me alegré por ella y al mismo tiempo me sentí sobresaltado y decepcionado. A lo largo de todos mis años estudiando el cerebro, el pensamiento y las emociones, especializándome en psicología científica, en neurociencia, en psiquiatría y psicoterapia, no había visto nunca unos resultados tan espectaculares. Y ni siquiera una vez había oído hablar de ese método. Y todavía peor: el mundo científico en el que me hallaba inmerso desalentaba todo interés sobre esas técnicas “heréticas”. No eran más que cosas de charlatanes, y por ello no merecían la atención de los médicos de verdad, y menos todavía su curiosidad científica.

No obstante, era innegable que mi amiga había obtenido en pocos meses más de lo que nunca habría logrado utilizando medicamentos, o siguiendo una psicoterapia convencional. De hecho, si me hubiera consultado como psiquiatra, no habría sino restringido sus posibilidades de vivir una transformación tal. Todo ello representó para mí una gran decepción y, al mismo tiempo, una llamada al orden. Si, tras tantos años de estudios y formación, era incapaz de ayudar a alguien que me importaba tanto, ¿para qué servían todos esos conocimientos? A lo largo de los meses y los años siguientes aprendí a abrir mi espíritu a numerosas y distintas maneras de curar y descubrí, con gran sorpresa, que no sólo eran más naturales y suaves, sino a menudo más eficaces.

Cada uno de los siete enfoques que utilizo normalmente en mi práctica explora, a su manera, mecanismos de autocuración presentes en el espíritu y el cerebro humanos. Estos siete enfoques han sido sometidos a rigurosas evaluaciones científicas que demuestran su eficacia, y han sido objeto de numerosas publicaciones en revistas científicas internacionales de referencia. No forman todavía parte del arsenal médico occidental, ni siquiera de la psiquiatría o la psicoterapia. La razón principal de este retraso es que aún no se comprenden bien los mecanismos responsables de sus efectos. Es un obstáculo importante, puede que incluso legítimo, para una práctica de la medicina que se autodenomina científica. No obstante, no cesa de aumentar la demanda de estos métodos de tratamiento naturales y eficaces. Y existen buenas razones para que así sea.

El balance

La importancia de los trastornos ligados al estrés —como la depresión y la ansiedad— en las sociedades occidentales es bien conocida. Las cifras son alarmantes:

· Los estudios clínicos sugieren que entre el 50 y el 75% de todas las visitas al médico están motivadas sobre todo por el estrés,[2] y que, en términos de mortalidad, el estrés es un factor de riesgo más grave que el tabaco.1,2

· De hecho, la mayoría de los medicamentos más utilizados en los países occidentales pretende tratar problemas directamente relacionados con el estrés, son: los antidepresivos, ansiolíticos y somníferos, los antiácidos, para la acidez y úlceras de estómago, y los dedicados a combatir la hipertensión y el colesterol.3

· Según un informe del Instituto Nacional de Medicamentos de Francia, los franceses se hallan, desde hace bastantes años, entre los mayores consumidores mundiales de antidepresivos y tranquilizantes.4 Con un francés de cada siete consumiendo regularmente un medicamento psicotropo, Francia está claramente por delante de todos los países occidentales. El consumo es incluso el 40% superior al de Estados Unidos. En Francia se ha duplicado el uso de antidepresivos en los últimos diez años.5 Los franceses también son los mayores consumidores de alcohol del mundo;6 pues a menudo el consumo de alcohol es una manera de tratar los problemas de estrés y depresión.

Aunque los problemas de estrés, ansiedad y depresión no hacen sino aumentar, los que los sufren a ambos lados del Atlántico no hacen más que poner en cuestión los pilares tradicionales de la medicina de las emociones: el psicoanálisis, por una parte, y los medicamentos, por otra. Un estudio de Harvard ha mostrado que desde 1997 la mayoría de los estadounidenses prefieren los llamados métodos «alternativos y complementarios» para aliviar su sufrimiento, frente a medicamentos o una psicoterapia convencional.7

El psicoanálisis pierde terreno. Tras haber dominado la psiquiatría durante treinta años, su crédito se va agotando tanto entre el público como entre los especialistas, porque no ha demostrado de manera suficientemente clara su eficacia.8 Todos conocemos a alguien que se ha beneficiado mucho de una cura analítica, pero también conocemos a otras personas que no hacen más que dar vueltas en el diván desde hace muchos años. En ausencia de evaluaciones científicas y cuantificables, es difícil precisarle a un paciente, que padece una depresión o ataques de angustia, cuáles son sus posibilidades de curarse mediante el psicoanálisis. Dado que los psicoanalistas convencionales suelen presentar el tratamiento como algo que puede durar más de seis meses, cuando no años, y como dicho tratamiento acostumbra a costar más que un coche nuevo, se comprenden las reticencias de los potenciales pacientes. Aunque los grandes principios de esta «cura mediante la palabra» no se han puesto ciertamente en cuestión, es normal, en una situación así, que las personas intenten conocer las alternativas.

El otro camino, que es el más practicado, es la nueva psiquiatría, llamada biológica, que trata principalmente mediante medicamentos psicotropos, como Prozac, Trankimacín, Besitrán, Aremis, Zyprexa, litio, etc. En los medios de información y en el mundo literario, el psicoanálisis sigue siendo el sistema de referencia dominante porque ofrece un abanico de interpretación que se adapta a todos los fenómenos humanos, se esté de acuerdo o no. Pero, en las trincheras de la práctica médica cotidiana, los que dominan son los medicamentos psicotropos, como lo demuestra el Instituto Nacional del Medicamento. El reflejo de recetar se ha generalizado de tal manera que, si una paciente llora delante de su médico, tiene todas las posibilidades de acabar con una receta para un antidepresivo.

Pero, es muy frecuente que cesen los beneficios de los medicamentos psiquiátricos cuando se interrumpe el tratamiento y que un gran número de pacientes recaiga.9 Por ejemplo, un riguroso estudio, realizado por un grupo de Harvard especializado en tratamientos con drogas, muestra que alrededor de la mitad de los pacientes que dejaron de tomar antidepresivos sufrió una recaída en el año siguiente al cese del tratamiento.10

Un enfoque distinto

En todo el mundo está naciendo hoy en día una nueva medicina de las emociones: una medicina sin psicoanálisis ni Prozac. Desde hace cinco años, en el Hospital de Shadyside de la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos, exploramos cómo aliviar la depresión, la ansiedad o el estrés mediante una combinación de métodos que suelen utilizar el cuerpo en lugar del lenguaje. Este libro describe los distintos componentes de dicho programa, el por qué han sido elegidos, y cómo los hemos utilizado.

Los grandes principios podrían resumirse de la siguiente manera:

· En el interior del cerebro se encuentra un cerebro emocional, un verdadero «cerebro en el cerebro». Este cerebro cuenta con una arquitectura distinta, con una organización celular diferente, e incluso con propiedades bioquímicas distintas del resto del neocórtex, es decir, de la parte más evolucionada del cerebro, que es la sede del lenguaje y del pensamiento. De hecho, el cerebro emocional suele funcionar independientemente del neocórtex. El lenguaje y la cognición no tienen más que una influencia limitada sobre él: no se le puede ordenar a una emoción que aumente de intensidad, o que desaparezca, de la misma manera que se puede ordenar al espíritu que hable o se calle.

· Por su parte, el cerebro emocional controla todo lo que rige el bienestar psicológico y una gran parte de la fisiología del cuerpo: el funcionamiento del corazón, la tensión arterial, las hormonas, el sistema digestivo e incluso el inmunitario.

· Los desórdenes emocionales son consecuencia de disfunciones de este cerebro emocional. En muchas ocasiones, estas disfunciones tienen su origen en experiencias dolorosas vividas en el pasado, sin relación con el presente, pero que se hallan impresas de manera imborrable en el cerebro emocional. Estas experiencias acostumbran a controlar nuestras percepciones y comportamiento, a veces varias decenas de años después.

· La tarea principal del psicoterapeuta es “reprogramar” el cerebro emocional de manera que se adapte al presente en lugar de continuar reaccionando a situaciones del pasado. Con este fin suele ser más eficaz utilizar métodos que pasan por el cuerpo y tienen una influencia directa sobre el cerebro emocional en vez de usar el enfoque del lenguaje y la razón a los que es tan poco permeable.

· El cerebro emocional posee mecanismos naturales de autocuración: se trata de capacidades innatas que recuperan el equilibrio y el bienestar comparables a otros mecanismos de autocuración del cuerpo, como la cicatrización de una herida o la eliminación de una infección. Los métodos que pasan por el cuerpo se aprovechan de estos mecanismos.

Figura 1: El cerebro límbico. En el centro del cerebro humano se encuentra el cerebro emocional. Estas estructuras, llamadas “límbicas”, son las mismas en todos los mamíferos. Están compuestas de un tejido neuronal distinto del cerebro cortical responsable del lenguaje y el pensamiento. Las estructuras límbicas son las encargadas de las emociones y las reacciones de supervivencia. En lo más profundo del cerebro se halla la amígdala, un núcleo de neuronas donde se originan todas las reacciones de miedo.

Los métodos de tratamiento que presentaré en las páginas siguientes están dirigidos directamente al cerebro emocional. Prescinden casi por completo del lenguaje. Producen sus efectos a través del cuerpo en lugar del pensamiento. Existe un gran número de dichos métodos. En mi práctica clínica doy preponderancia a los que han sido validados científicamente a través de estudios y ofrecen garantías de rigor y credibilidad.

Los capítulos siguientes presentan, pues, cada uno de estos enfoques, ilustrados con historias de pacientes cuya vida se ha visto transformada por su experiencia. También me esfuerzo por mostrar de qué manera se ha evaluado científicamente cada método y cómo se han establecido sus beneficios. Algunos son muy recientes y utilizan tecnologías punta, como, por ejemplo, el denominado «movimientos oculares de desensibilización y reprocesamiento» (más conocido por su acrónimo inglés, EMDR), o el llamado «coherencia del ritmo cardíaco», e incluso la «sincronización de los ritmos cronobiológicos con el amanecer artificial». Otras técnicas, como la acupuntura, la alimentación, la comunicación afectiva y los métodos de integración social, son temas tratados por tradiciones médicas plurimilenarias. Pero, sean cuales sean sus orígenes, todo empieza con las emociones. Por tanto, es necesario explicar precisamente, y en primer lugar, cómo funcionan éstas.

Curación emocional
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