6. EL EMDR EN ACCIÓN

Lilian era actriz y enseñaba su arte en un teatro de fama nacional. Había actuado un poco por todo el mundo y sabía cómo dominar el miedo. A pesar de ello, si ahora se hallaba frente a mí, en mi consulta, era porque en esta ocasión ese viejo enemigo se había apoderado de ella. Estaba aterrada desde que le habían diagnosticado un cáncer de riñón. Hablando con ella me enteré de que había sido violada en varias ocasiones por su padre cuando todavía era una niña. La impotencia que ahora sentía frente a su enfermedad era posiblemente un eco de la impotencia conocida de niña, cuando ya entonces le resultó imposible escapar a una situación terrible y sin salida. Recordaba perfectamente el día en que, a los seis años, se hizo un corte en la cara interna del muslo al caerse en el jardín. Su padre la llevó al médico, que le dio algunos puntos de sutura que le llegaban hasta el pubis. El médico le dio los puntos ante su padre, y sin anestesia. Una vez en casa de nuevo, su padre la había echado en la cama, boca abajo, inmovilizándola colocando la mano sobre la nuca, y la violó por primera vez. Lilian empezó diciéndome que había hecho psicoanálisis varios años durante los cuales ya había hablado mucho del incesto y de su relación con el padre. Creía que no serviría de nada repasar esos viejos recuerdos que creía finalmente resueltos. Pero la relación entre esa escena —que conectaba entre ellos los temas de la enfermedad, de la impotencia absoluta y del miedo— y la angustia que vivía en la actualidad frente a su cáncer me parecieron muy intensos como para dejar de explorarlos más. Acabó por estar de acuerdo y, desde la primera serie de movimientos oculares, revivió el terror de la niña de seis años, que se manifestó por todo su cuerpo. También le vino una idea a la cabeza, una idea que había tenido en ese momento: «¿Y si fuese culpa mía? ¿No ha sido mi caída en el jardín y el hecho de que mi padre ha visto mi sexo donde el médico lo que le ha empujado a hacer eso?». Como casi todas las víctimas de abusos sexuales, Lilian se sentía en parte responsable de esos actos atroces. Le pedí simplemente que continuase pensando en lo que acababa de decir y que realizase otra serie de movimientos oculares. Al cabo de treinta segundos, en la siguiente pausa, me dijo que ahora se daba cuenta de que no había sido culpa suya. No era más que una niñita, y el papel de su padre era ocuparse de ella, cuidarla y protegerla. Ese razonamiento se impuso en ella como una evidencia: no había hecho absolutamente nada que pudiera justificar tal agresión. Sólo se había caído. ¿Qué podía ser más normal en una niña activa y curiosa? La conexión entre el punto de vista del adulto y la vieja distorsión conservada en su cerebro emocional estaba a punto de establecerse ante mis propios ojos.

Tras la siguiente serie de movimientos oculares su emoción se transformó. El miedo se convirtió en cólera justificada: «¿Cómo pudo hacer algo semejante? ¿Cómo es posible que mi madre le dejase hacerlo durante años?». Las sensaciones corporales, que parecían tener tanto que decir como sus palabras, también cambiaron. Cambió la presión sobre la nuca que había vuelto a revivir unos minutos antes, y el miedo que había sentido en su vientre cambió: ahora sentía una intensa presión en el pecho y la mandíbula, como suele producir la cólera. Algunas escuelas de psicoterapia consideran que el objeto del tratamiento de las víctimas de violación es precisamente acompañarlas hasta que se produce esta transformación del miedo y la impotencia en cólera legítima. En EMDR, el tratamiento continúa simplemente de la misma manera, durante tanto tiempo como el paciente siente transformaciones internas. En efecto, algunas series de movimientos oculares más tarde, Lilian se vio como una niña sola, emocionalmente abandonada y abusada sexualmente. Sintió una profunda tristeza y una gran compasión por esa pobre niña. Al igual que en los estadios de duelo descritos por Elizabeth Kübler-Ross, la cólera se tornó tristeza.1 Después comprendió que la adulta competente en la que se había convertido podía cuidar de la niña. Eso la hizo pensar en la ferocidad con la que había protegido a sus propios hijos —«como una leona», dijo—. Finalmente, evocó progresivamente la historia de su padre. Durante la segunda guerra mundial, en Holanda, su padre había entrado muy joven en la Resistencia. Fue arrestado y torturado. Durante toda su infancia, Lilian había oído a su madre y a sus abuelos decir que nunca había vuelto a ser el mismo. Sintió una oleada de piedad y compasión por él. Incluso de comprensión. Le veía como un hombre que había tenido una gran necesidad de amor y compasión, que su esposa, dura y seca, nunca le había proporcionado, ni tampoco sus padres, atrapados en una tradición cultural que no concedía ninguna importancia a las emociones. Lilian le veía ahora como un hombre desorientado y perdido, como alguien que había vivido cosas tan duras que «no era de extrañar que se hubiera vuelto loco». Y ahora le veía como era: «Un pobre anciano, tan débil que le costaba caminar. Ha tenido una vida muy difícil. Me siento triste por él».

En sesenta minutos pasó del terror de una niña violada a la aceptación e incluso a la comprensión de su agresor, el punto de vista más adulto posible. Y no se había omitido ninguno de los estadios habituales del trabajo de duelo, como son descritos por el psicoanálisis. Era como si meses, incluso años, de psicoterapia se hubieran condensado en una única sesión. La estimulación del sistema adaptativo de tratamiento de información parecía haberla ayudado a establecer todos los vínculos necesarios entre los acontecimientos del pasado y su perspectiva de mujer adulta. Una vez que dichos vínculos se establecieron, la información disfuncional fue digerida —«metabolizada», dicen los biólogos— y perdió su capacidad de desencadenar emociones no apropiadas. Lilian pudo incluso evocar el recuerdo de la primera violación y mirarlo cara a cara sin el menor trastorno: «Es como si fuese una simple observadora. Lo miro desde lejos. Sólo es un recuerdo, una imagen». Privado de su carga «límbica» disfuncional, el recuerdo pierde su vitalidad. Su influencia se difumina. Eso ya es mucho. Y no obstante, la resolución de viejos traumatismos que llevamos en nosotros como heridas no cicatrizadas no finaliza con la neutralización de los recuerdos antiguos.

Resuelto este traumatismo, así como algunos otros, Lilian descubrió una fuerza interior cuya existencia nunca había sospechado, ni que un día podría llegar a disponer de ella. Afrontó su enfermedad, y la posibilidad de la muerte, con mucha más serenidad. Se convirtió en la compañera a tiempo completo de sus médicos, pudo explorar numerosas formas de tratamientos complementarios para el cáncer, que utilizó con discernimiento e inteligencia, y, lo que aún es más importante, pudo continuar viviendo plenamente durante la duración de su enfermedad. Su psicoanalista, a la que seguía viendo una vez al mes, quedó tan sorprendida de la transformación tan repentina de Lilian que un día me llamó para preguntarme qué había sucedido. ¿Qué habíamos hecho de manera distinta, cuando en principio toda esa historia del incesto había quedado resuelta mediante su análisis? Al igual que la mayoría de psicoanalistas franceses y estadounidenses que han tenido una experiencia similar con uno de sus pacientes, inició rápidamente la formación en EMDR, que desde entonces pasó a formar parte sistemática de su trabajo psicoanalítico.

Tres años después de esas pocas sesiones, y a pesar de haber sufrido intervenciones quirúrgicas, quimioterapia y radioterapia, Lilian está más viva que nunca. La experiencia de la enfermedad y su fuerza vital le han proporcionado una cierta luminosidad. Vuelve a actuar en público y ha reanudado sus cursos. Espera que todo eso todavía dure mucho.[1]

Los niños de Kosovo

El trabajo del sistema adaptativo de tratamiento de información todavía es más rápido en los niños. Todo sucede como si estructuras cognitivas más simples y canales asociativos más irregulares permitieran quemar etapas.

Algunos meses después del final de la guerra de Kosovo, me trasladé allí como consultor para problemas de traumatismos emocionales. Un día se me pidió que visitase a dos jóvenes adolescentes, hermano y hermana. Durante la guerra, su casa había sido rodeada por milicianos. A su padre le mataron en su presencia. La chica fue violada mientras la amenazaban con un revólver en la sien en su propia habitación. Después de eso ya no pudo volver a poner los pies allí. En cuanto al chico, huyó con su tío por el tejado, pero les lanzaron una granada, que mató a su tío y a él le hirió gravemente en el abdomen. Los milicianos le dieron por muerto.

Desde entonces, los dos chiquillos vivían en un estado de ansiedad permanente. Dormían muy mal, comían poco y se negaban a abandonar su casa. El pediatra que les había visitado en numerosas ocasiones se inquietaba por ellos y no sabía qué hacer para ayudarlos. Se sentía especialmente preocupado porque era un viejo amigo de la familia. Una parte de mi trabajo consistía en enseñar a los médicos a diagnosticar el EEPT, y este pediatra en particular me pidió que hiciese algo por los chavales.

Al escuchar la historia de boca del médico, me dije que me iba a resultar difícil ayudarles, sobre todo en una lengua extraña y utilizando un intérprete. La intensidad de las emociones que sentían cuando evocaban esos recuerdos era muy fuerte. No obstante, me sorprendió, desde la primera sesión, constatar que, a partir de la primera serie de movimientos oculares, ni uno ni otra parecieron sacudidos. Recuerdo haber pensado que pudiera deberse tal vez a que la presencia del intérprete bloqueaba sus asociaciones, o a que el traumatismo había sido tan intenso que no podían acceder a las emociones (lo que en psiquiatría se denomina fenómeno de «disociación»). Con sorpresa por mi parte, al final de esta primera sesión, me dijeron que ahora eran capaces de evocar las imágenes de la agresión sin sentir el menor trastorno. Me pareció algo imposible: estaba seguro de que al cabo de unos pocos días veríamos que no se había resuelto nada.

Regresé una semana después, con la intención de reanudar el tratamiento y de volver a intentarlo, tal vez partiendo de otras escenas. Me quedé estupefacto al enterarme a través de su tía de que, la misma noche de nuestra primera sesión, los dos chiquillos habían cenado con normalidad por primera vez y que a continuación habían dormido toda la noche sin problemas, también por primera vez desde marzo. ¡La chica incluso había dormido en su habitación! No me lo podía creer. Sin duda, ambos eran demasiado educados como para decirme que no les había hecho ningún bien. ¿O tal vez se trataba de que simplemente no estaban dispuestos a que les hiciese más preguntas sobre un episodio tan doloroso? Si me asegurasen que no tenían más síntomas, puede que eso me disuadiese de tener que volver a empezar... Sin embargo, cuando les volví a ver me di cuenta de que algo había cambiado. Sonreían. Incluso se reían, como niños, mientras que antes siempre tenían un aspecto abatido y triste. También tenían un aire más reposado. Mi intérprete, que estudiaba medicina en Belgrado antes de la guerra, estaba convencido de que se habían transformado. A pesar de todo ello, yo seguí mostrándome muy escéptico en cuanto a la utilidad real de esas sesiones hasta que un día en que distintos terapeutas especializados en EMDR con niños me confirmaron que, en general, los niños reaccionan mucho más rápido y que expresan mucho menos sus emociones que los adultos. Tras esta experiencia en Kosovo, uno de los primeros estudios controlados sobre el tratamiento de EEPT entre los niños ha demostrado efectivamente que el EMDR es eficaz desde la primera infancia.2 En este estudio, la eficacia del método EMDR resultaba notable, aunque menos espectacular que la que yo había presenciado en Kosovo.

La batalla del método EMDR

Una de las cosas más curiosas en la historia del desarrollo del método EMDR es la resistencia que le oponen la psiquiatría y el psicoanálisis. En el 2000, la base de datos más utilizada sobre EEPT —la PILOTS Database del Dartmouth Veteran Administration Hospital— ya contaba con más estudios clínicos controlados sobre EMDR que sobre cualquier otro tratamiento de EEPT, incluyendo medicamentos. Los resultados de estos estudios resultaban tan impresionantes que tres “metaestudios” —es decir, estudios sobre todos los estudios publicados— han concluido que el EMDR era al menos tan eficaz como los mejores tratamientos existentes, pero también que parecía el método mejor tolerado y el más rápido.3

Y no obstante, en la actualidad, el método EMDR continúa siendo considerado un método “controvertido” por parte de la mayoría de los círculos universitarios estadounidenses, aunque en menor medida en Holanda, Alemania, Inglaterra o Italia. En Estados Unidos, algunos estamentos universitarios no han dudado en calificar al EMDR de «moda» o una «técnica de márketing».4 Esta actitud resulta sorprendente por parte de científicos respetados, pues no está basada en los hechos. Creo que se debe principalmente a que no se acaba de comprender el mecanismo responsable de la eficacia particular del EMDR. Es un fenómeno corriente en la historia de la medicina. Cuando se realizan grandes descubrimientos antes de que los pueda explicar una teoría, se enfrentan sistemáticamente a una violenta resistencia por parte de las instituciones. Sobre todo si el tratamiento es natural, o parece demasiado simple.

El caso a la vez más ilustre y sin duda más cercano al del método EMDR es la historia del doctor Philippe Semmelweis, del que trató la tesis de medicina de Louis-Ferdinand Céline. Semmelweis fue el médico húngaro que demostró la importancia de la asepsia (la ausencia de gérmenes) en los partos, veinte años antes que los trabajos de Pasteur. En esa época, en la clínica obstétrica donde el joven Semmelweis había sido nombrado profesor adjunto, más de una mujer de cada tres moría de fiebre puerperal en los días posteriores al parto.[2] Las mujeres más pobres de Viena, las únicas que podían acudir a tales clínicas, no iban más que obligadas y forzadas, pues sabían muy bien los riesgos a los que estaban expuestas. Semmelweis tuvo la extraordinaria intuición de proponer el experimento siguiente: todos los médicos de la clínica, que solían practicar disecciones con las manos desnudas inmediatamente antes de asistir a una mujer en el parto, deberían lavarse las manos con agua de cal clorada antes de tocar las partes genitales de sus pacientes. Le costó lo suyo imponer esa idea: todo ello sucedía antes del descubrimiento de los gérmenes, y no existía ninguna razón lógica para que algo invisible e inodoro pudiera transmitirse por las manos. No obstante, los resultados del experimento fueron extraordinarios: en un mes, ¡la tasa de mortalidad bajó de una paciente de cada tres a una de cada veinte!

La principal consecuencia del experimento de Semmelweis fue... ¡su despido! Sus colegas, a los que lavarse con agua de cal clorada les resultaba fastidioso, organizaron un motín y obtuvieron su despido. Como en aquella época no se conocía ninguna explicación plausible, Semmelweis fue ridiculizado a pesar de su clarísima demostración. Murió casi loco unos pocos años antes de que los descubrimientos de Pasteur y Lister permitieran, por fin, comprender científicamente lo que él había descubierto de manera empírica.

Más recientemente, en psiquiatría, ha hecho falta que pasasen más de veinte años para que el Gobierno estadounidense reconociera la eficacia del litio en el tratamiento de la afección maníaco-depresiva.[3] Como no se trata más que de una «sal mineral natural» sin beneficios conocidos para el sistema nervioso central y como no se comprendía su mecanismo de acción, el uso del litio se enfrentó a una considerable resistencia en los medios psiquiátricos convencionales. Otro ejemplo todavía más reciente, el descubrimiento, a principios de la década de 1980, de que las úlceras de estómago podían estar causadas por una bacteria —H. Pylori— y ser tratadas mediante antibióticos fue ridiculizado en todos los congresos científicos hasta que finalmente se aceptó, al cabo de más de diez años.[4]

El método EMDR y el dormir de los sueños

El hecho es que no siempre comprendemos cómo el método EMDR produce resultados tan espectaculares que impresionan incluso a los que lo utilizan. El profesor Stickgold, del laboratorio de neurofisiología y de estudios sobre el dormir y los sueños de Harvard, ha emitido la hipótesis de que los movimientos oculares u otras formas de estimulación que evocan una orientación de la atención desempeñan un importante papel en la reorganización de los recuerdos en el cerebro. Tanto durante el dormir —y en los sueños—, como durante una serie de EMDR. En un artículo publicado en la revista Science, Stickgold y sus colegas han propuesto que estas formas de estimulación pueden activar los vínculos asociativos entre recuerdos que están conectados entre sí mediante emociones.5 Stickgold cree que la estimulación sensorial que se produce en el método EMDR podría activar mecanismos similares.6 Otros investigadores han mostrado que los movimientos oculares también inducen una «respuesta de relajación obligatoria» desde las primeras series, lo que se traduce en una reducción inmediata de la frecuencia cardíaca y en un aumento de la temperatura corporal.7 Todo ello permite pensar que la estimulación del método EMDR refuerza la actividad del sistema nervioso parasimpático, como ocurre con la práctica de la coherencia cardíaca.

La teoría de Stickgold explicaría por qué es posible obtener resultados en EMDR con otras formas de estimulación de la atención aparte de los movimientos oculares. En efecto, el sistema auditivo también es estimulado durante el dormir de los sueños, y también se observan contracciones musculares involuntarias en la zona superficial de la piel.8 Por otra parte, algunos médicos clínicos utilizan, por ejemplo, sonidos presentados alternativamente a derecha y a izquierda mediante auriculares, e incluso la estimulación de la piel mediante palmaditas o vibraciones alternadas. De hecho, en el capítulo 8 veremos cómo la estimulación de la piel puede modular directamente la actividad del cerebro emocional.

Resulta evidente que falta mucho por descubrir acerca del sistema adaptativo de tratamiento de información y sobre los diversos métodos de ayudarle a realizar su trabajo de digestión, o de acelerarlo. Mientras tanto, el EMDR gana terreno rápidamente gracias a la acumulación de estudios científicos que demuestran su utilidad. En la actualidad, el método EMDR está oficialmente reconocido como tratamiento eficaz en el EEPT por la American Psychological Association, el organismo oficial de la profesión en Estados Unidos,9 la Sociedad Internacional para el Estudio del Estrés Traumático (ISTSS, que selecciona las recomendaciones de tratamiento para el EEPT basándose en conocimientos científicos establecidos)10 y por el Ministerio de Salud de Gran Bretaña.11 En Francia, Alemania y Holanda, el método EMDR empieza a enseñarse en la universidad.

En Francia, el EMDR debería integrarse de manera progresiva tanto en la práctica del psicoanálisis como en la de las terapias cognitivas y behavioristas, con las que comparte numerosas ideas. El método EMDR y el psicoanálisis no se oponen entre sí. Al contrario, un psicoanalista freudiano, lacaniano o kleiniano puede encontrar en el EMDR una eficaz herramienta complementaria que le facilite su trabajo.[5]

Los “pequeños” traumatismos dejan una huella profunda

Es posible que el descubrimiento del EMDR transforme la práctica de la psiquiatría y del psicoanálisis. A finales del siglo xix, Pierre Janet, y Sigmund Freud más tarde, presentaron la audaz hipótesis de que una gran parte de los trastornos psicológicos que aparecen a diario en las consultas de los médicos clínicos —depresión, ansiedad, anorexia, bulimia, abuso de alcohol o de drogas—, tenían su origen en sucesos traumáticos. Fue una contribución inmensa, pero a la que no le ha seguido un método de tratamiento que permitiese aliviar rápidamente a las personas que los sufrían. No obstante, cuando la huella disfuncional de las emociones es al fin eliminada por el método EMDR, los síntomas desaparecen a menudo por completo, y ello da paso a una nueva personalidad. Como se dispone de una herramienta que permite trabajar en la causa de los síntomas —no sólo controlarlos— y con mucha rapidez, lo que cambia es todo el enfoque acerca del paciente. Sobre todo porque los traumatismos “con t minúscula” son responsables de otros muchos síntomas además del EEPT.

Un estudio llevado a cabo en Australia en un servicio de urgencias ilustra las múltiples consecuencias de las pequeñas sacudidas emocionales. Los investigadores han seguido durante un año a las víctimas de accidentes de carretera que pasaban por el servicio. Al final del año les hicieron pasar una serie de exámenes psicológicos. Más de la mitad habían desarrollado síndromes psiquiátricos a consecuencia del accidente. De todos los síndromes constatados, el EEPT era el menos frecuente. De lo que más sufrían esas personas era de depresiones simples, de ataques de ansiedad banales, de fobias. Un buen número de ellas había incluso desarrollado una anorexia, una bulimia o un abuso del alcohol o las drogas, sin otros síntomas. La lección más importante que puede extraerse de este estudio es que no sólo es el EEPT, ni de lejos, el único estado que necesita la investigación de sucesos pasados que hubieran podido dejar cicatrices emocionales que todavía hacen sufrir. En todas las formas de depresión o ansiedad es necesario tratar de identificar sistemáticamente en la historia del paciente lo que ha podido desencadenar los síntomas que le perturban en la actualidad. Después hay que eliminar el mayor número posible de esas huellas emocionales.

Anne, la enfermera cuya historia he contado en el capítulo precedente, estaba tan preocupada por la imagen de su cuerpo que al principio de nuestra primera sesión estaba convencida de que una liposucción general le permitiría poder volverse a mirar en un espejo. Fue precisamente esta imagen de ella misma en un espejo —que la hacía rechinarlo que empezamos a tratar en la primera sesión de movimientos oculares. Con gran rapidez asoció esta imagen al recuerdo de su ex marido humillándola durante su embarazo. Durante el regreso de este recuerdo, lloró todas las lágrimas de su cuerpo, como si hubiera conservado intacta toda la emoción en el pecho durante los últimos tres años. Después en su rostro apareció una fría calma. Me miró un poco desconcertada: «¿Cómo pudo decirme algo así cuando lo que llevaba en mi vientre era su hijo?». A continuación le pedí que pensase simplemente en eso y que volviese a iniciar los movimientos oculares. En esta ocasión sonrió: «¡Qué tipo más inmundo! ¡No podría verle ni en pintura!», dijo, riéndose. Después de haberla llevado de nuevo a la imagen inicial de su cuerpo desnudo en un espejo, le pedí que se volviese a mirar ahora: «El cuerpo de una mujer normal de treinta años que tiene dos hijos...».

Sin embargo, el método EMDR no es una panacea. Según mi experiencia, esta técnica funciona en menor medida con síntomas que no hunden sus raíces en acontecimientos traumáticos del pasado. La técnica sigue resultando útil, pero los resultados no son ni tan rápidos ni tan impresionantes.[6] Por otra parte, para estas situaciones existen diversos métodos naturales que tratan directamente los ritmos biológicos del organismo. En efecto, el cerebro emocional no está únicamente sometido a las variaciones del corazón y a la influencia del dormir y los sueños. Está integrado en un entorno del que comparte todos los ritmos, el del sol y la alternancia del día y la noche, como el ciclo menstrual cuya periodicidad es lunar, así como el de las estaciones. Como veremos a continuación, esos ciclos más largos también representan vías de acceso al bienestar emocional.

Curación emocional
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