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Gutiérrez entró en su despacho. Le dijo que tenían una cita, que les habían llamado de una notaría del centro de Madrid, que se presentaran a las 4 de la tarde ya que se iba a revelar una información relacionada con el caso. Habían llamado escasamente una hora antes desde la notaría para decir que al abrir un testamento había un documento que debía ser entregado por el notario a los responsables de la investigación de los crímenes de la boca del metro.
A las 3 y media en punto se encontraban los dos en la notaría, pero el notario al que esperaban aún no había llegado. Esperaron en la sala hasta que se acercó un joven con cara de despistado, preguntando por ellos.
Les pidió los DNI y sus identificaciones, y después de cotejarlos, les hizo firmar un documento de entrega, y les dio un sobre. Les hizo pasar a una sala de aspecto rancio, notarial como subrayó Gutiérrez cuando se quedaron solos y les dejó para que abrieran el sobre, y para que después pudieran marcharse con el sobre y su contenido.
Gutiérrez lo abrió. Dentro había una carta, y se la pasó a Ana para que la leyera. Ésta lo hizo en voz alta.
Mi nombre es Samuel Gómez Almendro. Soy natural de un pequeño pueblo de Cuenca, cerca de Madrid, cuyo nombre quiero obviar porque ya llevo muchos años intentándolo olvidar.
Soy el asesino de la boca del metro, y si están leyendo este documento, es que ya he muerto. Podría añadir que ya sólo me juzgará Dios, pero como no creo en él, me da que saldré inmune de mis pecados.
No soy un asesino en serie. De las 6 personas que maté, solo una muerte era necesaria, el resto simplemente sirvieron para encubrir un asesinato, premeditado, de una persona cruel, odiosa, de una persona para la que no existen adjetivos suficientes para describirla.
Creé al asesino de la boca del metro para encubrir este asesinato. Todo el mundo buscaba un asesino en serie, por lo que nadie repararía en el acto de justicia que cometí.
Decidí matar a mi padre, Roberto Gómez Puelles hace mucho tiempo, pero tuve que esperar, tuve que tragar saliva, tuve que ver como se suicidaba mi madre harta de sus palizas, harta de no poder escapar de su lado. Tuve que ver morir a mi hermana de una sobredosis de heroína, una sobredosis provocada por los hechos que ocurrieron hace 10 años, cuando aún vivíamos en aquel pueblo de Cuenca.
Mi hermana se había quedado embarazada, y mi padre la encerró durante todo el embarazo en casa, en su cuarto. Jamás la habló, jamás le dijo nada, jamás la pegó, tan solo la mantuvo encerrada. Sin embargo, a mi madre y a mí nos apalizaba todos los días. Nos hacía pagar por el error de mi hermana, por no haberla sabido llevar por la senda del bien.
Por fin llegó el día del parto, un día de invierno. Recuerdo que era un día frío, que en la calle caía agua nieve. Fue mi madre la que atendió en el parto a mi hermana. Recuerdo sus gritos al parir, allí en casa, y a mi padre que me hizo encender la chimenea, una enorme chimenea con la que aún sueño.
Me hizo apilar un número muy grande de troncos al lado del fuego, que me obligó a avivarlo con fuerza, mientras esperaba en la puerta de la habitación de mi hermana a que se culminara el parto.
Por fin cesaron los gritos y al poco se escuchó, en medio del silencio, tan solo roto por las llamas, un llanto de bebé, de un recién nacido. Mi padre entonces entró en la habitación y en medio del silencio salió con el bebé agarrado de una pierna, y lo arrojó al fuego.
Aún recuerdo, en medio del silencio, el grito de dolor que pegó aquella víctima inocente, recién llegada a la vida, al sentir esa muerte tan dolorosa en su cuerpo. Intenté meter las manos en el fuego para rescatarlo, pero mi padre, con un puñetazo, me lo impidió. Me propinó patadas por todo el cuerpo mientras estaba en el suelo, pero no recuerdo dolor, tan solo tengo la imagen de aquel pequeño cuerpo consumiéndose, retorciéndose en el fuego, en la mayor de las torturas que una mente enferma puede crear.
Me obligó a mantener el fuego encendido toda la noche, hasta consumir completamente el cuerpo de la pequeña criatura, mientras escuchaba que entre gritos de puta y zorra le daba una paliza a mi hermana.
Al día siguiente decidí irme de aquella casa. Rehice mi vida como pude en Madrid y esperé, esperé hasta el momento propicio, alimentando mi odio hacia él. Esperé hasta que mató a mi madre, que se suicidó harta de sus palizas, hasta que se suicidó mi hermana, perdida en un mundo de drogas y prostitución intentando huir de aquella noche. Quizá esperé mucho, pero lo hice.
El asesino de la boca de metro ha sido mi coartada hasta mi muerte, pero mi padre no puede ser una víctima, mi padre era un asesino y así debe saberse. Y ahora que por fin soy libre, lo hago público, para que se sepa qué clase de asesino despiadado era Roberto Gómez Puelles, mi padre, el que me dio la vida y al que yo se la arrebaté.
Ana se quedó callada, horrorizada. Gutiérrez también se quedó en silencio. Cogieron la carta y salieron para el cuartel, para informar a Mario de lo ocurrido, y dar por cerrado el caso. Roberto Gómez Puelles era la víctima del Bernabéu.
Posteriormente se enteraron que su hijo había fallecido en un accidente de tráfico. Circulaba a gran velocidad con su coche cuando le reventó una rueda y se salió de la calzada, cayendo por un terraplén y estrellándose contra un árbol, muriendo en el acto, apenas un mes antes.