Un final heroico
...era el tercer día de batalla. Los que seguíamos con vida estábamos agotados, las heridas, la lluvia y la humedad nos castigaban más que el hambre. Recuerdo que, en círculo, espalda contra espalda luchábamos como tigres. En el centro manteníamos a los agonizantes y los heridos y, a falta de médico, el más hábil entre nosotros cosía heridas amputaba miembros o extraía todo tipo de objetos, puntas de flecha, trozos de lanza o balas.
Las pocas piezas que aún permanecían enteras de mi armadura me causaban un tremendo dolor. Las uniones, dadas de si, pellizcaban mis articulaciones, el cuero se había vuelto muy rígido, y no me permitían mover con agilidad, para colmo de males, hacía un día que no paraba de llover con fuerza y, la hakama como los tabis estaban empapados, luchar así era desalentador.
Nuestros adversarios aun siendo más estaban extenuados y descorazonados pues al hecho de pelear contra menos hombres pero mejor situados, nosotros peleábamos desde lo alto de la colina y ellos desde abajo, se unía el hecho, a nuestro favor, de contar con todos nuestros generales, cosa que no podían decir ellos, y eso se notaba a la hora de tomar decisiones urgentes en el campo de batalla.
La severa educación recibida, la dureza, de mi ayo Kempachi en su entrenamiento y los grandes conocimientos que adquirí hacían de mi el más joven de los generales de mi clan, pero a la vez, el más bravo y un líder al que mis hombres seguían con los ojos cerrados.
La batalla se prolongó un día más, si no moríamos pronto bajo las katanas de nuestros oponentes se encargaría de hacerlo el hambre o el agotamiento, así que decidí, sin contar con nadie más, atacar frontalmente a nuestros adversarios y llevarme conmigo el mayor número posible de ellos y dejar así nuestra memoria y honor en buen lugar. No dije nada, solo me aparté un poco del resto de hombres, les miré a los ojos y, en silencio, les fui dando las gracias. Gracias por haber estado siempre junto a mí, gracias por no oír jamás una queja de vuestros labios, gracias por ser unos bravos guerreros y excelentes hombres y, gracias, por morir hoy a mi lado. Recuerdo que incliné levemente la cabeza y cogí otra espada que se erguía clavada en el barro. Recuerdo que me giré con rapidez y gritando inicié el descenso por la colina. En poco tiempo me vi rodeado de adversarios con una katana detenía cortes y estocadas y con la otra cortaba o apuñalaba. La destreza de mis adversarios, simples soldados de infantería, sin sus lanzas, rotas o perdidas, se veía muy mermada al intentar pelear con una katana pero así es la guerra, como la vida misma, solo sobrevive quién se adapta mejor y yo, en eso, era un maestro, Kempachi insistía en mi deber de “adaptación” a todo lo que me rodeara – ¡gracias Kempachi! – y ahora los que me rodeaban no eran muy hábiles con una espada entre las manos.
Cuando uno lucha de ésta forma, sin importarle ya nada, pierde la noción del tiempo, pierde toda sensación, frío, hambre, dolor, ya nada tenía importancia para mi, salvo librar a mi clan y mis tierras de los invasores que ahora nos hacían frente.
Perdoné la vida algunos jóvenes pues vi el horror dibujado en sus rostros y como en un acto deshonroso, pero excusable debido a su corta edad, tiraban al suelo, presas del pánico, su sable para así pedir clemencia por su vida. En estos casos yo no dañaba al rival pero algunos hombres, viejos samuráis, cortaban o amputaban algún miembro para asegurarse que, una vez les daban la espalda, no les agredieran por la retaguardia. Yo creía que era suficiente vergüenza regresar con los tuyos sabiendo el acto cometido, sé, que una afrenta así no se perdona jamás por los de tu clan, por tu familia, y lo peor de todo por uno mismo pues se pierde toda autoridad y honor, se pierde la dignidad como guerrero y hombre, así pues, la vergüenza y deshonor eran superiores miles de veces a un corte de mi espada.
No recuerdo el tiempo que seguí luchando, pero sí recuerdo que todo transcurría despacio. Recuerdo las gotas de sudor al tocar mi cuello y la sangre de mis oponentes llegar a mis mejillas al seccionar mi espada alguna de sus arterias. Recuerdo los gritos al atacar de rabia, al retroceder de miedo, y al caer heridos de súplica... – Kempachi una vez me dijo: “El hombre que se rinde, que tira su espada, y pide clemencia es un cobarde, bajo tortura además un traidor” – muchos de ellos, cadetes, ya sabían por el color de la sangre donde habían sido alcanzados y rápidamente se suicidaban pues si la herida no era grave serían capturados y torturados y de ser grave sería, muy posiblemente, una muerte agónica.
Es en éstas circunstancias cuando más se aprecia la vida y la paz, la amistad, y quién es afortunado el amor. Para nosotros, los guerreros, todas éstas son palabras llenas de fuerza y les damos un gran valor.
Como decía, el tiempo transcurre despacio, todo se desarrolla con lentitud, hasta el movimiento más rápido parece lento. Mis heridas no me impedían tenerme en pie ni seguir luchando con ardor. Tenía herido un muslo, donde no termina de proteger bien el haidate, y arañazos en los hombros por la rotura del sode, la protección en aquella zona. Por lo demás estaba como el resto de mis compañeros, sediento, exhausto y empapado en una mezcla de agua sudor y sangre.
Así me había descrito Kempachi las batallas, así las había imaginado yo de niño, y así eran en realidad lo que no me había dicho nadie, ni tan siquiera el sabio de Kempachi, era, la soledad, el tremendo vacío que uno siente en medio del combate y el miedo que uno siente a ser herido, es un miedo que se extingue al ver tu propia sangre correr por primera vez, es como “el bautismo de batalla”..., todo eso se le olvido a Kempachi. Pero todas esas sensaciones, y muchas más, se aprenden rápidamente en el campo de batalla como se aprende a obedecer sin protestar o como diría mi padre – “que el sacrificio de uno, sirva al resto” – mi sacrificio era luchar sin tregua por mi clan y mis tierras.
No sé como ocurrió pero un infante acertó con su yari en mi hombro izquierdo. No fue una estocada profunda pero si dolorosa, además, rápidamente hice un movimiento hacia atrás con todo el brazo antes que él rematara la estocada, con un paso adelante, y entonces si estaría perdido. Sin saber cómo vi al infante caer de espaldas, yo no había hecho nada, pero vi como lentamente caían él y lanza, bañada la punta con mi sangre, al encharcado suelo. Giré instintivamente la cabeza y allí los vi, eran mis hombres bajando la colina y, a su paso, segaban con sus katanas todo lo que se movía, cuando no, los arqueros disparaban sus certeras flechas y una de ellas acabó con el joven infante. Pronto los que me rodeaban no eran enemigos sino hombres de mi clan que aún resistían. Era la tarde del cuarto día de combate, creo, ya he dicho que se pierde toda noción de espacio y tiempo. Aquella tarde era de un rojo plomizo y amenazaba otra vez lluvia, el cansancio era total, y las caras de mis hombres, que deberían ser un reflejo de la mía propia, eran de facciones desencajadas, con los ojos de “loco”, una mirada entre perdida y furiosa.
... pasó mucho tiempo pero recuerdo que mi espada se movía más por mi voluntad que por mis fuerzas y, en un momento dado, al abrir los ojos, lo que vi me sumió en un mar de dudas y tristeza, no tenía adversarios delante solo las ramas de un cerezo al cual ya no le quedaban hojas ni casi ramas..., ¿cuánto tiempo llevaría “atacando” aquel árbol?. Miré en todas direcciones y solo vi cuerpos yacentes a mis pies, ya no llovía, y miré al cielo despejado de nubes teñido con un tono rosa en el horizonte, lo contemplaba, con un regusto de sangre en la boca. Dejé caer mi espada y me toqué el hombro que ya no sangraba, la herida estaba seca..., me arrodillé junto mi katana, erguida, junto al cerezo.
Recé a mis antepasados y por el alma de mis hombres, aunque, no sabía los que seguían vivos, tampoco importaba, como también recé por las almas de mis adversarios pues, en una batalla, ¿quién tiene la razón?.
Cuando terminé, con gran dificultad, me erguí sobre mis doloridas, cansadas, y heridas piernas y recoloqué lo que días atrás fue una herencia familiar la armadura de mi padre guardada con toda pompa y respeto en una habitación especial de la casa desde los tiempos de mi abuelo, ya que éste fue, su primer dueño.
Avancé despacio, dubitativo, me costaba moverme y respirar mientras miraba con atención los cuerpos, muchos de ellos destrozados, que iba viendo en mi deambular. Observaba aquellos restos sin vida esperando una señal para acercarme pero, aquellos cuerpos tendidos, ya no tenían vida. Amigos y enemigos se amontonaban en grupos, aquí dos, allí tres o cuatro, alguno solo, los menos. Recogí una lanza la cual utilicé de bastón y, también, por si alguien intentaba sorprenderme aunque, era raro pues, no oía lamentos ni quejas y nadie rogando el golpe de gracia o clemencia. Así me desplacé por todo el campo de batalla, hasta subí la colina, el lugar donde tan bien nos protegimos por espacio de tres días. Todos estaban muertos. No quedaba nadie con vida, solo yo, ¿por qué el destino me había preparado aquella última jugada?.
Medité largo tiempo mi futuro, como si de una pregunta filosófica se tratara, con escasos veinticinco años de edad uno ve el tazón de te medio lleno, y no medio vacío, es decir se agarra a la vida. Medité, como he dicho, largo rato sobre lo que debía hacer y ya había tomado una determinación cuando oía los primeros carros llegar. Eran maleantes y campesinos de la zona ellos se encargarían de usurpar nuestras espadas, el bien más preciado, las armaduras, legitimo por linaje, y arrancamos la vida, si alguno la conservaba, para acallar la voz que les pudiera delatar por aquel pillaje, castigado por la ley, y repudiado por los samurais hasta los Ronin se avergonzaban de tales actos.
La base de la colina era amplia y tardarían en llegar. Les oía como se iban repartiendo piezas sueltas de armaduras, como se rifaban armas y como se disputaban las katanas de los oficiales más suntuosas, lógicamente, a las del resto de la tropa. Gozaba del tiempo suficiente para llevar a cabo mi plan, que no era otro que, ejecutar el suicidio ritual, el sepukku.
Busqué un espacio adecuado entre la base de un kito (árbol. Literalmente significa, calma) y el horizonte, viendo el crepúsculo, los últimos rayos del sol me indicarían el camino de los antepasados como un día recorriera mi hermano Akira ¿vendría él ahora a buscarme? ¿vendrían los guerreros de mi clan, Kempachi al frente, a buscarme? el sudor bañaba mis manos. Busqué en mi cinturón mi wakizashi, lo saqué con su saya, lo desenvainé y dejé sobre la hierba. Me quité, por fin, la armadura y la deposité con todo el cuidado que pude en la base del kito. Me quedé, tan solo, con el shitagi y la kobakama puestos, me arrodillé mirando el cobrizo horizonte, y recordando las palabras de mi madre, de medio lado, el tronco del árbol me ayudaría a culminar mi misión por si las fuerzas me flaqueaban y no podía terminar la acción, me dejaría caer sobre el tronco, así terminaría de golpe el sepukku.
Alcé los ojos hacia el sol, contemplé por última vez el cielo – ¿podría volar ahora? Me pregunté – la hoja del wakizashi me quemaba en las manos, sudaba ahora tanto o más que durante la batalla, debía vencer aquel pequeño atisbo de “cobardía” que empezaba aflorar en mi voluntad, así que con determinación mi mano izquierda buscó el lugar idóneo para la incisión, y allí se dirigió la punta del wakizashi, hacia la parte izquierda del bajo vientre. Efectué mi última inspiración y, consciente que era la postrera vez que lo hacía, seguiría una expiración larga y dolorosa pues lo vi, alguna vez, en las caras de otros que cometieron sepukku antes que yo. Después, el cuerpo se vence al frente, el suicida intenta aguantar y espera el “golpe de gracia”, la decapitación, yo no tendría tanta suerte pues solo disponía del tronco de un kito.
Oía como los rufianes ascendían, repartiéndose objetos, por la colina. En cuestión de minutos caerían sobre mi y no quería darles el privilegio de contar a sus amigos como se enfrentaron a un samurai y lo derrotaron así que, redoble mi valor y... rabia, recordé las palabras de mi madre y mirando al sol fui pronunciando el nombre de mis progenitores y hermanos, el de amigos y guerreros y dejé para el final, entre un grito de rabia y dolor, el de mi querido ayo ¡Kempachi!.