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Amberes. París. Finita la comedia
Se acercaba el último acto. Después de haber bordeado la costa para evitar las minas (habíamos recibido SOS de varios buques que habían explotado al chocar con una mina), el Mont Alta entró en el Escalda, Holanda. De vez en cuando se veían molinos a ambos lados. Anochecía.
Al día siguiente, domingo, llegamos a Bélgica. Cuatro semanas antes estaba en la catedral de Saint Patrick de Nueva York. Una niebla densa envolvía el río. Varias veces nos vimos obligados a detenernos y a hacer sonar la sirena, aquella sirena que yo había limpiado con tanto esfuerzo. Cada vez que veía el chorro de vapor que la ensuciaba, me sentía apenado.
Entre la bruma, distinguimos las formas de buques anclados. Lentamente fuimos remontando. Numerosos barcos de pesca descendían en sentido contrario. Pasamos por dos esclusas. El sol había salido. Teníamos frente a nosotros Amberes y sus gigantescas instalaciones. Observé aquel Mont Alta que me había servido de morada durante veintiún días. Me despedí de él. Atracamos y los representantes de la compañía subieron a bordo.
Era domingo. Imposible desembarcar; la aduana estaba cerrada. Llevé mis maletas a la cubierta y me despedí de todo el mundo. No necesitaba aduana porque no tenía nada a declarar…
El capitán elogió mi trabajo al representante de la compañía, un hombrecito jorobado con gafas, que me ofreció espontáneamente un billete de tren a París. También se ofreció a llevarme en su coche a la estación. Me deslicé con mis pesadas maletas por la pasarela, recorrí el muelle, me escondí detrás de un almacén. Vi a un aduanero que se paseaba arriba y abajo; me encontré con el representante, que me estaba esperando con su coche. Me volví una última vez y contemplé las luces del Mont Alta, que desaparecían en la noche.
Hacía un frío terrible. El representante de la compañía me dejó en la estación.
En la frontera francesa, un aduanero me preguntó:
—¿Más de cincuenta mil francos que declarar?
Me eché a reír. Tenía doscientos francos.
La estación del Norte de París. Me subí a un taxi. La carrera costó setenta y cinco francos. Entregué los doscientos francos que me quedaban al taxista. La vida era prodigiosa. Eran las seis y diez. Llamé al timbre de mi casa mientras contemplaba mis dos maletas en la penumbra de la escalera.