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Un hombre con sentido del humor

A las seis tomé el primer autobús hacia la salida de la ciudad. Unos obreros, al ver CANADÁ en mi maleta, se rieron. Un señor con la camisa blanca se levantó, me tendió su tarjeta de visita y me deseó buena suerte. Se llamaba L. H. Vandergrift (3.722 West II Street, Little Rock).

Muerto de sed bajo un sol de justicia, fui a llamar a la puerta de un bar. Cerrado. Me dirigí a la parte trasera y encontré una mujer mayor lavando la ropa en una máquina blanca. Le pregunté por qué estaba cerrado el café.

—Porque hoy hay elecciones en la ciudad. Todos los cafés han recibido la orden de permanecer cerrados para no vender cerveza ni otras bebidas alcohólicas.

Volví a mi sol, a mis maletas, a los automóviles que pasaban muy deprisa.

Hacía cuatro horas que estaba allí. Un Dodge negro se detuvo por fin. El conductor bajó la ventanilla.

—Si me permite un consejo, le diré que no se quede aquí haciendo autoestop. En el estado de Arkansas hay una ley que lo prohíbe. La policía lo detendrá y le obligará a recoger algodón durante ocho días.

Y arrancó sin volver a subir la ventanilla. Lamenté no haberle pedido su nombre y dirección para mandarle una postal de París.

Casi de inmediato se paró un Plymouth amarillo. Mi nuevo conductor, alto, con los zapatos desatados y la camisa abierta, sujetaba descuidadamente el volante con una mano mientras apoyaba el codo en la ventanilla. Algo enorme venía a nuestro encuentro.

Aminoramos la marcha. Era un tractor que tiraba de una casa de dos pisos, sobre un remolque inmenso. Mi compañero sonrió y me dijo:

—Cuando vuelva a Francia podrá contar que en Norteamérica las casas se pasean por la carretera.

Durante un buen rato contemplé por el retrovisor aquella casa que se bamboleaba despacio entre dos hileras de árboles.

Dejamos Arkansas y entramos en Misuri.

Mi anfitrión me invitó a comer. Me admiraba que todos los automovilistas se atrevieran a dejar el coche lleno de cosas sin cerrarlo nunca con llave.

El hombre, que tenía un rancho al oeste de Misuri, me dejó en la frontera de Ohio y Misisipí, porque yo seguía hacia el norte. Allí, de nuevo a solas, con mis dos maletas, observé el paisaje de praderas y bosques. De cada lado fluían dos grandes ríos, uno de los cuales era el Misisipí. Pensé en los maravillosos relatos de viajes del gran escritor Chateaubriand. Recordé que él llegó hasta aquí, aunque, por suerte para él, sin tener que hacer autoestop.

Un cartel anunciaba: Saint Louis, 165 millas; Chicago, 420. Muchos camiones grandes con matrícula de Nueva York me pasaron por delante de las narices. Todos llevaban pegado al parabrisas, un letrerito:

NO RIDERS

Empezaba a anochecer, y me había quedado tirado en medio del campo. No me quedaba más remedio que dormir bajo un puente. Tenía dos ante mí, de una longitud impresionante, pero afortunadamente se paró un gran camión cisterna rojo.

—Voy a Chicago —me dijo el conductor al tiempo que entreabría la puerta.

Lancé encantado las maletas en un gran portaequipajes situado bajo la cisterna y me subí al camión.

Así, sin detenerme por la noche, iba a adelantar un día. Ya había hecho la mitad del viaje. La vida me sonreía.

No iba a tardar en desilusionarme…