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Caza de osos en el gran norte canadiense

Dos días más tarde, salí a cazar osos al gran norte. Cruzamos el San Lorenzo por un puente metálico. A lo largo de la carretera, todos los pueblos tenían nombres de santos: Santa Teresa, San Jerónimo, Santa Adela. Cuando llegamos frente a un chalé construido con rollizos, perdido entre los árboles, ya había anochecido. Al fondo, bajo la luna, brillaba el lago Millette.

El interior del chalé era de un confort total. Unas llamas altas lamían unos troncos de arce y llenaban el ambiente con su olor a resina.

Acurrucado en una cama grande y caliente, oía soplar el viento en el bosque canadiense. Impresión de grandeza. Hasta el viento me parecía desmesurado.

Al amanecer salimos a buscar osos. Llevaba entre las manos una suntuosa escopeta de dos cañones que relucía bajo los primeros rayos del sol.

El arma me quedaba de maravilla, pero no sabía usarla. Sin embargo, apretar el gatillo no debía de ser demasiado difícil. El otoño en el bosque canadiense es esplendoroso. Los árboles adoptan todos los tonos del rojo vivo al amarillo. Desde un lugar elevado vi la vasta extensión que pasaba armoniosamente de un color a otro hasta donde alcanzaba la vista. Aunque se mezclaban muchas especies vegetales, dominaba el arce.

Caminábamos en fila india. Había unas estacas altas coronadas con carteles. Me explicaron que en invierno se acumulaban dos o tres metros de nieve y se practicaba el esquí, y que los carteles servían de indicaciones.

Una bandada de perdices se dispersó cerca de nosotros. Ni rastro de osos.

—¡Cuidado! —gritó alguien delante, y levantó el brazo para indicar que nos detuviéramos.

Instintivamente levanté la escopeta. No estaba demasiado tranquilo. Recordaba los fuertes barrotes y las rejas de la jaula de los osos en el zoo.

El cazador que iba delante de mí, oculto tras su árbol, nos indicó que efectuáramos un movimiento circular.

Estábamos en el lindero de un claro en cuyo centro crecía un manzano.

Para mi gran estupefacción, vi una gran masa marrón encaramada al árbol, comiendo manzanas, y otra masa similar echada a los pies del árbol.

No me atreví a disparar, porque estaba casi seguro de fallar y no deseaba atraer la atención de esos señores.

Sonó una detonación. La gran bola encaramada al árbol cayó en medio de un ruido de ramas rotas y se estrelló junto a su compañero, que se había erguido de golpe gritando. Me escondí rápidamente tras un árbol para que el oso furioso no viniera a vengarse de mí. Por supuesto, tampoco quería recibir los perdigones del cazador que estaba al otro lado del claro.

El oso, en lugar de salvarse, husmeó a su compañero, que yacía junto a él, y lo lamió.

Sonó una segunda detonación. El oso se irguió; parecía gigantesco. Se puso a gritar, e inmediatamente se lanzó hacia nosotros. Su masa golpeaba el suelo y hacía crujir las hojas y temblar la tierra. Sus gritos llenaban el claro.

Sonó una tercera detonación. En pleno avance al borde del claro, el oso se desplomó, se volvió a levantar un momento y cayó de espaldas. Muerto también. Los dos gigantes del bosque eran tan sólo una masa informe de piel.

Yo no había disparado. Había permanecido inmóvil detrás de un arce, paralizado por la barbarie y por la simplicidad de la caza. Se habían oído tres detonaciones, que habían resonado hasta el infinito entre el sinfín de arces.

Y eso fue todo.