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Encuentro con un gánster
El camión era viejo y circulábamos a poca velocidad. El conductor, un hombre bajo y con los ojos negros, parecía bastante nervioso. Conducía con movimientos bruscos, violentos y, además, la dirección no parecía funcionar demasiado bien. Las marchas chirriaban. El ambiente de la cabina era sofocante y los vapores de gasolina procedentes del motor me irritaban los ojos. Por desgracia, fuera hacía demasiado frío como para bajar la ventanilla. Claro que tampoco había manivela.
Me contó que había combatido en Italia y que había pasado algún tiempo en Marsella. Sabía suficiente francés para decirme en ese idioma: «Marsella, muchas mujeres».
Anochecía. Nos detuvimos a cenar en un pueblo con unas cuantas casas iluminadas por el alumbrado del borde de la carretera. De repente, un ensordecedor ruido de motor invadió el pueblo. Mientras el conductor se acababa la cena, salí a investigar el origen del ruido. En el extremo del pueblo, una veintena de hombres construían una casa. Uno maniobraba una excavadora, otro una pala mecánica, mientras un tercero hacía girar una pequeña grúa que la cargaba en un camión. Otros, provistos de plomadas, trazaban los cimientos y ya empezaban a levantar las paredes. Eran las once de la noche, y un hombre que parecía el capataz me explicó que en dos días se erigiría allí un edificio de cuatro plantas.
Proseguimos el camino en una oscuridad casi total. Sólo funcionaba un faro. Yo dormitaba. Hacia la una de la mañana nos paró un coche de la policía. El conductor del camión bajó a parlamentar con el agente. Yo me quedé en la cabina, intentando pasar inadvertido a causa de las famosas leyes contra el autoestop. Como la documentación del camión estaba en regla, el policía nos ordenó que aparcáramos un poco más allá, bajo un farol, y que esperáramos a que amaneciera para continuar, debido a nuestro problema con las luces (las traseras tampoco funcionaban). Estábamos en Effingham, una pequeña ciudad de Illinois.
El conductor se congratuló de que no le hubieran puesto una multa. Yo también, aunque unas horas más tarde iba a lamentarlo.
Dormitamos en la cabina sofocante; fuera hacía un frío que pelaba. Hacia las seis, la ciudad se despertó y fuimos a tomar una taza de café. El conductor me dijo que acabara de desayunar tranquilamente mientras él iba a poner aire a una rueda.
Degusté dos huevos con jamón y me calenté ante una estufa humeante. Cuando tuve lleno el buche y salí, el camión ya no estaba. Pensé que el conductor habría tenido dificultades para arrancar y se habría hecho empujar por otro camión, así que esperé mirando el escaparate del representante de Ford. Los obreros iban a trabajar en coches espléndidos o, al contrario, en cacharros indescriptibles. Los comerciantes abrían las tiendas. Los niños, con la cartera llena de libros, iban a la escuela. Pasaron los basureros. Todo se animó. Me senté en la cuneta. Pasaron una hora, dos horas, tres horas, y el camión no volvía. Paré un tractor que venía en sentido contrario y pregunté al conductor si se había cruzado con un camión de gasolina rojo. Me contestó afirmativamente y me dijo que el motor estaba en marcha. Imaginé por tanto que iba a volver de un momento al otro. El reloj del Ayuntamiento dio las diez. El camión debía de tener una avería, así que decidí reunirme con él haciendo autoestop. Media hora después se paró un Kaïser verde. Sólo iba a Neoga, un pueblecito situado a treinta kilómetros. Miré en todos los garajes de la carretera si estaba el camión.
De repente se me ocurrió pensar: «¿Y si se ha largado para robarme las maletas?». Lo comenté con el conductor del Kaïser.
—Es clásico —me contestó y, como para animarme, añadió——: Avise a la policía, aunque por dos maletas…
En Neoga entré en la primera tienda de ultramarinos y pregunté dónde estaba la comisaría de policía.
—No hay ——me respondieron—. Hay que ir a Mattoon, a treinta y cinco kilómetros.
Y el ladrón se largaba… No sabía su nombre ni el número de su matrícula. Lo único que sabía era que se dirigía a Chicago.
Levanté con rabia el pulgar en dirección a Mattoon. Nadie se paró, y tuve todo el tiempo del mundo para meditar la situación: todas mis fotos, mi informe, mi documentación, la razón de ser de mi viaje, todo estaba en mis maletas. Cosas sin precio.
Por fin se detuvo un Plymouth negro. Como estaban reparando la carretera principal, pasamos a través de los campos donde giraban, en el extremo de unas poleas, una especie de máquinas automáticas.
—Es para el petróleo —me explicó el conductor, un granjero en mono de trabajo.
En Mattoon me bajé detrás del Ayuntamiento, en la State Police. Expliqué mi caso con una locuacidad inaudita. El agente de servicio fue muy amable. Anotó todo lo que le dije y me prometió enviar un mensaje por radio a los coches patrulla de Illinois. Me aseguró que así había muchas probabilidades de que detuvieran al camión antes de que llegara a Chicago.
Pasada media hora de espera, vino a decirme, con el mismo tono, que Mattoon no estaba en el condado de Effingham, y que como me habían robado las maletas en esta última ciudad, sólo la policía de Effingham podía recibir mi declaración.
¡Era el colmo!
Un agente al que debí de darle lástima me llevó en coche hasta la salida de la ciudad, donde tuve que hacer otra vez autoestop en sentido contrario. El policía llevaba un cinturón de balas, y sobre las puertas del coche, en el techo, había colgadas dos ametralladoras. ¡Estaba bien protegido! El policía me dijo también que para que emitieran un mensaje por radio, tendría que firmar una orden de arresto, que podía firmar en la oficina del sheriff de Neoga sin necesidad de ir hasta Effingham.
Me recogió un viejo Ford, que iba a una velocidad descorazonadora. Como sabía que cada minuto contaba, al ver que el velocímetro oscilaba entre veinte y veinticinco millas por hora, me desesperé. De vuelta en Neoga, busqué al sheriff por todas partes pero no di con él. Primero me mandaron a una zapatería, después a un restaurante y por último a una tienda de ultramarinos donde por fin lo encontré. Era un hombre de estatura media, cara muy pálida y cabellos cortados al cepillo, muy flemático. Escuchó toda mi historia sin dejar de limar una llave. Al final se lavó las manos y me dijo que no podía hacer nada por mí. Me mandó a la comisaría de Effingham.
De nuevo al borde de la carretera.
Enfrente, un Chevrolet lleno de maletas se disponía a emprender el camino. El tipo, con cara de estudiante, miraba un mapa desplegado sobre el volante. Le pregunté adonde iba.
—A Washington.
Le convencí de que la mejor ruta y la más rápida consistía en pasar por el sudeste, es decir, por Effingham, y me subí.
Al final encontré la comisaría y volví a explicar mi historia con un patetismo del que no me creía capaz para que me tomaran en serio. Había que ponerle buena voluntad porque, para la gente de Chicago, dos maletas no son gran cosa.
Un agente me llevó al Tribunal de Justicia. Antes de cualquier acción de la policía, tenía que firmar una orden de arresto, comprometiéndome a perseguir al ladrón, hacerlo condenar, etc.
Y mi barco salía al cabo de cuatro días…
Entré en la oficina del fiscal, una gran sala bien iluminada. En unos estantes largos brillaban volúmenes gruesos encuadernados. A la derecha, en el centro de una bandera norteamericana, la foto de Truman. El fiscal, joven y regordete, vestido con un traje claro, escuchó mi relato interrumpido por varias llamadas telefónicas mientras mascaba chicle, hundido en un sillón de muelles. Tenía un aspecto totalmente letárgico.
Llamó a su secretaria, le dictó una orden de arresto contra «John Doe». Pregunté quién era John Doe.
—Eso es justo lo que no sabemos —me contestó.
Comprendí entonces que John Doe era «X». Di la descripción de todas mis cosas, presté juramento. Unos minutos más tarde emitirían por radio el siguiente boletín: «Intenten localizar al conductor de un camión Dodge por el robo de dos maletas en Effingham».
Eran las dos y media. No podía hacer otra cosa que esperar.