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Marinero a bordo del Mont Alta
Todas las mañanas me levantaba a las siete y media, desayunaba copiosamente y subía a cubierta a recibir órdenes del teniente primero. Éste, muy alto, delgado, de facciones angulosas, nariz larga y con un mechón pelirrojo en lo alto del cráneo, siempre impecable, con los zapatos relucientes y los tres galones brillantes en los hombros, encarnaba la idea que yo tenía del oficial británico. Tenía un acusado acento inglés y a menudo sus órdenes me resultaban incomprensibles. Cuando estaba de guardia y caminaba por cubierta, balanceaba su cuerpo de abajo arriba. Siempre daba la impresión de estar pisando huevos. Además, y para colmo, se llamaba Nelson.
Mi trabajo empezaba con el barrido de la timonera y de la sala de navegación. Trabajo largo y minucioso, porque todo estaba lleno de aparatos. Luego, con una bayeta, fregaba el suelo. Cuando todo estaba bien limpio, bruñía los cobres del compás, del timón y del giroscopio. En dos días me convertí en un virtuoso. Adquirí incluso tal deformación profesional que la simple vista de un cobre mal bruñido me ponía de mal humor. Luego limpiaba los ojos de buey. La experiencia de Nueva Orleans me resultaba muy valiosa. Para limpiar los ojos de buey de la timonera, había que mantener el equilibrio en una barandilla sobre el vacío, lo que resultaba muy desagradable con tiempo agitado.
A mediodía, tras un breve aseo en el que me cambiaba de camisa y de pantalones, iba a comer.
Entre los oficiales ingleses y canadienses siempre procuré tener un aspecto impecable. Es lamentable que, con demasiada frecuencia, los ingleses tengan que darnos lecciones a los franceses sobre este punto.
Por la tarde iba a recibir órdenes del contramaestre. Pasaba mi última guardia con los marineros pintando, ordenando las jarcias, limpiando la cubierta, encerando las puertas de madera recubiertas de sal, etc.
Muy pronto me hice amigo de esos hombres rudos. En su mayoría eran simpáticos, algunos incluso afectuosos. Hoy la vida de los marineros, aunque igual de dura, ya no tiene la grandeza de la de los marineros de antaño. A mí me parece una vida lamentable, aunque ofrece ventajas indudables: los marineros están alimentados, hospedados y lavados, los cigarrillos y la ropa no cuestan casi nada.
En resumen, si se ganan ciento quince dólares al mes, es un beneficio neto. Pero es una vida lamentable porque no tiene ningún sentido. Algunos me hicieron confidencias, porque todos tenían necesidad de abrirse y abrirse a un compañero es más difícil que a un desconocido.
Sam Palmer, nuestro camarero, me contó su historia.
—Me enrolé en 1917 y zarpé hacia Europa. Me hirieron y me condecoraron varias veces. A lo largo de la guerra descubrí que tenía una verdadera pasión por el ejército. Volví a Canadá. Me reenganché y fui cerca de Vancouver para empezar la instrucción de jóvenes reclutas. Lo convertí en mi profesión. Me casé y tuve una hija. A los dieciocho años, sin avisar a la familia, mi hija se fue de Canadá a América del Sur con un argentino. Nunca volvimos a saber de ella. Nunca, nunca. —Sam prosiguió, con lágrimas en los ojos—: Cuando Canadá entró en guerra, me nombraron oficial instructor. En 1947, sumaba treinta años al servicio del ejército. De golpe me dieron de baja porque era demasiado viejo. Con cincuenta y dos años me quedé sin trabajo. Entonces me hice a la mar. Hace dos años que navego. El año pasado estuvimos seis meses sin volver al país. Durante ese tiempo, mi mujer me pidió el divorcio. Soy demasiado viejo para olvidar…
Sam, el camarero de cara arrugada y algunas canas enmarañadas, soltó un largo suspiro.
Jean-Louis Garron era un joven de dieciocho años, bachiller. Una noche fui a su dormitorio y estaba leyendo Las flores del mal de Baudelaire. Se había ido de casa para «vivir la vida», como decía. Me enseñó fotos de prostitutas que conocía en todos los puertos. Sólo pensaba en una cosa: «Desembarcar para hacer el amor y beber».
Otro, apodado Boozoo, tocaba el violín y leía la Biblia. Una noche lo escuché tocar en cubierta, bajo las estrellas, el Ave María de Schubert. Era camarero, el noveno de una familia de doce hijos.
Había uno que me caía muy bien. Hablábamos con bastante frecuencia porque estaba casi siempre al timón cuando yo limpiaba la timonera. Era un lituano expatriado e iba a adquirir la nacionalidad canadiense. Me traducía versos de Pushkin y de Gógol. Se sabía todas los novelas de Dostoievski. Citaba pasajes enteros. Era un tipo enorme, musculoso, con los ojos asombrosamente azules bajo la gorra; él solo levantaba un bote salvavidas.
El trabajo más duro que tenía que hacer a bordo era bruñir cada dos días la sirena.
A lo largo de una escalerilla vertical, soldada al casco de la chimenea, subía a una altura que me parecía vertiginosa para abrillantar ese tubo de cobre de cincuenta centímetros de largo y veinte de ancho. Allí arriba hacía un frío terrible y soplaba un viento espantoso. Las vibraciones de las máquinas y del balanceo zarandeaban la escalera y daba la impresión de que iba a desengancharse. Cuando la proa del barco caía al agua, me encontraba suspendido en el vacío en un ángulo de más de veinte grados. Sujeto con una sola mano, me sacaba de los bolsillos la botella de abrillantador y unos trapos. Con dos dedos fijados a un barrote de la escalera, agarraba con los otros un trapo, soltaba luego la mano derecha, cogía la botella, vertía un poco de líquido en el trapo, me lo pasaba a la mano derecha, lo aplicaba a la sirena y frotaba. Pero muy a menudo, cuando me pasaba el trapo empapado de abrillantador de la mano izquierda a la derecha, una ráfaga de viento me lo lanzaba a la cara. Entonces, el líquido de abrillantar me resbalaba por las mejillas, y cuando me caía una gota en el ojo tenía que bajar porque no veía nada.
Cuando hacía mucho viento y el mar estaba muy agitado, me zarandeaba terriblemente en lo alto de la chimenea. Cuando tenía miedo, cantaba a voz en grito el Himno a la Alegría de la Novena sinfonía de Beethoven.
Un domingo por la tarde divisamos las costas del norte de Escocia, y el Mont Alta entró en el mar del Norte. Una niebla espesa cubría el mar. El radar de a bordo, que iba bien en pleno océano, no funcionaba. Una mañana, al ir a limpiar la sala de navegación, me encontré al oficial de radio con la cabeza metida en una caja inmensa que contenía un lío indescriptible de hilos, tomas, válvulas, botones, resistencias, tornillos, etc.
Nos cruzamos con muchos barcos de pesca y algunos cargueros holandeses. Hacía dieciséis días que estábamos en el mar. El martes 28 de octubre, hacia las seis, nos encontramos a la entrada del Elba, y tomamos un piloto. Remontamos el Elba durante toda la noche, y cuando me desperté estábamos en Hamburgo.