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En los periódicos
Dos grandes periódicos se repartían el favor de los habitantes de Nueva Orleans: el Times Picayune y el New-Orleans Item. Para aportar un poco de variedad a mi existencia de limpiacristales, decidí darme una vuelta por el Times Picayune. Entré muy intimidado en el vestíbulo de ese gran edificio donde una gran cantidad de carteles, puertas y ascensores me hizo volver la cabeza. En la oficina de información, pedí ver al director. Me enviaron a otra oficina, me pidieron que explicara qué quería, se fueron, volvieron y, por fin, tras una caminata interminable a través de kilómetros de pasillos me personé en el despacho del señor Bill Corley.
Era alto y muy joven. Con un lápiz sobre cada oreja y en mangas de camisa, estaba sentado tras una mesa cubierta de fotos, recortes de periódico y una cantidad de teléfonos como jamás había visto juntos en mi vida. Me recibió cortésmente y me pidió que le contara con detalle mi historia, lo que hice mientras él tomaba notas con taquigrafía. Luego me preguntó, me habló de París, ciudad que conocía muy bien. Al final se levantó y me dijo:
—No creía que en Europa aún hubiera afición por la aventura. Lo que hace es apasionante. Acompáñeme.
Lo seguí hasta una gran sala. Dos fotógrafos me pusieron un globo terráqueo en una mano y en la otra unos cuantos dólares y, en medio de los fogonazos de magnesio, el conjunto quedó plasmado para la historia. Los fotógrafos se reían a carcajadas.
Después, Bill Corley me anunció que el domingo siguiente aparecería un extenso artículo sobre mi aventura. Antes de despedirse, me invitó a acompañarlo al Vieux Carré para escuchar jazz y espirituales negros. Quedamos para el día siguiente.
Por la mañana, antes de ir al convento, miré el periódico y, para mi gran sorpresa, descubrí mi foto y mi entrevista a dos columnas en la portada. Encima, en letras grandes, el titular: «Un recorrido de veinte mil kilómetros emprendido por un joven parisino».
En el autobús, la gente leía el artículo sin sospechar que yo estaba detrás. Quería mantener en secreto esta primera caricia de la publicidad. No me halagaba, más bien me animaba.
En el convento, las monjitas me esperaban en el umbral, conversando entre ellas. Ese día todas habían leído el Picayune. Me agasajaron.
Enseguida, me llamaron por teléfono:
—Soy un estudiante norteamericano. Me llamo Peter Reeh. Su proyecto de viaje me interesa mucho. Me gustaría invitarlo a cenar con un amigo mexicano. ¿Qué le parece si paso a recogerlo al convento mañana por la tarde?
La monja incluso me trajo una carta: la familia Kenney, de 1.725 Pine Street, me ofrecía su hospitalidad.
Acepté agradecido.
Recibí muchas invitaciones. Y la monja venía a anunciarme con entusiasmo que me llamaban por teléfono.
Hasta una señora muy mayor me suplicó que fuera a verla, para recordar conmigo al «bueno de Jules Ferry»[7], al que había conocido durante un viaje a Francia en 1897 y con el que soñaba con frecuencia.
Pero Jules Ferry me importaba poco. Estaba muy contento de conocer el Vieux Carré, donde había nacido el jazz.