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Bajo los rasgos de un aventurero

Una profusión de vallas publicitarias del tipo de las que se veían en Estados Unidos anunciaba la cercanía de la ciudad. Un Renault 4 CV amarillo bautizado el nuevo «automóvil nacional» resaltaba sobre el fondo verde de un cartel. Cincuenta metros más allá, un anuncio de Cadillac. ¡La foto del Renault ampliada cuatro veces!

Un cartel: Ciudad de México. Me froté los ojos; temía que en cualquier momento sonara el despertador. Se acabaron los sueños; pasemos ahora a las cosas serias. Recordé los días en que, sentado al escritorio de mi habitación, esforzándome en ponerme serio, escribía: «Cuando llegue a México, voy a…».

Y allí estaba. El coche pasó bajo una especie de arco de triunfo. México. Muchas flechas a derecha e izquierda anunciaban pueblos de nombres extraños: Teotihuacán, Ecatepec, Tizayuca. Del blanco predominante surgían, aquí y allá, los tejados rojos de las iglesias.

Me sentía feliz de haber llegado a México, ciudad que tanto había soñado. El mundo era mío.

Eché un vistazo al pequeño san Cristóbal del salpicadero y disimuladamente le envié un beso. Pero la aventura burguesa había terminado; estaba allí para algo muy concreto. En Luisiana, para conseguir algunos dólares; aquí, para estudiar la civilización azteca. Por desgracia, estaba obsesionado por preocupaciones materiales del tipo: «¿Dónde voy a plantar ahora mi tienda?» La alegría de mis amigos al explicarme que bajábamos la famosa avenida de los Insurgentes, me devolvió al estado de ánimo que deseaba. «¡La vida es bella!».

Pedí que me dejaran en el Liceo Francés. Fue la primera puerta a la que llamé.

El vestíbulo del Liceo Franco-Mexicano estaba decorado con paisajes de Bretaña, de los castillos del Loira y de los Pirineos. Llamé a una puerta acristalada y pedí hablar con el director. Un señor mayor, oculto tras una máquina de escribir, me contestó con algo parecido a un hipido. Con mis amigos de viaje nos entendíamos mediante una especie de esperanto, pero él tenía pinta de no comprender nada de lo que le decía. ¡Bien empezábamos! Unas niñas con trenza larga que jugaban en el patio y el señor mayor parecían ser las únicas presencias humanas del instituto… A la izquierda, en un pasillo, había un gran espejo. Llamé a varias puertas, pero nadie me contestó. Al volverme, me miré en el espejo. Con la cara sucia y mal afeitado, tenía el aspecto de un verdadero bandido. Mojé el pañuelo con saliva y me limpié un poco. Esperaba no asustar a aquel director tan inaccesible. Por fin, vi un cartel descolorido que anunciaba su despacho. Entré. En su mesa reinaba un desorden absoluto. Estaba sermoneando a un alumno. Tenía aspecto de hombre simpático: era bajito, gordinflón y parecía encajonado en su sillón, apoyando la barriga sobre la mesa. Seguía regañando al alumno, un chaval de tez morena con los cabellos asombrosamente negros y suaves. Sonó el teléfono, se entabló una larga conversación en español, salpicada cada dos segundos de la palabra «bueno». Tenía mi acreditación de la beca en la mano. Por fin colgó el teléfono y mandó al alumno de vuelta a su aula. Entonces, mientras sus dos ojitos intentaban mirar por encima de las gafas, el director me preguntó en un tono bastante desagradable qué quería. Era un hombre muy activo y no dejaba de cargar y volver a encender la pipa. Me interrumpió para decirme que estaba muy ocupado.

—En resumen, ¿qué quiere? —me preguntó. Al final accedió a examinar mi acreditación. Supongo que se sintió impresionado, porque se relajó y dejó de encender la pipa.

Le pedí que me permitiera alojarme en el instituto.

—Imposible, no tenemos sitio. Pero como este documento me gusta —dijo mostrando el diploma—, voy a presentarle a un profesor que tal vez podría hospedarle. Dentro de media hora será la hora del almuerzo. Pregunte por el señor Colombier. Perdone, he de ir a la embajada.

Decidí esperar en el vestíbulo. Una señora que llegó del fondo del pasillo se acercó a mí.

De repente, cuando se hubo aproximado, me observó un instante y dio media vuelta. Luego, regresó.

—Es el estudiante de París, ¿verdad? El director me ha contado algo de su historia. —En ese momento le tendí el documento—. Disponemos de una habitación, pero verá —prosiguió en un tono cada vez más indeciso—, la ocupa un amigo de mi marido. Ahora está de viaje, pero va a volver, así que tendré que comentarlo con mi esposo…

Era evidente que mi aspecto no le inspiraba confianza. Le di las gracias y preferí no insistir. Me pidió que esperara un momento. Volvió casi de inmediato y me dijo:

—Si el amigo de mi marido vuelve, ya nos las arregláremos. Venga a casa.

¡Tenía alojamiento! Sólo precisaba una última cosa: un poco de agua para afeitarme y asearme.

La señora Colombier me llevó enseguida a su casa, porque vivía muy cerca. Subimos cuatro pisos. Llegué arriba jadeando y con el corazón latiéndome a toda velocidad. Me enteré de que se debía a la altitud. México está a unos dos mil setecientos metros.

—Puede quedarse todo el tiempo que desee. Ésta será su habitación.

Un inmenso ventanal daba al bulevar. Las paredes estaban pintadas de color crema. A la derecha había una mesa de pino de Virginia, y a la izquierda la cama y una cómoda.

A primera hora de esa tarde mexicana, el sol, en lo alto, iluminaba la sala con una luz densa.

—¿Ve esa montaña, en el horizonte, con el cono blanco en la cumbre? —dijo la señora Colombier—. Es el Iztaccíhualt, que nosotros llamamos «el volcán de la mujer dormida». Está cubierto de nieves eternas.

Pensé entonces en el empleado de la compañía marítima que me aconsejó que pasara las vacaciones en Biarritz o en Les Sables-d’Olonne. ¡Seguro que él sí estaría en Les Sables-d’Olonne!

Abrí una puerta de la izquierda. ¡Maravilloso! Un cuarto de baño con ducha. Di gracias a Dios y abrí todos los grifos. Delicias de un baño después de tres días de viaje en coche.

Una india vieja y arrugada, llamada Cruz, cuyos largos cabellos trenzados le caían por la espalda, nos sirvió el almuerzo.

Cuando hube terminado, con la cabeza oculta tras unas gafas de sol, la cámara de fotos en bandolera, las manos en los bolsillos y la nitidez del cielo sumada a mi alegría, salí a descubrir un mundo nuevo y misterioso. ¡Vamos a ver México!