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Sin un centavo en Montreal

Amanecía. Cruzamos un bosque. Llamaron a mi puerta. Era el servicio de Inmigración canadiense. El oficial del servicio de Inmigración, con uniforme azul marino y camisa blanca, me dio la bienvenida a Canadá, me formuló algunas preguntas y me visó el pasaporte. El tren siguió su marcha a una velocidad vertiginosa. Me acordé de la parada interminable en la frontera francesa, en medio de aquellos belgas desaliñados.

El oficial de la aduana, muy alto y con unas manos desmesuradamente largas, observó mis maletas. Me habló en francés y pareció sorprendido cuando, al preguntarme la cantidad de dinero que entraba en Canadá, le contesté que sesenta centavos.

—¿Cómo vivirá con sesenta centavos?

—He recorrido nueve mil kilómetros con trece dólares; sin duda podré vivir dos días en Montreal con sesenta centavos.

Mi presupuesto había aguantado a duras penas.

Entramos en la estación de Windsor, en Montreal, a la hora exacta prevista por el horario. Dejé sin pesar el compartimento climatizado cuya ventana no se abría. A pesar del agradable ambiente que reina en el interior de los Pullman, tienes una sensación de sofoco que tal vez se daba al hecho de no poder bajar las ventanillas. Habría preferido no estar tan cómodo pero saber que, con un simple gesto, hubiera podido entrar en contacto con el exterior.

En el vestíbulo de la estación, todas las indicaciones estaban en francés y en inglés. Pregunté en una magnífica oficina de turismo dónde se hallaba la compañía que iba a embarcarme. Como hecho a posta, la señora mayor que estaba tras la taquillita de información no hablaba francés. Se pasó el rato remontándose las gafas a lo alto de la nariz, pero enseguida le volvían a resbalar, como atraídas por el extremo puntiagudo. Buscó en una guía mugrienta y, a cada página que pasaba, se llevaba la punta del dedo a la lengua y soltaba un ligero suspiro. Por fin, extenuada por esta búsqueda, me dijo:

—Perdone, señor. No lo encuentro.

Dejé las maletas en la consigna, hice sonar en mis bolsillos mi última calderilla y me zambullí en la gran metrópoli canadiense.

La primera impresión fue exactamente la de una ciudad estadounidense, más sucia quizás. Unos guardias imponentes con cinturón y polainas blancos, dirigían la circulación con un aire marcial. Pregunté por mi dirección en francés.

—Sigue esta acera hasta la calle Sainte-Catherine y allí toma el 62 a tu izquierda —me informaron con una voz grave y cansina.

El director de la compañía naviera, que por fin encontré en un edificio majestuoso, me recibió felicitándome por mi puntualidad.

—Su carta desde México nos avisaba que llegaría el día 4. Es hoy. Estoy sorprendido que tras un viaje tan largo parezca tan fresco y vaya tan bien vestido.

—Oh, señor —le expliqué—. Es porque he hecho trampa. ¡He venido de Nueva York en coche cama!

—Todo eso está muy bien —prosiguió el señor Crozier—. Pero su barco no zarpará hasta dentro de diez días.

—¡Pero no tengo ni un centavo!

Reflexionó, se frotó el mentón, después la nariz, y me dijo:

—Escuche, en Montreal hay una organización que se llama Unión Nacional de Marineros. Es donde se hospedan mis empleados cuando desembarcan. Voy a llamar al director para anunciar su llegada.

Marcó un número y estuvo hablando mucho rato. (Tuve la impresión de que el encargado se desentendía de mí). Al final logró convencerlo.

Así pues, me encaminé a la Unión Nacional. Era un edificio pequeño de dos pisos, flanqueado por dos estatuas de la República y situado en una plaza con árboles.

Llamé al timbre, sin resultado alguno. Volví a intentarlo y acabé por empujar la puerta. Un olor a cerrado y a humedad se me aferró a la garganta. El suelo encerado crujía bajo mis pasos. En el interior no hallé ni rastro de vida humana.

Se me acercó un perro grande de pelo largo y hocico puntiagudo. Me husmeó los zapatos, me miró un segundo y se fue. Decidí toser ruidosamente. Una voz cavernosa que se filtró a través de una cerradura oxidada me respondió. Llamé a la puerta y entré. Un señor canoso con gafas de concha se acurrucaba frente a cuatro radiadores eléctricos dispuestos en semicírculo.

—¿Es usted el joven francés? —me preguntó con una voz desagradable y más cavernosa aún—. ¿Quiere alojarse aquí hasta la salida de su barco?

—Sí, señor. No zarpa hasta dentro de una semana —respondí, con toda la humildad de que fui capaz.

—Una semana, una semana… Yo conozco muy bien los barcos. Seguro que al final se queda todo un mes aquí tirado. Los barcos nunca zarpan cuando dicen. Verá, es muy bonito eso de ofrecerle casa y comida, pero nuestro presupuesto es muy limitado. Yo tengo ictericia y no puedo hacer nada. —Se inclinó un poco más para acercarse a sus radiadores y prosiguió—: Tendrá que trabajar. Tendrá que limpiar el dormitorio todos los días y fregar los platos. Ah, se me olvidaba. En esta casa existe una norma: hay que regresar antes de las seis de la tarde. Después se cierra la puerta. —Y finalmente murmuró—: Esos de la compañía están locos. No tenían que haberte enviado aquí. Y eso que se lo dije bien claro.

Lo tranquilicé. Me acompañó a la cocina y me presentó a su mujer:

—Es sorda. Háblele muy fuerte y al oído.

La casa no me entusiasmó, desde luego. El marido que tenía ictericia y la mujer que estaba sorda como una tapia.

Un hombre mayor, al que no había visto todavía, vino a sentarse frente a mí. Llevaba una boina calada hasta las orejas. Sin mirarme, empezó un monólogo:

—Yo llegué aquí en 1897. Navegaba por los grandes lagos. Después pesqué en los bancos de Terranova.

Hablaba de modo entrecortado y parecía ignorarme por completo, con la boca medio escondida tras una corteza de pan.

—Allí me puse enfermo. Pleuresía lo llaman los médicos. En 1910 tuve que dejar de navegar. Un poco más tarde empecé a sufrir crisis de asma. Es algo verdaderamente espantoso —dijo con una voz muy lenta—. Cada noche estoy a punto de ahogarme. Hacia las dos, empieza a oprimirme y oprimirme. Después ya no puedo respirar. Me ahogo. Me ahogo. Siempre creo que voy a morirme pero luego se para y duermo un par de horas más.

Levantó los ojos hacia mí.

—Me acuesto en el dormitorio grande, arriba —prosiguió—. Lo más probable es que usted duerma también allí. Se está bien arriba.

La vieja sorda, que iba teñida de rubio, llevó una taza de café al marinero.

—El señor también tomará —gritó el tipo.

La mujer asintió en silencio y volvió a traer lo que quedaba de unas zanahorias hervidas que ya habíamos tomado a modo de plato fuerte.

—No, café —vociferó el tipo, que se echó a toser.

Le señalé la taza. Lo entendió y me trajo una taza llena de un brebaje negro, tan amargo que era imbebible.

El toque de queda, el dormitorio que había que limpiar, la perspectiva de estar allí un mes, el asmático crónico y las zanahorias hervidas bastaron para hacerme tomar aversión a la casa. Decidí que debía marcharme. Pero ¿cómo?

Reflexioné mientras fregaba los platos del asmático, del hombre con ictericia y de la vieja sorda, y de pronto me acordé de que en Montreal existía un colegio francés llamado Stanislas. Me acordé porque, cuando de pequeño «me portaba mal», siempre me amenazaban con internarme en el Colegio Stanislas de Montreal. Lo que en mi infancia era una amenaza, en ese momento me pareció la suerte más envidiable.

Busqué en el listín la dirección del colegio: avenida Van Horne. Me despedí de mis anfitriones con la promesa de regresar antes de la seis, y con alegría, sin la menor intención de volver, cerré la puerta.

Stanislas era un edificio majestuoso construido con piedras grises al fondo de un césped verde.

Fui a ver al director. El padre Fernic, un hombre de cara delgada, centrada en su nariz larga y afilada, con una expresión sonriente y un cigarrillo en los labios, me recibió bastante intrigado.

—Padre, no soy un aventurero y no vengo a mendigar. —Le entregué mi diploma—. Sólo quiero preguntarle si conoce a alguien que pueda hospedarme durante cuatro o cinco días. Mi barco saldrá con retraso y estoy condenado a dormir bajo un puente.

Manoseó el cigarrillo y le dio varios golpecitos para desprender la ceniza.

—Entiendo su situación —dijo—. Lo que me pide es muy difícil porque, si bien los canadienses son muy acogedores con personas como los niños de Les Chanteurs à la Croix de Bois o los Scouts de Asnières, no lo son con desconocidos. Aun así, voy a llamar a una señora cuyo hijo estuvo aquí el año pasado y que fue a París a estudiar el bachillerato.

Descolgó y marcó un número.

—Tengo aquí a un joven parisino que viene de México. Su barco saldrá con unos días de retraso y no tiene dónde hospedarse en Montreal. ¿Podría recibirlo en su casa? Me parece un buen muchacho. No tiene más que pedirle que le limpie la casa. Muy bien. Gracias. Muchas gracias. Se lo mando. Reciba mis saludos, señora. —Se volvió hacia mí—. La señora Robert ha aceptado; vive muy cerca de aquí, en el número 1.678 de Van Horne.

Adiós al dormitorio, al reglamento y a las crisis de asma. ¡Viva Canadá!