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Menos una…

Nos detuvimos a desayunar en Zimapán, a doscientos seis kilómetros de México. Zimapán, en el estado de Hidalgo, significa en azteca «entre las raíces de una planta llamada climatl».

Este pueblo antiguo, construido por los otomís, fue pacificado por don Gerónimo de Cabral en 1665. Zimapán es una zona minera. Entre sus principales extracciones está el gangandho, que contiene granito y tiene la propiedad de atraer los objetos de hierro desde una distancia de cincuenta centímetros.

Tomé el volante y, por primera vez, conduje uno de esos coches con el cambio automático. Progreso lamentable; tenía la impresión de conducir un cacharro.

Mi vecino dormitaba. Se llamaba Bob Halperin. Estudiaba en la Universidad de Chicago, y había ido a pasar quince días en México, solo con sus doce trajes, sus tres maletas, sus ocho pares de zapatos y aquel cochazo.

Almorzamos en Valle, a quinientos kilómetros de México. El local era un amplio cenador con un techado de hojas de palma y rodeado de bananos. Como debía procurarme mi propio sustento, pedí un bocadillo, mientras que mi nuevo amigo se obsequiaba con un magnífico bistec con patatas fritas.

Cruzamos un pueblo llamado Durango. Me acordé entonces del héroe de la película El tesoro de Sierra Madre, que iba a buscar oro a Durango a lomos de un borrico. Ahora no había oro ni bandidos. Sólo algunas chozas fueron testigo de nuestro paso. Al final de la tarde entramos en Ciudad Victoria, donde mi conductor había decidido pasar la noche.

Por quince pesos obtuvimos una buena habitación con dos camas y cuarto de baño. Primera etapa de ese viaje sin incidentes. Por desgracia, no iba a ser igual a partir de entonces.

Salimos de Ciudad Victoria y tomamos la carretera de Brownsville, más rápida y más corta que la de Laredo. El tiempo era brumoso y caluroso. Cruzamos numerosos pueblos bastante pobres, aunque la escuela siempre estaba en un edificio muy bonito. Tomamos una carretera estrecha y traidora. Vadeamos un primer río y cruzamos después otro en un transbordador.

Bob repetía sin descanso que las ruedas no valían nada y se excusaba por no poder ir más deprisa (¡íbamos a ciento cuarenta!). Al lado de la carretera pastaban rebaños de vacas, cabras y manadas de caballos. La carretera era recta, y el campo estaba desierto. Nos acercábamos a la frontera, a la que debíamos llegar en media hora, aunque al final tardamos más de once horas. Seis caballos cruzaron la carretera a doscientos metros de nosotros. Bob no frenó, suponiendo sin duda que pasaríamos justo tras ellos. Pero un caballo retrocedió. Íbamos a ciento treinta por hora. El animal se encabritó, lanzó un chorro de excremento al parabrisas. Choque violento. El caballo saltó disparado por los aires.

Me eché hacia atrás en el momento del impacto, con lo que evité darme de cabeza contra el parabrisas, pero Bob se clavó el volante en la barriga y parecía bastante dolorido.

El motor bramó en medio de un ruido de chatarra. La parte delantera quedó abollada, la dirección chirriaba, el agua del radiador inundaba el motor, que perdía aceite. Imposible seguir. Estábamos en pleno campo, a cuarenta kilómetros de la frontera norteamericana.

Un camión que acabábamos de adelantar se detuvo. Bob subió al vehículo y me dejó vigilando los restos del coche. Empezó a tronar y a llover a cántaros. Por suerte, la radio del coche todavía funcionaba. Mientras buscaba una emisora, reconocí, para mi gran sorpresa, la voz de Charles Trenet que cantaba La mer.

Perdido en medio del campo, solo en un gran coche siniestrado, a ocho mil kilómetros de mi barco, sentí un extraño placer al oír esta canción, convertida en banal a fuerza de tanto sonar. Adquirió un sentido distinto al que había tenido en los guateques.

Cuando dejó de llover, anduve por la carretera para ver qué le había pasado al pobre caballo. El animal yacía muerto en la cuneta.

«¡Ojalá no venga el propietario a pedirme cuentas!», me dije.

Al ver el coche destrozado, unos turistas norteamericanos se pararon. Me dieron bocadillos, cigarrillos, bebidas y hasta whisky. Solo, al borde de la carretera, sentado en el parachoques del gran Oldsmobile negro, me reanimé con el festín. Pero no podía evitar pensar en mi barco, que había de zarpar al cabo de ocho días de Montreal.

Ocho horas más tarde llegó la grúa.

Anochecía y otra vez llovía a mares. Es imposible remolcar un coche con el cambio de marchas automático, pues sólo puede ponerse en punto muerto si está parado. Intenté reparar el ventilador y el radiador. Después intentamos arrancar haciéndonos empujar por otro coche, porque el conductor de la grúa, no sé por qué, se negó a hacerlo. Al cabo de varios centenares de metros, el motor había alcanzado una temperatura tal que nos vimos obligados a parar. El radiador estaba completamente vacío.

Hundiéndome en el barro hasta los tobillos y tiritando bajo un chaparrón, fui hasta una granja a pedir un poco de agua; me recibió una manada de perros feroces y, como siempre, sin pelo. Tras conseguir un cubo de agua, llenamos el radiador, que perdía el agua casi con la misma rapidez con que la echábamos. Nos detuvimos un poco más adelante porque el depósito despedía un chorro de vapor. Todo el motor humeaba a punto de estallar. Había que remolcar el coche a toda costa. Una sola solución: levantarlo por detrás. Cuando conseguimos colocar el coche bajo la lluvia, el camión arrancó. Tenía que recorrer despacio unos cuarenta kilómetros.

Al cabo de muy poco rato vimos que las ruedas delanteras, que soportaban el coche, giraban de lado, de modo que el coche quedaba perpendicular a la carretera, con la parte frontal en el vacío. Si el camión retrocedía, corría el riesgo de ser arrastrado al vacío. Tras dos horas de esfuerzo logramos volver a poner el vehículo en la carretera, peligrosamente estrecha, por la que pasaban a toda velocidad camiones que amenazaban a cada instante con atropellarnos. Lo único que podíamos hacer era desmontar el cambio de marchas para efectuar el remolque por delante. En plena noche, me metí bajo el coche, a riesgo de acabar triturado si otro vehículo lo embestía. Con unos alicates en una mano y una llave en la otra, iluminado por una linterna que sólo funcionaba a ratos, desmonté un poco al azar todo lo que encontré. Si un día llego a tener coche propio, puedo jurar que no será de cambio automático. Una hora más tarde, sin saber muy bien lo que había que desmontar, salí completamente sucio, cubierto de grasa, con el eje en las manos. Durante todo ese rato, el conductor de la grúa, que se llamaba pomposamente «sacador de averías», se había quedado como un idiota viendo cómo trabajaba. Bob no podía moverse debido a las contusiones.

La grúa levantó el coche y partimos a poca velocidad, lo que me hizo suponer que, en principio, había desmontado las piezas necesarias. Subí al camión para impedir que el conductor se detuviera en la comisaría de la policía de tráfico y tuviéramos problemas por el motivo del accidente. Cuando apoyé el pie, me llevé una sorpresa. Miles de ranas cubrían la carretera y llenaban la noche con sus cantos.

Vi un cartel luminoso: «Policía». Era el momento de acelerar, pero el conductor redujo la marcha y pasó en primera. Para apremiarle, le dije:

—En el coche llevamos una magnífica metralleta que el presidente de la República le ha regalado a mi amigo, y si te paras, estaremos encantados de… —Como no sabía cómo decir «liquidar», hice el gesto de disparar, acompañado de «pum, pum».

Pareció sorprendido y me observó con inquietud. Después, cambió la marcha y aceleró. A riesgo de sufrir una catástrofe, pasamos a sesenta por hora delante de los policías, que hacían grandes gestos.

¡Adiós, inolvidable México!