31
Un solar oscuro
El hombre vivía en la calle Lafflin, Sur. Unos anuncios luminosos inundaban la avenida Michigan con su brillo difuso. Me detuve en una esquina y pregunté a un guardia que maniobraba una decena de pulsadores eléctricos dónde estaba la calle Lafflin, Sur. Se volvió, sin dejar de dirigir los pulsadores que, bajo una ligera presión, detenían o ponían en marcha una masa multicolor de vehículos, y con una sola mano rebuscó en el bolsillo. Sacó un libro y me indicó la dirección que debía seguir. Lo único que entendí era que tenía que tomar el metro que había a la izquierda en dirección al sur.
Busqué la taquilla por todas partes para comprar un billete y no la encontré. Al final, seguí a una señora que pidió cambio a un empleado situado tras una reja. Cambié una moneda de veinticinco centavos y me dieron dos de diez y una de cinco. Seguí tras la señora, que puso una moneda de diez centavos en la ranura de una máquina; saltó un disparador, el torniquete giró sobre sí mismo.
De pronto me encontré en el andén, que era muy largo, bastante oscuro, salpicado de máquinas expendedoras de chicles. Puse una moneda de un centavo, bajé una palanca y recibí un Wrigley. Desplegué un periódico que me había llevado del consulado y, moviendo las mandíbulas al ritmo de los torniquetes, me sumí en la lectura de Le Monde.
De golpe, un ruido ensordecedor que acalló el sonido de los torniquetes y de las máquinas de chicle llenó toda la galería. El metro se detuvo. En el extremo del vagón se abrió una puerta corredera y me subí. Sólo había dos entradas por coche, una en cada extremo. Paralelamente al vagón, a lo largo de las paredes, había un banco corrido donde se sentaban los pasajeros, unos al lado de otros.
Una señora con abrigo de pieles, sentada a mi izquierda, estaba absorta en la lectura de una revista. Al cabo de un momento me miró y, señalando en su revista la imagen de un hombre enmascarado, me comentó:
—Nunca imaginé que acabarían atrapando a Dick Tracy. ¿Por qué iría a la cita…?
—Es espantoso —respondí maquinalmente, y me volví hacia mi vecino de la derecha, que con un bolígrafo hacía cálculos a base de raíces cuadradas y fracciones.
Dos chicas conversaban frente a mí, pero el estruendo ahogaba sus palabras. Encima de ellas había un plano del metro. Tenía la forma de una gran U. Múltiples ramales, de colores distintos, se entrelazaban en curvas transversales. En diagonal se añadían unas líneas negras y blancas rodeadas de otras concéntricas. Encima estaba inscrito, en letras grandes, Chicago Subway. Parecía un cuadro surrealista. Todo eso era muy bonito y muy armonioso pero no me decía dónde tenía que bajarme. Me levanté y fui al extremo del vagón, donde había visto a un empleado uniformado.
—Perdone, señor, ¿es empleado del metro?
—No —me contestó—. Soy ascensorista en un manicomio.
—Ah —me sorprendí—. ¿Podría decirme dónde está la calle Lafflin, Sur?
—Espere… Sé que es muy larga. ¿A qué número va?
—Al 5.225.
—Entonces —dijo tras reflexionar unos instantes—, creo que tiene que bajar enseguida. Pregunte en la salida y le indicarán.
Mientras tanto, el metro había salido a cielo abierto. Bajé corriendo los peldaños de madera de la estación. Me encontraba en la calzada de un barrio desconocido, al parecer el barrio negro, porque las caras se confundían con la calle. Tres policías caminaban con las manos a la espalda, charlando.
—¿Podrían indicarme dónde está Lafflin Street?
Uno de ellos, muy delgado, con la gorra encasquetada y una carita muy fina con bigote, me contestó, con las manos aún a la espalda:
—¿Ve esa esquina? Pues siga adelante. Pasadas dos calles, doble a la derecha hasta el primer semáforo que encuentre. Allí tome el tranvía y pregunte al conductor por la calle Lafflin.
Les di las gracias y me fui. Al volverme, vi que balancean tres porras enormes tras la espalda.
Crucé un solar desierto. Detrás de mí oí unos pasos amortiguados y rápidos. No me atreví a volverme porque una especie de miedo se había apoderado de mí. El temor crecía al mismo tiempo que mi sombra, que giraba a mi alrededor alargándose. Por fin vi el semáforo. Corrí hacia él y subí al tranvía. Todavía tenía las orejas llenas del ruido de los pasos amortiguados de hacía un instante. Casi todos los viajeros eran negros. A mi lado, un hombre mayor, con la cara arrugada y muy delgado, todo vestido de negro, con el cuello de la camisa roto y los puños blancos, leía una Biblia mugrienta. Me volví hacia él y le dije:
—Perdone que le moleste, señor. ¿Podría preguntarle una cosa?
Volvió la cabeza hacia mí y me contestó con una voz lenta y grave, entrecortada por el estruendo del tranvía:
—Por supuesto, amigo mío. Me gusta mucho que me hagan preguntas. Todos tenemos problemas más o menos graves e importantes. Muchos no llegamos a resolverlos porque no nos preguntamos lo suficiente: «¿Por qué?». «¿Cómo?». La vida entera está formada por signos de interrogación y nosotros nos hallamos casi indefensos ante todos ellos.
Se detuvo y se frotó las manos. Sus dedos negros, largos y nudosos contrastaban con la blancura de los puños.
—Mi joven amigo —prosiguió enseguida—, soy pastor, y mi función en la Tierra es la de guiar almas para conducirlas hasta el Creador. No se imagina lo difícil que es guiar almas.
—Sólo quería preguntarle dónde…
—La propia alma ya da mucho trabajo. A pesar de todo, lo consigo no soltándoles grandes discursos, sino más bien acostumbrándolos a hacerse preguntas. Acostumbrándolos a preguntarse por qué hacen una cosa en lugar de otra. Entonces, para ellos, cada acto adquiere sentido. Sí, cada acto adquiere sentido… Perdone, ¿qué quería preguntarme?
El conductor gritó «Lafflin Street». Me levanté y le estreché la mano mientras le murmuraba al oído:
—Se lo diré otro día.
Y salté hacia la noche.
El ruido del tranvía fue desapareciendo. Me quedé solo en una calle mal iluminada cuya placa no alcanzaba a leer. Acabé por descubrir, a media altura de un farol, una inscripción oxidada donde descifré estas tres letras: «LAF…». Debía de ser la calle Lafflin. Sólo faltaba encontrar el número.
Cada cien metros había una especie de casucha rodeada de un jardín, pero era imposible ver el número. Aunque el interior estaba iluminado, no me atrevía a llamar a la puerta.
Pensé en mis maletas. Era probable que el ladrón ya las hubiese hecho desaparecer. Empecé a sentir miedo. Me crucé con dos hombres. Al ver a una mujer me tranquilicé. Es extraño cómo la visión de una mujer tranquiliza a un hombre asustado.
Estaba a punto de jugarme todo mi viaje, y ese instante decisivo que tenía que ser un acto de valentía, era de miedo… ¿Qué iba a decir al gánster cuando estuviera frente a él? ¿Devuélvame mis maletas, por favor, señor?
Me atizaría un puñetazo y se habría acabado el asunto.
«Devuélvame mis maletas, por favor, señor». Reía sólo de pensar en el tema. Hablaba solo:
—Devuélvame mis maletas, por favor, señor.
—¡No me jodas, tú y tus maletas! ¡Ahora verás!
Y ya me veía suplicándole que no me matara.
Un peatón en quien no me había fijado se volvió a mirarme después de haberme adelantado. Caminaba como un autómata por el adoquinado desigual. Ese día empezaban las clases en Francia. Veía a mis compañeros grabando nombres de chicas en los bancos. Y mientras yo estaba allí, en aquella calle de Chicago, donde ni siquiera conseguía encontrar un número, persiguiendo a un gánster.
Una mujer salió de una casa. Me acerqué a ella.
—Señora, ¿podría decirme cuál es el número de esta casa?
Levantó los brazos, farfullando no sé qué. Repetí la pregunta más despacio. Volvió a levantar los brazos. Hice de nuevo la pregunta en francés, en español. Cada vez agitaba los brazos, farfullando.
—Sprechen sie Deutsche? —dije incluso, con aplomo.
—Ja —me contestó, y me soltó una frase entera.
Por desgracia, lo único que yo sabía decir en alemán era «¿Habla usted alemán?».
—Mala suerte —solté en francés, gesticulando a mi vez.
Seguí adelante y descubrí un número: 5.200. Pero ¿en qué sentido iba la calle? Localicé un segundo número: 5.225. Listos, ya estaba delante de la casa de mi bandido, una casucha de madera de una planta, a la que se accedía por una escalera exterior. Alrededor se extendía un gran solar envuelto en tinieblas. El conjunto parecía totalmente desierto. Sólo una luz vaga salía por la ventana del primer piso.
Tuve la impresión de que el corazón acelerado me impedía respirar. Pensé en las porras de hacía un rato. Vacilé.
—Devuélvame mis maletas, por favor…
Tenía miedo. Un coche pasó despacio por la calle. Me pareció que al llegar a mi altura aminoraba la marcha. Traqueteó por la calzada y desapareció. De nuevo solo. El cielo estaba oscuro, sin una estrella.
De pronto se me ocurrió una idea. Subí lentamente la escalera, que crujió bajo mis pasos.