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Tres fronteras en unas horas

El vagón estaba abarrotado de belgas gordos y colorados que me hicieron pensar en los dibujos animados de Walt Disney y que vaciaban botellas de vino tinto soltando enormes carcajadas. A mi lado, en el pasillo, había un joven delgado, sin equipaje, asomado a la ventanilla. Entablamos conversación. Poco a poco fui enterándome de que cada noche pasaba clandestinamente veinte kilos de café.

—Es que con dieciséis mil francos[5] al mes y una familia no se puede vivir, y menos en París —me contó con un fuerte acento del sur de Francia—. Por eso me dedico a esto todas las noches. Da un buen dinero y me permite ir tirando.

El tren redujo la marcha cuando nos acercamos a la frontera, y mi hombre saltó hacia la noche.

—Buena suerte —le grité.

Hacía sólo unas horas que había dejado París, pero me sentía ya a miles de kilómetros de mis clases de latín.

La aduana francesa, destartalada, y después la aduana belga. Registraron una maleta al azar. Fue la mía. No tenía ningunas ganas de deshacerlo todo porque presentía la imposibilidad de volver a cerrar la maleta, de lo atiborrada que iba. Enseñé mi acreditación de la beca. El aduanero no insistió. Excelente augurio… Un policía belga, con el uniforme rutilante, me preguntó adonde iba.

—A México.

Mi respuesta lo dejó pensativo.

En Bruselas, cambié de vagón. Me moría de hambre, pero no tenía nada de dinero en moneda belga. El tren arrancó, casi vacío. Frente a mí, un muchacho alto y rubio leía revistas norteamericanas. Debió de tomarme por norteamericano porque me habló en inglés para ofrecerme una. Le pregunté adonde iba. Era un estudiante holandés que regresaba a Rotterdam tras una estancia en París. Era muy simpático. Charlamos un rato. Me dijo que tenía intención de emigrar a Norteamérica cuando acabara los estudios de ingeniería. Le señalé que no debería hacer eso. No se quedó demasiado convencido. En la frontera, unos aduaneros impecables, con unos modales exquisitos, nos preguntaron si teníamos algo que declarar. Luego, una nube de camareros con chaleco blanco invadió los vagones para ofrecernos café con leche y panecillos. El holandés me ofreció esa bebida deliciosa, servida en tacitas de cartón y endulzada con unos minúsculos terrones de azúcar envueltos delicadamente en celofán. El Servicio de Inmigración, representado por unos gigantes imponentes con uniforme militar, me trató con una corrección irreprochable.

El tren circulaba ahora entre los canales. El paisaje, idéntico a los carteles de las oficinas de turismo, estaba sembrado de molinos de viento. Cruzamos el Mosa, y a las nueve y media llegamos a las afueras de Rotterdam, cuyos edificios grandes de ladrillo rojo se veían a lo lejos.

Mi compañero holandés me invitó muy amablemente a ir a su casa a refrescarme. Acepté encantado.

Tomamos un tranvía, donde recibí una soberana bronca, pues al darme la vuelta estuve a punto de cargarme a un señor mayor con la mochila.

En casa de Leendert (se llamaba Leendert van Tas) tuve un recibimiento encantador. Bebimos unos refrescos y subimos a asearnos. Luego, Leendert me dejó la bicicleta de su hermano y fuimos a las oficinas de la compañía.

Allí, me comunicaron que no podría embarcarme sin haber pasado una revisión médica. Me dieron la dirección de un médico a cuya consulta nos dirigimos de inmediato. Entré en una sala de espera donde berreaban una veintena de bebés en brazos de sus madres. ¡Qué infierno! Me examinó con rapidez y me declaró «apto». ¿Apto para qué?, me pregunté.

Antes de almorzar, el hermano de Leendert nos tocó algunos nocturnos de Chopin. Después, la señora de la casa, en un francés perfecto, me anunció un almuerzo a la holandesa. En la mesa había huevos duros, mermelada, café con leche, frambuesas y panecillos. Cuando hubimos almorzado, me despedí de aquella familia encantadora con el deseo de volver a verla en París. Leendert paró un taxi. Nos dirigimos al puerto.

La travesía por la dársena no terminaba nunca. Me preguntaba cómo sería mi barco, y cada vez que veía un buque pequeño y miserable, me daba un vuelco el corazón. Un carguero es como un regalo, una sorpresa. ¿Qué será? Pero la sorpresa fue agradable. El Sue Lykes tenía el aspecto de un bebé grande y pulcro. Di las gracias a mi efímero compañero de viaje por todas sus gentilezas.

—¡Viva Francia! —me gritó.

—¡Viva Holanda! —le contesté.

Unos marineros acodados en la borda se rieron a carcajadas. Subí por una pasarela temblorosa, embriagado ya por el viento de alta mar y sintiendo en mi interior una repentina e incontenible necesidad de espacio.

El auxiliar jefe me condujo a mi camarote, situado en la cubierta de botes, a babor. Estaba pintado de azul y contenía dos literas paralelas al mar. Una mesa, dos sillones y una lámpara completaban el mobiliario, sencillo y limpio. La puerta del fondo daba a un lavabo equipado con ducha y agua caliente. A la derecha, dos grandes roperos. Un negro gordo y mofletudo, con chaqueta blanca, vino a anunciarme que la cena era a las cinco.

Durante ese tiempo, unas bombas inmensas descargaban el trigo del barco y lo echaban a unas gabarras mientras que una gabarra cisterna vertía fuel al depósito del buque. Lo observé todo sin fijarme mucho. Tenía hambre. Éramos seis pasajeros. Una pareja belga mayor que emigraba a Estados Unidos, un norteamericano mayor, calvo, y por último, como única representación de la juventud, dos norteamericanas que regresaban de un periplo por Europa. Una no estaba mal, pero tenía pinta de dormida; la otra, más despierta, me gustó más. Además, era muy bonita. Pero yo no estaba allí para eso. Dejé de mirarla, desvié los ojos hacia el mar y concentré mis pensamientos en México…

Zarpamos a medianoche.