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Wall Street

Mi primera impresión de Nueva York no fue tan abrumadora como había imaginado. Pienso que, a mi edad, se posee una capacidad de adaptación asombrosa. Por supuesto, te sorprendes al ver esas tiendas abiertas hasta medianoche, esos ascensores que te dejan en la planta sesenta en unos segundos, esos diarios luminosos que, en Times Square, se extienden a lo largo de los edificios. Sin embargo, lo único que me impresionó de verdad fue el alumbrado. Un alumbrado que, gracias a una astucia prodigiosa, llegaba a captar tu atención y a penetrar en tu interior a cualquier hora del día y de la noche.

También me sorprendió constatar con qué rapidez me acostumbraba a todo y desde luego, resulta impresionante la velocidad con que te gastas el dinero en Nueva York. A cada paso, veinte veces en el espacio de cien metros, te tienta el aspecto de un helado de fresa o de vainilla, un escarchado de naranja o uno de ésos bocadillos de salchicha que los norteamericanos llaman hot dogs. Calculé que en un trayecto de cincuenta metros, me retrataron trece veces, y eso que ya eran casi las once de la noche. Las tiendas estaban llenas de cosas sorprendentes y atractivas que nunca salían caras. ¡Pero cuántas cosas atractivas se puede uno comprar durante un mero paseo de una hora!

Otro domingo más. Una semana antes estaba al borde de la carretera, compitiendo con un grupo de soldados a la salida de San Antonio. Y ahora estaba en la catedral de Saint Patrick, en la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York.

La catedral, de inspiración gótica, con la plaza llena de palomas, contrastaba de modo singular con ese enjambre gigantesco que era el Rockefeller Center. En el centro, delante del edificio, una enorme estatua de Apolo daba la sensación de querer aplastar a las palomas, que no parecían preocupadas en absoluto.

El sacerdote pronunció un sermón violentamente anticomunista:

—Hermanos, nuestra fuerza radica en nuestra unión. Nuestra unión se basa en nuestros medios. Nuestros medios sois vosotros. Ofreced vuestros donativos a la colecta para la ayuda mutua católica…

Y, como en Nueva Orleans, una cuadrilla de recaudadores pasaron por los pasillos con sus largas bandejas.

Bajé los peldaños de la catedral para ir a tomar un bocadillo a un drugstore. De pronto me encontré con uno de mis antiguos profesores de inglés, el señor Dupont, un hombre muy simpático que me invitó a almorzar en el hotel más lujoso de Nueva York, el Waldorf Astoria. Después fuimos a pasar la tarde a Central Park. Sentados en la hierba, observamos a los niños que jugaban a la pelota y montaban en bicicleta. Unas cuantas ardillas daban saltitos a nuestro alrededor e incluso se dejaron acariciar.

A la vuelta nos encontramos con un desfile, precedido por una banda. Era la Asociación de Polacos emigrados que se manifestaba contra el avasallamiento de su país. Los acompañaban unos policías montados a caballo, con unos pantalones con ribete amarillo y la culata del revólver sobresaliendo de la funda colgada a un cinturón adornado con balas.

Tomamos el autobús para ir a cenar al barrio chino. En diez minutos, todo el panorama cambió. Los rascacielos dieron paso a pagodas de paja con inscripciones incomprensibles.

Y yo comí arroz con palillos…

Al día siguiente fui a ver la compañía asociada de las Minas Zellidja en Nueva York, que tenía sus oficinas en Wall Street.

Wall Street… Entré en el paraíso de las finanzas y las grandes fortunas con dos dólares en el bolsillo. Sin embargo, decidí hacerme lustrar los zapatos y llamé a un hombrecillo con el pelo rizado, la nariz de patata y los brazos tatuados. Puse el pie en el escabel. Mientras trabajaba, le conté un poco mi viaje.

—Ah, es francés —dijo, y me escupió en el zapato—. Yo conozco bien Le Havre, Ruán, Dunkerque, Marsella. Fui marinero durante veintiocho años, así que he visitado muchos lugares. Francia es un país bonito. —Me escupió dos veces más en el zapato—. A mí me gustaba mucho Marsella. ¡Qué hermosas mujeres!

Se detuvo un instante y me enseñó el dorso de su brazo derecho: llevaba tatuada una mujer desnuda.

Frotó el zapato con una rapidez vertiginosa, metió dos dedos en la lata de betún y, con un golpe seco de la mano izquierda, la hizo girar alrededor de los dos dedos que ya me aplicaban el betún al zapato. Luego, hizo chasquear una cinta de tela y la pasó como una sierra de izquierda a derecha.

—¿Se gana mucho con su oficio? —le pregunté.

—Oh, no tanto como en la Marina. Pero verá, un día estrangulé a una china en Shanghai. Entonces me expulsaron de la compañía y me quitaron la cartilla de navegación. ¡Los muy cabrones!

Cuando hubo terminado, rebusqué en el bolsillo y le pregunté cuánto le debía.

—Ni hablar, no pienso cobrarle a un joven francés. No, ni mucho menos. Ha sido un placer haberlo conocido. Me gusta mucho su tierra. Salúdela de mi parte cuando regrese.

Y cerró las latas de betún. Me dio su nombre y su dirección y le prometí mandarle una postal de París.

Wall Street, una calle estrecha encajada entre dos hileras de rascacielos. Imaginé los fantásticos cálculos, pronósticos y tráficos que se efectuaban tras esas ventanas por las que salía luz de fluorescente.

No envidiaba a todas esas personas que, con el maletín en la mano y un aspecto distraído, se subían a un taxi. Yo, por lo menos, no tenía que preocuparme en decidir cómo iba a gastarme mis dos dólares.

Entré en el edificio de la Newmount Mining Corporation y me dirigí a un empleado con uniforme azul oscuro para pedir una entrevista con el señor Fred Searls, el director.

Me condujeron a su despacho y me encontré en presencia de uno de los grandes hombres de negocios norteamericanos. El señor Searls, bastante bajo, con la cara muy joven a pesar de sus canas, me recibió hablando francés.

—Estoy muy contento de ver a un joven francés por el mundo. Conozco muy bien las condiciones de su viaje; es maravilloso. Le felicito. Sé que felicitarlo está muy bien, pero eso no le sirve de mucho. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo que llegar a Montreal haciendo autoestop para embarcarme. Le agradezco su amabilidad, pero no necesito nada.

—En primer lugar, tomará un buen almuerzo. Tendrá que disculparme, pero esta mañana debo atender un asunto importante. —Pulsó uno de los muchos botones que había en un cuadrante a la derecha de su escritorio, bajo un mapa de Marruecos—. La señorita estará encantada de llevarlo a almorzar.

Enseguida entró una joven encantadora, vestida con un traje de chaqueta negro. Los cabellos rubios le caían sobre los hombros. Una star de Hollywood en todo su esplendor. Cuando el señor Searls le dijo que me llevara a almorzar, sonrió.

Me llevó a un pequeño restaurante de no sé qué barrio (debía de ser hacia la calle Cuarenta).

Tenía unas manos muy bonitas y me dijo que le apasionaba el arte y que iba a unos cursos nocturnos en la Universidad de Nueva York.

—Pero ¿por qué trabaja? —le dije—. ¿No le resulta enojoso?

—Como todas las mujeres norteamericanas, trabajo para ser libre ——me contestó—. Trabajamos de día y estudiamos de noche. Así no dependemos de nuestras familias y nos preparamos para la vida. La mujer norteamericana siente una gran necesidad de independencia. Por eso intentamos valernos por nosotras mismas desde muy jóvenes. Es tan agradable sentirse libre e independiente…

—No se puede ser libre e independiente trabajando.

—Por supuesto que sí —aseguró moviendo la cabeza.

Nos paseamos por la ciudad. Me enseñó los grandes teatros, la Ópera, la Biblioteca Municipal, sin dejar de preguntarme todo el rato por París y Francia.

A mi regreso, volví a ver al señor Searls y le di las gracias a la vez que elogiaba a su secretaria. Me entregó un sobre.

—Tenga —dijo—. Para usted.

Abrí el sobre. Era un billete para el coche cama Pullman a Montreal.

Sonrió. Él parecía muy satisfecho. Yo estaba muy emocionado. No sabía qué decirle, de manera que me limité a darle un largo apretón de manos.

Los contrastes continuaban. Tras las camionetas bamboleantes de los campesinos de Tejas, iba a viajar en coche cama en uno de los trenes más bonitos del mundo.

Por la noche, me paseé por el inmenso vestíbulo de mármol de la Grand Central Station mientras esperaba la salida de mi tren Pullman. Era el 3 de octubre. Al día siguiente llegaría a Montreal, exactamente en la fecha que había previsto tres semanas antes en México.

Unos mozos negros con gorras rojas acarreaban lujosas maletas de piel en sus carretillas. Un silbido de la máquina diésel anunció la salida. Subí a mi vagón, entré en un compartimento climatizado y miré por la ventana, que no se abría. Nueva York se alejaba frente a mí en la noche salpicada de luces.