14
Duelo con un tiburón
Antes de salir de México en dirección al golfo, quise ver al periodista que deseaba conocerme.
Bajé en tromba dos escaleras, crucé como una bala tres largos pasillos y llegué a su despacho.
El hombre, de tez morena, cabellos negros y gafas de concha, se levantó, me estrechó la mano y me dio unas palmaditas en la espalda, lo que según parece es allí una gran señal de amistad.
—Señor Lapierre, me llamo Jaquez. Me gustaría ser su amigo y servidor durante su estancia en México. Adoro su país, tanto como el mío por lo menos. Estuve en él hace dos años y sólo tengo un deseo: volver. Vamos a la Librería Francesa, le dedicaré un libro que he escrito sobre Francia.
Me llevó a casa de uno de sus amigos, que era director de turismo y que me regaló unos magníficos libros ilustrados sobre México.
A continuación, el señor Jaquez me ofreció ir a los Ferrocarriles Nacionales, cuyo director, también amigo suyo, me proporcionaría sin duda una tarjeta gratuita para toda la red. Fuimos. Me dieron una tarjeta orlada con los colores verde, blanco y rojo de la bandera mexicana.
Tenía la ventaja de representar un país que, al no ofrecer aviones, cigarrillos, ni carbón, sino una tradición espiritual y todas las formas de una herencia cultural desinteresada, gozaba en México de un gran prestigio.
Los toques de claxon llenaron la calle. Dejé a mi amigo periodista tras prometer volver a verlo y subí al Ford azul, que ya me aguardaba.
En el techo iba amarrada una canoa. Éramos seis, todos franceses. Tecolutla, a cuatrocientos cincuenta kilómetros. Íbamos a pasar el fin de semana en el golfo de México. Subimos la montaña, franqueando la cadena que rodea México, y después descendimos hacia el mar. El frío intenso de las cumbres de tres mil quinientos metros dio paso a un calor tan bochornoso que la velocidad no llegaba a disipar. A los lados de la carretera crecía una espesa vegetación.
Había anochecido y nos detuvimos a cenar en un pueblo en fiestas. En el zócalo (la plaza del mercado), algunos hombres vestidos de blanco tocaban la guitarra. En medio de la plaza se levantaba el tradicional quiosco de música de cada ciudad o pueblo mexicanos. Alrededor de la plaza había mujeres mayores en cuclillas vendiendo naranjas, nueces, semillas o sarapes.
El dueño del restaurante, con los cabellos blancos cortados al cepillo, nos preparó dos huevos con jamón y chocolate ayudado por dos niñas con unas trenzas negras desmesuradamente largas. En la mesa había amontonados cruasanes y brioches bastante insulsos.
Conté a mis amigos las últimas anécdotas de Francia, y nuestras risas sorprendieron al dueño que, con un aire marcial, nos fue trayendo los tazones de chocolate. Delante de la puerta estaba echado un perro enorme sin pelo, una especialidad del país, por lo visto.
Nos fuimos. Un soldado nos hizo señales en una curva para que redujéramos la velocidad: un coche y un camión habían caído por un precipicio. Cantando La nuit de Rameau, proseguimos nuestra ruta mágica gracias a las llamas de los pozos de petróleo que temblaban bajo el viento de la noche. En pleno campo, a varios kilómetros de cualquier vivienda, nos detuvimos para contemplar el espectáculo. El silencio se veía interrumpido por algunos grillos.
—¿Habéis leído los periódicos esta mañana? —exclamó alguien, recalcando cada sílaba—. Las carreteras mexicanas no son peligrosas, siempre y cuando el viajero no se detenga. Tres automovilistas norteamericanos fueron asesinados y desvalijados en la carretera de Tampico. Habían tenido un pinchazo.
Efectuamos una arrancada terrible a lo gánster, que nos hizo alcanzar los ciento veinte en menos de un minuto y, tras una larga curva, descubrimos el océano. Mar adentro brillaban algunas luces.
Entramos lentamente en Tecolutla y nos detuvimos frente al gran hotel, no porque hubiera decidido alquilar una de sus suites, sino porque dos de nuestros compañeros, poco aficionados a la acampada, iban a pasar la noche en él. Los demás montaron la tienda en la playa. Enseguida me puse el bañador y me lancé al agua, que estaba deliciosamente fresca. El que había hablado de los turistas asesinados volvió a las andanadas:
—No olvidéis que esta zona está infestada de tiburones. —Eso era cierto—. Y esos pececitos pueden nadar en treinta centímetros de agua.
Con los ánimos enfriados una vez más, interrumpimos ese baño al claro de luna y nos retiramos a las tiendas.
La luna se filtraba por la tela. El mar moría tranquilo en la arena. Adormilado, noté frío y humedad en las piernas. Mi vecino se despertó sobresaltado. La tienda estaba llena de agua. Los tensores se habían soltado y los palos se caían. Enredados entre la tela y las cuerdas, amodorrados, intentamos salir.
Una vez fuera constaté con espanto que estábamos rodeados de mar por todas partes. Sencillamente, había subido la marea. Recuperé un zapato que se llevaba la corriente y, calados hasta los huesos, nos dirigimos al hotel para despertar a los otros dos, que se rieron a carcajadas de nuestra historia. Yo también me eché a reír.
Al día siguiente, domingo, el sacerdote que oficiaba la misa llegó a lomos de un borrico desde cuarenta y dos kilómetros de distancia. La iglesia se alzaba en el extremo del pueblo, en una pequeña choza construida sobre pilotes a la que se accedía subiendo una escalera de ramas de cocotero. El sacerdote, vestido de seglar como todos los sacerdotes aquí, se puso una estola y empezó las confesiones. Indias gruesas y con vestidos multicolores se santiguaban con pequeños e interminables signos de la cruz que hacían con el pulgar doblado sobre el índice, y luego iban a arrodillarse a un reclinatorio tambaleante. Un chiquillo indio, vestido como en nuestro país de rojo y blanco, encendía los cirios de un altar minúsculo. Empezó la misa. Una mujer totalmente de negro dirigía los cantos de los niños. Luego vino un largo sermón. Por lo que entendí, el viejo sacerdote hablaba de su jubileo del sacerdocio. El monaguillo agitó una campana grande de bronce con relieves; las comuniones fueron numerosas. El sacrificio de la misa había terminado. Había resultado mucho más emotivo, en su primitiva simplicidad, que la lujosa pompa de una gran iglesia parisina.
Fuera, unas bellas indias endomingadas, con un cuerpo magnífico y los ojos formidablemente negros, se paseaban por la calle sin asfaltar. Alquilamos una embarcación de seis metros con motor para remontar un río que pasaba cerca de Tecolutla. Bajo un sol infernal, el barco fue navegando junto a las orillas tropicales, donde se entrelazaban matorrales, cocoteros y palmeras. Al ruido de nuestro motor, los cocodrilos, que dormían con la boca abierta, se sumergían en el agua. Los pájaros lanzaban desde los árboles unos alegres gritos que el petardeo de nuestro motor no lograba acallar. Nos cruzamos con algunos indios inclinados sobre sus piraguas hechas con troncos de árbol. A cada instante tenía la impresión de que iban a volcar, pero la habilidad de los remeros era prodigiosa. ¡Qué fauna de insectos y serpientes debía de poblar aquella frondosa vegetación! Esta idea me produjo escalofríos. Volvimos a descender por el río bajo un sol abrasador. Por la tarde, salimos al mar a pescar un tiburón.
Soplaba un ligero viento del norte y, desde la salida del puerto, unas olas altas zarandeaban nuestra embarcación y nos salpicaban. Cantábamos locos de contento. Las betas de pesca colgaban detrás de nosotros. Cabeceábamos y oscilábamos, y el mar adquiría un azul muy sombrío, y a veces asomaban en él aletas de tiburones. Sin embargo, no capturábamos nada. De repente, cuando ya nos disponíamos a regresar, el hilo se tensó. Tiré de la beta. El motor estaba parado y estábamos perpendiculares a las olas, lo que producía una oscilación que amenazaba a cada instante, en el fragor de la acción, con lanzar a cualquiera de nosotros al agua. El tiburón se debatía furiosamente. Lo arrastré un momento, pero dio un tirón seco y me vi obligado a soltarlo. Salió del agua y sus escamas brillaron al sol. Al cabo de una hora de esfuerzo, tenía los dedos literalmente cortados por la beta, pero con la ayuda de mis amigos logré arrastrarlo hasta la borda. Agarré una tabla y le di un porrazo. Todavía daba grandes saltos, que nos salpicaban de sangre y agua. Por fin, tirando entre cuatro, lo halamos sobre la cubierta. Agarré un madero, y con una fuerza insospechada acabé con él. Estaba exultante de alegría. Unos grandes goterones de sangre me resbalaban por el torso.
En el trayecto de vuelta nos detuvimos a cenar en un hostalito. En la mesa de al lado estaban cenando tres hombres, que llevaban en la cintura unos revólveres imponentes.
—¿Es usted francés? —me comentó uno de ellos—. Qué gusto da oír su idioma. Cursé mis estudios de derecho en París. Camarero, traiga pulque. ¡Vamos a celebrarlo!
Para mi horror, sacó el revólver, apuntó al aire y disparó dos veces al tiempo que levantaba el vaso.
—¡Viva Francia! —gritó.
Muy pálido, brindé con tan expansivo caballero.
A medianoche, México apareció en un raudal de luz. Media hora más tarde, quemado por el sol, me quedé dormido.