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En el Atlántico

El día que cumplí dieciocho años estaba en mitad del Atlántico. Conservé celosamente este secreto y me sentí orgulloso de mi edad. ¡Recorrer el océano solo a los dieciocho años! Liberado de todas esas mezquindades escolares, salido por fin de ese infierno de papeleo, de gestiones, de súplicas, liberado por el gran Atlántico.

Ese día sentí la necesidad de lavarme la camisa en el lavabo. Era la primera vez que hacía algo así. Me miré en el espejo y experimenté una curiosa impresión de soledad. Por un instante, casi tuve miedo y eché de menos mis tranquilas vacaciones de los años anteriores. Debí de sentir, en una medida ínfima, lo que antaño experimentaron los grandes exploradores cuando el faro del puerto desaparecía; ya no podían retroceder. Tampoco yo podía retroceder. También pensé en mis veinticinco dólares cuidadosamente ocultos en el fondo de la maleta.

Sonó la señal de alarma: maniobra de abandono. En un magnífico cinturón salvavidas acolchado, me sentí más unido a la vida que nunca. El mar estaba en una calma impresionante. Ahora ya no tenía miedo.

Esa primera camisa lavada había sido mi mejor regalo de cumpleaños. Gracias a eso, había comprendido lo que significaba contar sólo con uno mismo.

El capitán, de origen ruso, calvo y con la cara curtida por el sol y el viento, me invitó a ir a charlar a su camarote. Era un hombre muy distinguido y hablaba un francés impecable. Conocía nuestra literatura moderna y hablaba con devoción de Saint-Exupéry. Nuestra conversación se vio interrumpida por el mecánico jefe, un muchachito de ojos minúsculos que brillaban en su cara sonrosada. La voz parecía salirle de la nariz más que de la boca. Sugirió al comandante cambiar la «revolución» de 78 a 83. Me pregunté de qué revolución se trataría. El capitán me tranquilizó al aclararme que sólo se trataba de las vueltas que daban las hélices por minuto.

El mecánico jefe me llevó a visitar las máquinas. En las entrañas del Sue Lykes reinaba un ambiente sofocante y un ruido estruendoso. El número de aparatos, contadores y cañerías era asombroso. El paisaje, visto desde la cubierta, era sencillo y armonioso; pero allí sólo había barras de hierro y de acero, poleas, tornos y ruedas. Sin embargo, a pesar de la aversión que aquel espectáculo me inspiraba, no podía sustraerme a él, maravillado de que bastaran dos hombres para hacer funcionar toda aquella maquinaria. Mi guía, con su voz nasal, me fue bombardeando con términos técnicos incomprensibles.

En la mesa recibí un anticipo del sabor de la cocina norteamericana. El pollo se sirvió con jalea, y toda la repostería rebosaba canela y jengibre. Se lo comenté a mis vecinos belgas.

—Qué quiere —me contestaron—, estamos en un carguero.

Con expresión resignada y un valor que encontré admirable, dieron un mordisco a la tarta con canela.

Después de cenar me dejé arrastrar a una partida de bridge, tras haber cometido la imprudencia de decir que conocía un poco ese juego. Metí la pata una y otra vez, lo que enfureció a mi pareja, la bonita norteamericana, que en esta ocasión pareció tomarme ojeriza. Acabé la partida agotado, jurándome que no volverían a pillarme. Pero al día siguiente la norteamericana había olvidado mis errores y volví a las andadas.

La travesía prosiguió sin novedad…

Mi compañero de camarote, el norteamericano mayor, estaba obsesionado con una guerra inminente.

—No vuelva nunca a Europa —me advirtió—. Europa está acabada, bolchevizada, destruida.

Con el tiempo acabé descubriendo que este tipo de hombre abunda en Estados Unidos. Muy fácilmente reconocibles porque llevaban, a modo de pañuelo de bolsillo, cuatro puros escalonados como los tubos de un órgano.

Doblamos las Azores. Me paseaba por la cubierta con una de las dos norteamericanas.

Bordeamos las Bermudas. Me paseaba con la otra.

Estaba de crucero…

Aún faltaba tiempo para el autoestop y los momentos más difíciles del viaje.

La más bonita de las dos norteamericanas tenía una idea fija: las termitas. Me explicaba todos los peligros que podía entrañar una invasión de estos insectos. Por más que le dijera que eso no me quitaba el sueño, cada día volvía a lo suyo. Por fin, al comprender que mi obcecación era irremediable, concluyó con desprecio:

—Comprendo, no está preocupado…

—No —dije—. Pero si lo estuviera, no sería por las termitas.

Por fin llegamos a Galveston. Nuestro barco echó el ancla a la entrada del canal. Los oficiales de sanidad subieron a bordo. Su única preocupación fue examinar mi certificado de vacunación contra la viruela. Debían de tener una idea preconcebida y poco favorable de la higiene francesa.

La última comida a bordo. Para mí, ante todo, la última comida gratis, pues a partir de entonces tendría que pagarme el sustento. Tragué todo lo que pude hasta que me salió por las orejas, y además me llené los bolsillos de naranjas, galletas, rebanadas de pan, etc. Así provisto, bajé a tierra. Enseguida quedé envuelto por una nube de mosquitos. El aire era húmedo y muy cálido.

¡A por Norteamérica…!