22
Traducido por Sofía Belikov
Corregido por Vanessa Farrow
En una escala del uno a
pisar un lego,
¿cuánto dolor sientes?
(Letrero de hospital)
Dos días después del incidente que sería conocido alrededor del mundo, o al menos en la oficina, como la tragedia del Gran Silo, llegué cojeando a la entrada del correccional de mujeres en Nuevo México, muleta en una mano, expediente del caso en la otra. Cookie se las arregló para enterarse de lo que le sucedió a Miranda. Consiguió una copia del expediente. Donde se explicaba lo que le sucedió, por qué decidió perseguir un tranvía, y lo que sucedió con su abusiva madre.
Tenía un funeral más tarde, pero esa mañana la guardé para una sola y única mujer: la madre de Miranda. La mujer que abusó de su hija tan severamente que la chica no pudo escapar de las repercusiones mentales incluso muerta.
Necesitaba saber. Lo que le hizo a su hija era desmesurado. Necesitaba saber si sentía algún remordimiento. Si se haría responsable de lo que había hecho. Si sabía cómo de mal habían afectado sus acciones a su hermosa hija. Si le importaba. Cómo alguien podía hacer tal cosa estaba más allá de mi entendimiento. ¿Hacía falta un sociópata? ¿O simplemente una perra despiadada?
Moví algunos hilos, más concretamente el que tenía envuelto alrededor del tío Bob, e hice que llamara al centro de detención de mujeres para programar una cita. Les dijo que era una consultora trabajando en un caso del DPA y que necesitaba preguntarle a la sra. Nelms sobre un viejo caso. Lo que explicaría el por qué me encontraba sentada frente a una gran ventanilla de vidrio, esperando a que la madre de Miranda llegara.
Por suerte, se hallaba en prisión por la muerte de su hija, pero nunca admitió ningún delito. Las transcripciones de la corte decían que había profesado su inocencia incluso después de que un jurado de sus colegas la hubiera condenado. Incluso después de que un juez le hubiera sentenciado a quince años en prisión. Probablemente saldría en libertad condicional en un par de años más. Si fallaba mi prueba, estaría esperando.
Una mujer gorda entró en la habitación. Me sorprendí. En la foto del informe en el registro del arresto, la señora Nelms lucía dolorosamente delgada, las líneas en su rostro duras y agrietadas como las llanuras de un implacable desierto. Había ganado peso desde entonces, y además se había cortado su horrorosamente descolorido cabello. Ahora lo llevaba corto y no lucía tanto como una adicta al crack sino como la fiel matriarca de una escuela para chicas rusa. Pero tampoco lucía atractiva.
Se sentó frente a mí, su rostro curioso mientras cogía el teléfono. Hice lo mismo y, queriendo llegar al grano, dije una sola palabra.
—Miranda.
Por fuera, parpadeó y esperó a que dijera más. Por dentro, sus defensas se alzaron. Su pulso se aceleró. Sus músculos se tensaron.
—¿La mató? —continué.
Presionó sus labios con tanta fuerza que se volvieron de color blanco. Cuando finalmente habló, lo hizo con una vehemencia que no esperaba. —No maté a Miranda.
Me forcé a permanecer quieta mientras una oleada de shock me atravesaba. No mentía. No totalmente. Pero sabía por el cruce de Miranda que esta mujer había sido horrible y había abusado implacablemente de ella. Comprobé el expediente en mi mente. Habían encontrado el cuerpo de Miranda en las montañas de Sandia, casi directamente bajo el camino del tranvía. Lucía demasiado podrida cuando la encontraron como para que determinaran la causa exacta de la muerte, pero la evidencia apuntaba a una contusión en la cabeza. Tenía dos fisuras en el cráneo. O bien podrían haber causado un hematoma subdural. O podrían haberla matado. También tenía marcas de ataduras en los tobillos y en las muñecas, y múltiples decoloraciones a lo largo de la piel, sugiriendo una masiva cantidad de moretones.
Lo que ciertamente no era suficiente para condenar a la Sra. Nelms. De hecho, era casi lo opuesto. Cualquiera podría haber secuestrado a Miranda. Cualquiera podría haberla atado y matado. Pero la fiscalía probó que la Sra. Nelms mintió sobre cuánto tiempo había estado desaparecida Miranda. Había informado de que su hija estuvo desaparecida dos semanas antes de que encontraran el cuerpo, pero los forenses dijeron que estuvo en la selva al menos un mes. El que las líneas de tiempo no concordaran combinado con otra evidencia circunstancial, como las múltiples fracturas y las repetidas visitas a urgencias en la corta vida de Miranda, era suficiente para que el jurado la encontrara culpable de un delito menor como poner deliberadamente en peligro a la niña, lo que terminó con la muerte de la menor. La fiscalía, sabiendo que probablemente no podrían conseguir nada más, cerró el caso.
—No tuve nada que ver con su muerte —añadió. Aunque había una barcada de resentimiento, no tenía ni una pizca de culpa en los ojos. ¿Cómo era posible? Lo sentí en Miranda. Lo sentí cuando cruzó. Esta mujer la mató. Tenía que haberlo hecho.
Me incliné hacia delante, más determinada que nunca a descubrir lo que le sucedió a Miranda en realidad. —¿Entonces quién lo hizo?
—¿Este es el por qué vino aquí? ¿Para interrogarme por mi caso? Los guardias dijeron que era por otro caso. Pensé que era por mi hijo.
—¿Marcus? ¿Está en problemas?
Me miró fríamente, dejando muy claro que no tenía nada más que decir.
Quizás era una sociópata, y la razón por la que no sentí ninguna culpa en ella era porque simplemente no la sentía. Pero reaccionó cuando mencioné el nombre de Marcus. Se encogió, el movimiento rápido, casi invisible. Y una oleada de emoción se extendió por ella. No era lo que esperaba. Si no lo supiera mejor, diría que era miedo. El tipo de miedo que se materializaba cuando uno había hecho algo malo y no quería que nadie se enterara. No era que tuviera mucha experiencia en ese área.
De repente, tenía que estar en otro lugar.
—Vale —dije, poniendo los codos en el escritorio frente a mí—, puede o no haber sido directamente responsable de la muerte de Miranda, pero de seguro contribuyó. Está en un mejor lugar, un lugar donde monstruos como usted jamás podrán lastimarla de nuevo.
La Sra. Nelms disciplinó su expresión, rehusándose a decir más. No importaba. Ya tenía lo que vine a buscar. Lo que necesitaba ver. No sentía ningún remordimiento por lo que hizo. Tanto si mató a su hija como si no, era un monstruo, y pensaba asegurarme de que ardiera en el infierno por lo que había hecho.
Sólo en caso de que alguien se equivocara en el futuro y la enviara en la dirección equivocada después de que muriera, puse una mano en el vidrio, relajé mis músculos, aclaré mi mente y entré a otro plano. Había estado allí antes. Vi el fuego eterno de Reyes desde este plano. Vi las llamas lamer su piel, acariciar cada centímetro de él. Y desde este plano, podía ver la verdadera naturaleza de la mujer sentada frente a mí. Podía ver su alma, fría, oscura y vacía como un gran abismo.
Moví la mano entre nosotras, rozando con la punta de los dedos la división de vidrio, llenándola con mi esencia y marcando su alma. Mientras permanecía allí, una energía tomó forma en la oscuridad dentro de ella. La había visto antes, en Reyes. No en su alma, sino imprimada en su piel. Era parte del mapa al infierno, una parte de sus tatuajes, y sabía que había enviado el alma de la señora Nelms al lugar correcto.
Sonreí y hablé a través del auricular, mi tono serio, y de alguna manera, ella sabía que decía la verdad. Podía sentir su aceptación con cada palabra que dejaba mi boca mientras las decía. —Sufrirás en el invierno por un largo, largo tiempo.
El miedo se extendió en su interior. Lució sorprendida por un momento, luego bajó de golpe el auricular y se levantó para irse. Le ofrecí un rápido guiño y luego hice lo mismo. Tenía lugares en los que estar y gente a la que ver.
Para el momento en que entré en Misery, llamé a Cookie. —Necesito una dirección —dije cuando respondió—. Marcus Nelms. Necesito saber dónde está ahora mismo.
Salí de la interestatal 40 en Moriarty, un pequeño pueblo a casi treinta minutos al este de Albuquerque, y me dirigí directamente a la central. Marcus Nelms debía estar en sus tempranos veinte. Cookie dijo que había entrado y salido de prisión desde que tenía doce años por varios delitos, pero principalmente por la posesión de una substancia controlada. Después de unas cuantas vueltas y giros que me llevaron al pequeño aparcamiento de un parque de casas rodantes, me detuve frente a una justo cuando mi teléfono me alertó de un nuevo mensaje. Cookie me envió la fotografía para fichaje más reciente de Marcus. Era un niño lindo que ya tenía una vida dura.
Salí y caminé a través de las cajas de leche y ambrosías hasta llegar a unas tambaleantes escaleras y, después de arriesgar mi vida, a la puerta delantera. Sin ningún vehículo fuera y ninguna luz en el interior, parecía que no había nadie en casa, pero golpeé de todas formas. Después de mi tercer y más agresivo intento, sentí la molestia a través de las delgadas paredes de papel de la casa rodante unos cuantos segundos antes de que la puerta se entreabriera.
Un par de ojos oscuros aparecieron en la hendidura. Y no pertenecían a nadie más que al Sr. Marcus Nelms. Le enseñé mi licencia de investigadora privada para parecer más oficial, y luego pregunté—: Sr. Nelms, ¿puedo hablar con usted acerca de un caso en el que estoy trabajando?
—Estoy ocupado —dijo, su voz profunda y rasposa. Claramente lo había despertado.
—Marcus —dije, tratando de conectar—, mi nombre es Charley Davidson. Soy una investigadora privada. No estás en ningún problema. Sólo necesito hacerte un par de preguntas rápidas, luego me iré. ¿Puedo entrar?
Vaciló, luego soltó un ruidoso suspiro y abrió la puerta. Iba sin camisa, los vaqueros caídos en las caderas, revelando el hecho de que iba a comando bajo ellos. Era demasiado delgado, su enfermiza piel mostrando el uso excesivo de drogas, y su cabello no había sido lavado en al menos una semana, aunque no olía mal. Entré en la oscura sala de estar mientras encendía una simple lámpara. Esta iluminó el lugar lo suficiente como para que llegara a un desvencijado sillón reclinable.
Me tomé un momento para absorber lo que podía, para entenderlo mejor. La frigidez que sentí con su madre no se estaba allí. No era todo cálido y confuso por dentro, pero tampoco era frío. Ni calculador. Era… vulnerable.
—¿De qué va todo esto? —preguntó mientras abría una bebida energética y tomaba un gran trago. Su manzana de Adán subió y bajó, su falta de grasa haciéndolo fácilmente visible. Se dejó caer en la única otra silla de la habitación, otro desvencijado sillón reclinable, sólo que con un poco más de relleno que el mío. Después de cruzar sus descalzos pies sobre un cajón de leche que usaba como mesita de café, me dio toda su atención.
—¿Vives con alguien? —pregunté, mirando detrás de mí, sin querer ser atrapada por sorpresa.
—Por el momento, no. Mi novia me dejó hace un par de semanas. —Me miró por encima de la lata—. Dijo que tenía miedo al compromiso. ¿Te envió Johnny?
Tomó otro largo trago, por lo que supe que tendría que ir directa al grano. —No sé quién es Johnny, pero quería preguntarte sobre tu madre.
Dejó de beber, tosió suavemente, y luego dijo—: Esa perra no es mi madre. Viniste al lugar equivocado si piensas que voy a responder cualquier cosa de ella. No la he visto en años, de todas formas.
Sentía el odio saliendo en oleadas de él, pero también sentía algo más. Dolor. Un espeso y mordaz dolor que quemó la parte trasera de mi garganta cuando respiré. Era eso o tenía un laboratorio en la parte de atrás y estaba respirando gases tóxicos. Lo que apestaría.
Miró a través de la sucia ventana delantera, frotándose el labio inferior con el pulgar.
Esperé un latido, dejando que sus emociones se nivelaran, y luego fui a por la yugular. —Dice que no mató a Miranda.
Lo siguiente que me golpeó se sintió como un puñetazo en el estómago, pero no se movió. Luché contra la urgencia de doblarme; su dolor era demasiado poderoso, demasiado sofocante. Todavía no se movía. Su expresión no había cambiado.
—Es una mentirosa —fue todo lo que dijo.
—Te creo. Sólo me preguntaba si podías decirme lo que recuerdas de la época en que Miranda desapareció. En realidad me ayudaría con mi caso.
—¿Y qué caso sería ese? —preguntó. Volvió su intenso ceño hacia mí—. Está en prisión. ¿Qué más queda?
—Hacerle justicia a Miranda —dije, pero no hizo ningún bien. Ya estaba bloqueándose, mirándome de arriba abajo como si fuera su próxima comida, incluso aunque sentía muy poco interés emanando de él. Una estrategia para cambiar de tema. Para ponerme en guardia.
—De nuevo, ¿cuál es tu nombre?
Me incliné hacia adelante tan poco amenazadoramente como pude y hablé lentamente, midiendo su reacción con cada palabra que decía. —Mi nombre es Charley, y me encantaría que me dijeras lo que recuerdas de tu hermana.
Hermana. Allí fue cuando su dolor, tan caliente y crudo como si ella hubiera muerto ayer, me golpeó en el pecho de nuevo, y de repente entendí por qué consumía drogas. Aún sangraba tanto dolor, tanta culpa por la muerte de su hermana, que la automedicación era la única forma con la que podía lidiar con ello. Pero había otras formas. Me hice prometer justo entonces que me aseguraría de que las encontrara.
—Estuvo perdida por un mes antes de que encontraran su cuerpo. ¿Recuerdas lo que sucedió antes de que desapareciera?
Tomó otro trago y siguió mirando por la ventana, su mandíbula trabajando bajo el peso de la culpa.
—¿Tu madre la lastimó?
Resopló ruidosamente antes de fruncirme el ceño, sus ojos brillantes, una expresiva humedad acumulándose en sus profundidades. —¿Qué te hace pensar que voy a decirte algo cuando no le dije ni una mierda a la policía, joder?
—No soy policía, y estoy en esto sólo por Miranda.
—Está muerta. No hay ninguna maldita cosa que puedas hacer, ¿vale?
Su tormento era demasiado duro como para ver más allá de él. Mis propios ojos se humedecían, recordando a la niña asustada en el tranvía, recordando su desesperación, su total desesperanza. Su creencia de que no tenía ningún valor en absoluto. —Eras unos cuantos años mayor que ella —dije—. Tal vez te sientes responsable de alguna forma.
Una lenta y calculadora sonrisa apareció. Se inclinó hacia delante, cerrando la distancia entre nosotros hasta que su rostro estuvo en mi cabello, su boca en mi oído, y dijo—: Estoy feliz de que esté muerta. —Su respiración se atascó en su pecho, y le tomó un momento continuar—. Desearía que nunca hubiera nacido.
Tan crueles e inusuales como sonaban sus palabras, tan vehementemente dichas, no significaban lo que me quería hacer creer. No sentía ningún odio saliendo de él. Nada de malicia o desprecio. Sólo sentí una profunda veneración, y una culpa debilitadora y cortante. La cual parecía estar alrededor un montón últimamente.
Me alejó de él y caminó por el pasillo. Después de darle un momento para recomponerse, lo seguí. Podía sentir el dolor escapando en oleadas de él, así que, sin tocar, abrí la puerta del pequeño baño. Se hallaba en un estado de agonía mientras se salpicaba agua en el rostro. En el lavabo junto a él había una botella de pastillas prescriptivas. De acuerdo a su expediente, había sido suicida por años, y suponía que esas píldoras eran un muy poderoso agente paliativo. Se necesitaba algo poderoso para enmascarar tanto dolor.
Entré mientras se secaba el rostro. —Marcus —dije tan suave y poco amenazadoramente como podía—, sabes que en realidad no eres el responsable de su muerte, ¿no?
Me concedió un guiño coqueto. —Por supuesto.
Abrió la botella, puso dos blancos y grandes analgésicos en su mano, y luego los lanzó en su boca. Tragó, esperó un momento, y luego se hundió en el suelo mientras la culpa lo devoraba. Esa era la razón por la que buscó ayuda en las drogas en primer lugar. De repente, entendí todo a la perfección. Se sentía culpable por no ayudar a su hermana cuando tuvo la oportunidad. La amaba. Podía sentirlo deslizarse a través de él.
—Por favor, dime que esa perra no va a salir de prisión pronto —dijo.
Me arrodillé junto a él. Como su hermana, le enseñaron desde una temprana edad que no tenía ningún valor. Ningún valor intrínseco.
Mi pecho se sentía demasiado apretado mientras me inclinaba hacia él. —¿Puedes decirme lo que sucedió, Marcus?
—¿Por qué te importa lo que le sucedió? —preguntó—. A nadie le importó. Mi madre sólo reportó su desaparición porque un vecino comenzó a hacer preguntas. Había estado desaparecida por más de dos semanas. —Levantó la mirada hacia mí—. ¿Puedes imaginarlo? Dos jodidas semanas antes de que incluso considerara llamar a la policía.
—Marcus —dije, poniendo suavemente una palma en su rodilla.
Tenía la toalla en ambas manos, apretándola hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Desenterrar los recuerdos estaba cobrándole su cuota. Tomó la botella del lavabo y la llevó a su boca, tragando al menos una más antes de ponerla a un lado y cubrirse los ojos con una mano. —Fuimos desalojados y vivíamos en la casa de mi tía mientras ella trataba de venderla. Se casó con algún tipo rico de California y dijo que podíamos quedarnos allí hasta que la vendiera.
Eso explicaba por qué Miranda se hallaba en esa parte de la ciudad. La propiedad donde había sido encontrada era lujosa, y la Sra. Nelms no me parecía de las personas que alguna vez tuvo dinero.
—Algo no estaba bien —continuó. Su mano se apretó alrededor de la toalla—. Actuaba diferente. Seguía diciendo que quería la casa de su hermana, pero que no podía permitírsela. Entonces este hombre en traje de negocios vino y los escuché hablar. Mi madre iba a comprarnos un seguro de vida. —Bajó la mano para mirarme.
El baño tenía más luz, y finalmente pude ver el color de sus ojos. Eran de un verde avellanado.
—Iba a matar a Miranda. Lo sabía. Desde entonces, cada vez que la miraba, tenía esta sonrisa. —Se frotó las mejillas—. No, esta sonrisa de suficiencia. Y comenzó a hablarme de todo lo que íbamos a hacer con la casa. Quería una piscina y un pequeño bar, y una gran televisión. Dijo que si su hermana podía tener cosas lindas, ella también. Entonces una noche vino a nuestra habitación. Nos dijo que nos vistiéramos. Dijo que íbamos a ir al lago. Estábamos a mitad de noche en medio de enero, pero quería que fuéramos al lago. —Su mirada se deslizó más allá de mí—. Iba a matarla.
Permanecí tan quieta como podía y escuché. Necesitaba contar la historia. La historia de Miranda.
—Pero no nos vestíamos lo suficientemente rápido, y golpeó a Miranda. Con fuerza. Sólo recuerdo la sangre. Así que me dijo que olvidara lo del lago, que iba a llevarla al hospital, pero sabía que eso también era una mentira. Me llevé a Miranda y salimos por la puerta trasera. Sólo íbamos a escondernos hasta que fuera de mañana, hasta que pudiera conseguir ayuda, pero hacía demasiado frío. No teníamos nuestras chaquetas. Y estaba tan oscuro. Vagamos por un tiempo, tratando de encontrar algún lugar donde abrigarnos cuando comenzó a nevar. Miranda dijo que no podía seguir, así que nos acurrucamos junto a una roca. —Lágrimas frescas se abrieron paso por sus pestañas y se deslizaron por sus hundidas mejillas—. Se durmió en mis brazos y no despertó. —Cubrió su rostro y ahogó los sollozos luchando contra su cerrada garganta—. Traté de cargarla, pero era demasiado pesada. Sólo la dejé allí. Como si no fuera nada. —Finalmente, un sollozó se abrió paso a través de sus esfuerzos, y se cubrió el rostro de nuevo.
—No —discutí—. Marcus, sólo tenías nueve años. —Tragué más allá del nudo en mi garganta y alargué un brazo para acunar la parte trasera de su cabeza.
—Finalmente encontré mi camino de regreso a la casa de mi tía al día siguiente. Mamá ni siquiera preguntó dónde estuvimos. —Me lanzó una mirada pasmada—. Ni siquiera preguntó por Miranda. Ni una vez. Los días pasaron, y nunca hablamos de ella.
Me mordí el labio inferior, preguntándome cuáles eran las probabilidades de que pudiera quitarle el resto de las pastillas. Alzó la botella de nuevo, y me di cuenta de que no tenía la intención de dejar el baño. Nunca.
—¿Y entonces un vecino preguntó por Miranda? —dije, acercándome.
—Sí. Ella se dio cuenta de que no podría ocultar la desaparición de Miranda por más tiempo. Tuvo que reportarlo. Allí fue cuando me dijo que mintiera. Que dijera que Miranda se hallaba en su cama la noche anterior y que ya no estaba a la mañana siguiente.
No me atrevía a culparlo por mentir. Vivía con un monstruo. Claramente temía por su propia vida. Pero en ese momento, temía más por su vida que él. Las drogas estaban teniendo el efecto deseado. Inclinó la cabeza hacia atrás y dejó que lo tragaran por completo.
Tomé ventaja de la situación y alcancé la botella.
—Por favor, no —dijo. Parecía cansado. Desgastado—. No lo lograrás. —Una tristeza se asentó sobre él mientras cogía la botella de nuevo—. Está bien. Nadie me extrañará.
—Estás equivocado.
Su risa se sintió desesperada en la pequeña habitación. Vacía. —No te preocupes. Este no es algún patético intento para fingir tratar de cometer suicidio sólo para asegurarme de que haya alguien lo suficientemente cerca como para llamar a una ambulancia justo a tiempo. —Alzó la botella y la sacudió para probarme que aún quedaba una—. Esta es mi propia versión de la ruleta rusa.
—No entiendo.
—En el centro de una de estas píldoras, y no tengo ni idea de cuál, hay una dosis letal de cianuro. Así que tomo una de vez en cuando.
Jadeé y le quité la botella para revisar la etiqueta. Oxicodona. Pero no tenía ni idea de si era eso lo que había allí en realidad o no. Levanté la mirada, boquiabierta. No mentía.
—De la forma en que lo veo, si merezco vivir, no me habré tomado la que tiene la dosis de cianuro. Si no… —Se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia atrás de nuevo.
Palmeé mis pantalones, pero mi teléfono estaba en mi bolso, en la sala de estar.
—Deberías irte —dijo, esa triste sonrisa de nuevo en su rostro—. Esto debería de haber sucedido hace mucho.